– Lo intenté, pero nadie podía.
La cocina de los Beaudine era tanto lujosa como hogareña, con soleadas paredes color azafrán, suelo de terracota y azulejos azul cobalto hechos a mano. Una enorme lámpara de araña de hierro forjado con apliques de cristal de colores colgaba en el centro de la habitación y los estantes abiertos mostraban ollas de cobre y cerámica hecha a mano.
El chef Duncan estaba desempaquetando la comida que había preparado para el evento. Un hombre bajo de unos cuarenta años, tenía una gran nariz y una gran cantidad de canas en el pelo castaño que le hacían parecer mayor. Frunció el ceño cuando Haley desapareció en el cuarto de baño y luego gritó a Meg para empezará a trabajar.
Mientras colocaba la cristalería y comenzaba a organizar los platos de servir, él le detalló el menú: mini saladitos rellenos de queso Brie fundido y mermelada de naranja, sopa de guisantes frescos mentolada servida en tazas pequeñas que todavía tenían que ser lavadas, una ensalada de hinojo, bollitos de pretzel calientes y, el plato principal, fritatta [26] de espárragos y salmón ahumado que haría en la cocina. El plato fuerte era el postre, copas individuales de soufflés de chocolate en los que el chef había estado trabajando todo el verano para perfeccionarles y los cuáles debían, debían, debían ser servidos tan pronto como salieran del horno y ser servidoso delicada, delica, delicadamente delante de cada invitado.
Meg asintió a las instrucciones, luego llevó al comedor las gruesas copas verdes. Palmeras y limoneros crecían en urnas de estilo griego y romano colocadas en las esquinas, mientras que el agua brotaba de una fuente de pidera situado en una pared de azulejos. La sala tenía dos mesas instaladas temporalmente, además de una larga mesa de madera permanente con la superficie desgastada. En lugar de mantelería informal, Francesca había elegido manteles individuales tejidos a mano. Cada mesa tenía un centro consistente en una bandeja de cobre con pequeños maceteros de barro de orégano, mayorana, salvia y tomillo, junto con maceteros llenos de flores doradas. A través de las amplias ventanas del comedor, podía ver una parte del patio y una pérgola, en la que daba la sombra, donde había un libro abandonado sobre un banco de madera. Era difícil que no le gustara una mujer que había creado un hermoso escenario para entretener a sus amigos, pero Meg haría todo lo posible porque así fuera.
Haley todavía no había salido del baño cuando Meg regresó a la cocina. Acababa de comenzar a lavar las pequeñas tazas de cerámica cuando el tap-tap-tap en el suelo de baldosa anunció la llegada de su anfritiona. -Gracias por ayudarme hoy, chef Duncan -, dijo Francesca. -Espero que encuentres todo lo que necesitas.
Meg enjuagó una taza, se giró desde la pila y miro a Francesca con su brillante sonrisa. -Hola, señora Beaudine.
A diferencia de su hijo, Francesca tenía muy mala cara de póquer y el conjunto de emociones que se reflejaban en su cara eran fáciles de descrifar. Primero llegó la sopresa. (No esperaba que Meg aceptara el trabajo.) Luego vino la perplejidad. (¿Exactamente por qué había aparecido Meg?) Lo siguiente en aparecer fue la disconformidad. (¿Qué pensarías sus invitados?) Luego la duda. (Quizás debería haber pensado esto más cuidadosamente.) Seguida por la angustia. (Esto había sido una idea terrible.) Acabando con… la resolución.
– Meg, ¿puedo hablar contigo en el comedor?
– Por supuesto.
Siguió el sonido de tacones fuera de la cocina. Francesca era tan pequeña que Meg casi podía esconderla bajo su barbilla, aunque no podía imaginarse haciendo algo así. Francesca estaba vestida con la misma elegancia de siempre, una camisa color esmeralda y una veraniega falda de algodón blanca que llevaba ceñida mediante un cinturón de un azul pavo real. Se detuvo en la fuente de piedra y se giró el anillo de bodas. -Me temo que ha habido un error. Mío, por supuesto. No te necesitaré después de todo. Naturalmente, te pagaré por tu tiempo. Estoy segura que necesitas el dinero o no habría necesitado… venir hoy.
