— Eso tiene que haber sido, los serruchos de mierda los sacrificaron a los apus.
— ¿Se refiere a los desaparecidos de Naccos? — se volvió a mirarlo Francisco López, desconcertado.
— Así son esos conchas de su madre, aunque le parezca mentira–asintió Lituma-. Y la idea se la metieron Dionisio y la bruja, por supuesto.
— Ese Dionisio es capaz de las peores cosas–se rió Francisco López-. No debe ser cierto que el alcohol mata. ¿Cómo estaría vivo ese borracho, si no?
— ¿Lo conoce desde hace mucho?
— Me lo he ido encontrando por toda la sierra desde muchacho. Siempre se aparecía por las minas donde yo trabajaba. Fui enganchador antes de ocuparme de seguridad. En ese tiempo Dionisio no tenía local fijo, era cantinero ambulante. Iba vendiendo pisco, chicha y aguardiente de mina en mina, de pueblo en pueblo, y dando espectáculos con una comparsa de saltimbanquis. Los curas lo hacían correr por los cachacos. Perdón, me olvidé que usted también era uno de ellos.
Lituma seguía con su cabeza hundida en su bufanda y el quepis embutido hasta media frente; el chofer sólo alcanzaba a divisar los pómulos, la achatada nariz y los dos ojillos oscuros, entrecerrados, escudriñándolo.
_¿Ya estaba casado con doña Adriana?
— No, a ella se la encontró en Naccos, más tarde. ¿No le han contado? Pero si es una de las grandes habladurías de los Andes. Dicen que para quedarse con ella, se cargó al minero que era su marido. Y que después se la robó.
— No falla nunca–exclamó Liturna-. Donde aparece ese tipo, todo es degeneración y sangre.
— Y ahora sólo nos faltaba esto–dijo el chofer-. El diluvio universal.
Había empezado a llover con verdadera furia. El cielo se oscureció rápidamente y se llenó de truenos que retumbaban en los montes. Una cortina de gruesas gotas caía contra los cristales y el limpiaparabrisas no alcanzaba a darles visibilidad para evitar baches y aniegos. Avanzaban lentísimo y el vehículo parecía un caballo chúcaro.
— ¿Y cómo era Dionisio en ese tiempo? — Lituma no apartaba los ojos del chofer-. ¿Lo trató un poco?
— Me emborrachaba con él a veces, nada más–dijo Francisco López-. Siempre caía por ferias y fiestas con sus músicos y unas indias medio putas, que bailaban disforzadas. En los carnavales de jauja, una vez, lo vi enloquecerse con el Jalapato. ¿Conoce ese baile jaujino? Bailan, bailan y, al pasar, le arrancan la cabeza a un pato vivo. Dionisio los decapitaba a todos, no dejaba jugar a los demás. Terminaron botándolo.
El jeep avanzaba a paso de tortuga por un paisaje sin árboles ni animales, entre rocas, barrancos, cumbres y meandros sacudidos por las trombas de agua. Pero ni siquiera la tormenta distraía a Lituma de su obsesión. Tenía un profundo surco en el ceño y se había cogido de la puerta y del techo del jeep para resistir los sacudones.
— Ese tipo me produce pesadillas–confesó-. Él es el responsable de todo lo que pasa en Naccos.
— Lo raro es que los terrucos no lo hayan matado todavía. Ellos andan ajusticiando maricones, cafiches, putas, degenerados de cualquier especie. Dionisio es todas esas cosas a la vez y encima otras. — Francisco López echó una rápida mirada a Lituma-.Por lo visto, se creyó usted esas historias de Escarlatina, cabo. No le haga caso, es un gringo muy fantaseoso. ¿De veras cree que a esos tres pudieron sacrificarlos? Bueno, por qué no. ¿No matan aquí de todo y por todo? A cada rato se descubren tumbas, como ésa de los diez evangelistas en las afueras de Huanta. Qué de raro que comiencen los sacrificios humanos también.
Se rió, pero Lituma no le celebró el chiste.
— No es para tomarlo a la broma–dijo. Una traca de truenos cortó lo que iba a añadir.
— No sé cómo va a hacer la caminata hasta Naccos–dijo a gritos Francisco López, cuando pudo hacerse escuchar-. Si allá también está lloviendo así, la bajada será una torrentera de fango. ¿No quiere regresarse conmigo a la mina, más bien?
