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– ¿Has sabido algo de Lauren? -preguntó Tim.

Nick hizo una mueca.

– Sí. El mes pasado. Dice que me echa de menos. Creo que lo que echa de menos es la vida de las embajadas.

– Bueno, te llamó ella. Parece prometedor. Puede haber reconciliación.

– ¿Sí? A mí me pareció que su última aventura no iba muy bien.

– Pero parece que lamenta el divorcio.

– ¿Quedaste con ella?

– No.

– ¿Por qué?

– No me apetecía.

Tim se echó a reír.

– Cuatro años llorando por tu divorcio y ahora me dices esto.

– Mira, siempre que algo le va mal, decide llamar al bueno de Nick. Ya no puedo soportarlo más. Le dije que ya no estaba disponible. Ni para ella ni para nadie.

Tim movió la cabeza.

– Has renunciado a las mujeres. Eso es muy mala señal.

– Nadie ha muerto de eso -gruñó Nick. Dejó unos billetes sobre la mesa y se puso en pie. No quería pensar en mujeres en ese momento.

Aunque, una vez fuera, paseando entre los cerezos, se sorprendió pensando en Sarah Fontaine. No en la viuda, sino en la mujer.

La apartó de sus pensamientos. Era la última mujer en Washington en la que debía pensar. La objetividad era necesaria en su trabajo. Y tenía que intentar preservarla.

Amsterdam

Al viejo le gustaban las rosas. Le gustaba el olor de los pétalos, que a menudo estrujaba entre los dedos. Fríos y fragantes… y no como los insípidos tulipanes que plantaba su jardinero cerca del estanque de los peces. Los tulipanes eran todo color y poca personalidad. Pero las rosas persistían incluso en el invierno, desnudas y con espinas, como viejas rabiosas acurrucadas contra el frío.

Se detuvo entre los rosales y respiró hondo, disfrutando el aroma a tierra mojada. En una semana más, habría flores. ¡Cómo le habría gustado aquel jardín a su esposa!

– Hace frío -dijo una voz en holandés.

El viejo miró al hombre joven de pelo claro que avanzaba hacia él entre los arbustos.

– Kronen. Al fin llegas.

– Lo siento. No he podido venir antes -Kronen se quitó las gafas y miró al cielo. Como de costumbre, evitaba mirar directamente el rostro del viejo. Desde el accidente, todo el mundo evitaba mirarlo, lo cual lo irritaba. Hacía cinco años que nadie lo miraba de frente a los ojos. Hasta Kronen, al que había llegado a considerar como un hijo, se esforzaba por mirar a otro lado. Pero por otra parte, los jóvenes de la generación de Kronen siempre daban demasiada importancia al aspecto físico.

– Supongo que todo ha ido bien en Basra -dijo el viejo.

– Sí. Un retraso menor, nada más. Ha habido problemas con el último cargamento… los chips informáticos en el mecanismo de apuntar. Uno de los misiles no funcionó.

– Embarazoso.

– Sí. Ya he hablado con el fabricante.

Siguieron un sendero de rosas hasta el estanque de los patos. El viejo se apretó la bufanda alrededor de la garganta para protegerse del aire frío.

– Tengo un encargo para ti -dijo-. Una mujer.

Kronen se detuvo con un asomo de interés en la mirada. Su pelo parecía casi blando bajo los rayos del sol.

– ¿Quién es?

– Se llama Sarah Fontaine. La esposa de Geoffrey Fontaine. Quiero que veas adónde te lleva.

Kronen frunció el ceño.

– No comprendo, señor. Me han dicho que Fontaine ha muerto.

– Sigúela de todos modos. Mi fuente americana me dice que tiene un apartamento modesto en Georgetown. Es microbióloga, treinta y dos años. Aparte de su matrimonio, no parece tener relaciones de espionaje, pero nunca puedes estar seguro.

– ¿Puedo contactar a esa fuente?

– No. Su posición es muy… delicada.

Kronen asintió. Siguieron andando por las orillas del estanque. El viejo sacó un trozo de pan del bolsillo, echó un puñado de migas al agua y observó acercarse a los patos. Cuando su esposa Nienke vivía, se acercaba todas las mañanas al parque a dar de comer a los patos. Le preocupaba que los más débiles no comieran bastante.