– No estoy tan necesitada de dinero como antes -, dijo Meg alegremente. -Mi negocio de joyería va mucho mejor de lo que habría soñado.
– Sí, eso he oído -. Francesca estaba claramente nerviosa e igualmente decidida a resolver esto. -Supongo que no pensé que aceptarías el trabajo.
– Algunas veces incluso me sorprendo a mí misma.
– Es mi culpa, por supuesto. Tiendo a ser impulsiva. Eso me ha causado más problemas de los que te puedas imaginar.
Meg lo sabía todo sobre ser impulsiva.
Francesca se puso todo lo recta que le permitía su estatura, algo poco impresionante, y habló con rígida dignidad. -Déjame que te extienda un cheque.
Increíblemente tentador, pero Meg no podía aceptarlo. -Le van a llegar veinte invitados y Halye no se siente bien. No puedo dejar al chef en la estacada.
– Estoy segura que nos las arreglaremos de algún modo -. Ella se tocó su pulsera de diamantes. -Es demasiado embarazoso. No quiero que mis invitadas se sientan incómodas. O tú, por supuesto.
– Si sus invitadas son quiénes supongo que son, les encantará. En cuanto a mí… He estado en Wynette durante dos meses y medio, así que tengo muchas cosas por las que sentirme incómoda.
– En serio, Meg… Una cosa es que trabajes en el club, pero esto es otra cosa. Sé que…
– Perdone. Tengo que terminar de lavar las tazas -. Los zapatos de platarforma rosa brillante hicieron su propio y satisfactorio tap-tap-tap mientras iba de vuelta a la cocina.
Haley había salido del baño, pero mientras estaba trabajando en la encimera, no parecía sentirse mejor y el chef tenía prisa. Meg le arrebató el bote de néctar de melocotón de las manos y, siguiendo las instrucciones del chef, echó un poco dentro de cada copa. Anadió champán, echó un trocito de fruta freca y se giró con la bandeja hacia Haley, esperando haberlo hecho bien. Mientras Haley se la llevó, Meg cogió la bandeja de saladitos que el chef había sacado del horno, cogió un montón de servilletas de papel estampadas, y la siguió.
Haley se había apostado en un sitio al lado de la puerta principal para así no tener que estar moviéndose por la sala. Las invitadas llegaron puntualmente. Vestían ropas de lino y algodón, trajes más elegantes que los que se habrían puesto sus homólogas californianas para un asunto de este tipo, pero esto era Texas, donde no ir bien vestido era un pecado capital incluso para los más jóvenes.
Meg reconoció a algunas de las golfistas del club. Torie estaba hablando con la única persona de la sala vestida enteramente de blanco, una mujer que Meg nunca había visto. La copa de champán de Tories estaba a medio camino de sus labios cuando vio acercarse a Meg con la bandeja de servir. -¿Qué demonios estás haciendo aquí?
Meg saludó con una falsa reverencia. -Mi nombre es Meg y seré su camarera hoy.
– ¿Por qué?
– ¿Por qué no?
– Porque… -Torie agitó la mano. -No estoy segura de por qué no. Todo lo que sé, es que no parece correcto.
– La señora Beaudine necesitaba algo de ayuda y yo tenía el día libre.
Torie frunció el ceño, luego se giró hacia la delgada mujer a su lado, que tenía un salvaje pelo corto negro y gafas con montura de plástico rojo. Haciendo caso omiso del protocolo, las presentó. -Lisa, esta es Meg. Lisa es la agente de Francesca. Y Meg es…
– Les recomiendo los saladitos de hojaldre -. Meg no podía estar segura de que Torie no fuera a identificarla como la hija de la gran Fleur Savagar Koranda, la superestrella de los agentes, pero ahora conocía lo suficientemente bien a Torie como para no darle la oportunidad. -Asegúrense de dejar un hueco para el postre. No les estropearé la sorpresa diciéndoles de que se trata, pero no van a estar decepcionadas.
– ¿Meg? -Emma apareció, con su pequeña frente fruncida y un par de pendientes que Meg había hecho con unas perlas de cornalina del siglo XIX flotando en sus orejas. -Oh, querida…