— De ninguna manera–murmuró Lituma-. Tengo que aclarar ese asunto de una vez por todas.
— ¿Por qué se toma tan a pecho a los desaparecidos, cabo? Por último, ¿qué le importan tres piojosos más o menos en el mundo?
— Conocí a uno de los tres. Un mudito que nos limpiaba el puesto. Una buenísima persona.
— Usted quiere ser el John Wayne de las películas, cabo. El justiciero solitario.
Cuando, un par de horas después, llegaron al lugar donde el jeep tenía que dar media vuelta, había dejado de llover. Pero el cielo seguía encapotado y se oía, a lo lejos, como desacompasados redobles de tambor, los truenos de la tormenta.
— Me da no sé qué dejarlo solo–dijo Francisco López- ¿Quiere que hagamos un poco de tiempo mientras se seca la trocha?
— No, no, aprovecharé ahora–dijo el cabo, apeándose del jeep-. Antes que arranque a llover de nuevo.
Le dio la mano y escuchó apenas los agradecimientos del jefe de seguridad de La Esperanza por haber ido hasta allá a levantar esos partes. Cuando iniciaba el descenso por la ladera, oyó encenderse el motor y sintió alejarse al jeep.
— ¡Jijunagrandísimas! — rugió entonces, con todas sus fuerzas-. ¡Serranos de mierda! ¡Supersticiosos, idólatras, indios de mierda, hijos de la grandísima puta!
Oyó su voz repetida por el eco, rebotando entre las altas paredes de las montañas que la neblina había vuelto invisibles. Esa descarga de insultos le hizo bien. Se sentó en un pedrusco y, haciéndose un nidito con las manos para que no se le apagara el fuego, encendió un cigarrillo. Eso había pasado, estaba clarísimo. El misterio se lo resolvió ese Profe chiflado con el Perú. Ahí estaba para qué servía la historia, pues. Recordó el curso que dictaba en el Colegio San Miguel de Piura el profesor Néstor Martos. Él se entretenía en sus clases, porque el profesor Martos, que se presentaba hecho una facha, enchalinado, barbón y picadito de chicha, lo explicaba todo como en tecnicolor. Pero nunca se le pasó por la cabeza que estudiar las costumbres de los antiguos peruanos pudiera ser útil para entender lo que ocurría ahora en Naccos. Gracias, Escarlatina, por resolverme el misterio. Pero se sentía más descorazonado y confuso que antes. Porque, aunque su cabeza le decía que no había duda posible, que todas las piezas casaban, en el fondo se resistía a aceptarlo. ¿Cómo iba a entrarle en la cabeza a una persona normal, con un solo dedo en la frente, que a Pedrito Tinoco y a esos dos los peones los sacrificaran a los espíritus de los montes por donde iba a pasar la carretera? Y ese salmuera de alcalde; venir a esconderse aquí, con nombre supuesto, escapando de los terrucos, para terminar despachurrado en un socavón.
Lanzó el pucho y vio cómo se lo llevaba el aire haciendo piruetas. Reanudó la marcha. Todo era bajada, pero la lluvia había borrado el trazo y el suelo estaba jabonoso y tenía que pisar con mucha cautela para. no irse de bruces. En vez de la hora y media que les había tomado la caminata a él y a Francisco López dos días antes, le tomaría el triple. Pero mejor ir despacio y no romperse una pierna en estas soledades donde no había ni un pájaro para hacerlo sentir a uno menos huérfano. ¿Qué diría Tomasito? Imaginó la cara de su adjunto, la incredulidad de sus ojos, las ganas de vomitar que le vendrían. O a lo mejor no, a él pensar en su piuranita lo vacunaba contra la desmoralización. Doña Adriana los convenció; si querían evitar una gran desgracia en la obra, huayco, terremoto o matanza, había una sola solución: sangre humana a los apus. Y, para ablandarlos y hacerles el consejo aceptable, ese rosquete los habría emborrachado. No me lo creo, mi cabo. Así fue, Tomasito. Ahí tienes la explicación de por qué andan diciendo que fueron los invencioneros. Pero una cosa no estaba clara. Si se trataba de una ofrenda a los apus, ¿no bastaba uno? ¿Para qué tres? Quién sabe, Tomasito. Tal vez había que aplacar a un chuchonal de apus. Una carretera tiene que cruzar muchos montes, ¿no?,