Y ahora él daba comida a patos que no le importaba nada, solo porque le habrían gustado a ella. Terminó de echar el pan en el agua y se sacudió las manos.

El estanque había adquirido un tono gris. ¿Dónde se había metido el sol?

– Quiero saber más sobre esa mujer -dijo sin mirar a Kronen-. Sal pronto.

– Por supuesto.

– Ten cuidado en Washington. Tengo entendido que hay mucho crimen allí.

Kronen soltó una carcajada.

– Tot ziens, meneer.

El viejo asintió.

– Hasta entonces.

El laboratorio en el que trabajaba Sarah estaba inmaculado. Los microscopios estaban limpios, las encimeras y fregaderos se desinfectaban a menudo, las cámaras de incubación se limpiaban dos veces al día. Su trabajo requería una gran higiene; pero ese día, al sentarse en su banco, tuvo la impresión de que su vida estaba tan esterilizada como todo aquello.

Se quitó las gafas y parpadeó con cansancio. Había acero inoxidable por todas partes. Las luces eran duras y fluorescentes. Ni ventanas ni rayos de sol. Fuera podía ser de día o de noche, ella no notaría la diferencia. Aparte del zumbido del frigorífico, el laboratorio estaba en silencio.

Volvió a ponerse las gafas y se inclinó hacia el microscopio. Del pasillo llegó ruido de tacones. Se abrió la puerta.

– ¿Sarah? ¿Qué haces aquí?

La joven miró a su amiga Abby Hicks, quien, con su bata de la talla cuarenta y cuatro, ocupaba casi todo el umbral.

– Solo quiero ponerme al día con algunas cosas -contestó-. Se ha acumulado tanto el trabajo desde que no estoy…

– Oh, por lo que más quieras. El laboratorio puede arreglarse sin ti unas semanas. Ya son las ocho. Yo revisaré los cultivos. Vete a casa.

– No sé si quiero -murmuró Sarah-. ¡Está tan silenciosa! Casi prefiero estar aquí.

– Pues esto es tan animado como una tumba… -Abby se mordió el labio y se sonrojó. A pesar de sus cincuenta y cinco años, podía ruborizase como una colegiala-. Lo siento.

Sarah sonrió.

– No pasa nada.

Las dos guardaron silencio un momento. Sarah se levantó y abrió el incubador para guardar la bandeja de muestras en las que había estado trabajando.

– ¿Cómo estás? -preguntó Abby con gentileza.

Sarah se volvió hacia su amiga.

– Tirando, supongo.

– Todos te echamos de menos. Hasta el viejo Grubb dice que esto no es lo mismo sin ti y tu botella de desinfectante. Creo que todos tienen miedo de llamarte. Supongo que no saben cómo tratar el dolor. Pero nos importa, Sarah.

La joven asintió con la cabeza, agradecida.

– Oh, lo sé. Y te agradezco los asados, y las tarjetas y flores. Ahora tengo que volver a la normalidad -miró a su alrededor con tristeza-. Pensé que necesitaba volver a trabajar.

– Alguna gente necesita la vieja rutina. Otros tienen que alejarse una temporada.

– Quizá debería hacer eso. Salir de Washington una temporada. Alejarme de los lugares que me lo recuerdan -tragó saliva e intentó sonreír-. Mi hermana me ha pedido que vaya a verla a Oregón. Hace años que no veo a mis sobrinos. Ya deben de ser muy grandes.

– Pues vete. ¡Aún no han pasado dos semanas! Tienes que darte tiempo. Vete con tu hermana. Llora un poco más.

– Llevo muchos días llorando. Todavía no puedo soportar ver su ropa colgada en el armario -movió la cabeza-. No es solo perderlo lo que me duele. Es también lo demás.

– La parte de Berlín.

– Sí. No quiero pensar demasiado, por eso he venido aquí esta noche -miró a su alrededor-. Pero es raro. Antes adoraba este sitio. Ahora me pregunto cómo he podido aguantarlo seis años. Todos esos armarios fríos y fregaderos de acero inoxidable. Siento que no puedo respirar.

– Pero siempre te ha gustado este trabajo. Debe ser otra cosa.