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La lluvia cayó constantemente, no una lenta llovizna, sino láminas de palpitante lluvia tan densa que la visibilidad era prácticamente nula. Los truenos sacudían los árboles, resonando a través del alto dosel de la copas de los árboles del bosque, todos los caminos conducían a profundos cañones y desfiladeros cortados en la tierra por desbordamientos de agua. El relámpago iluminaba el suelo del bosque, revelando enormes helechos, denso follaje y una gruesa alfombra de agujas, hojas y una incontable turba hecha de cientos de especies de plantas.

La inesperada luz cayó a través del cazador, mostrando los duros ángulos y planos de su cara en un rudo relieve. El agua relucía en el espeso y ondulado cabello negro que caía sobre su frente. A pesar del elevado peso de la enorme mochila a su espalda, se movía fácilmente y en silencio. No parecía estar preocupado por las fuertes precipitaciones que empapaban sus ropas mientras seguía el estrecho camino. Sus ojos se movían sin descanso, siempre buscando movimientos en la oscuridad del bosque. De un frío ártico, sus ojos no mostraban piedad, no tenían vida, eran los ojos de un predador buscando su presa. No mostraba signo de que la espectacular demostración de la naturaleza le preocupara. En vez de eso, parecía mezclarse en ello con fluida gracia animal, muy en sintonía con el primitivo bosque

Un paso detrás de él, igual que una borrosa sombra lobuna, merodeaba un leopardo longibanda de cincuenta libras [1], ojos resplandecientes, tan alerta como el cazador. Por la derecha, observando hacia delante y después su camino a la espalda, un segundo leopardo, gemelo del primero, tenía a los pequeños animales del bosque temblando alarmados a su paso. Los tres se movían juntos, una única unidad entrenada.

Por dos veces, el cazador estiró su mano deliberadamente y retorció una enorme hoja, permitiéndole volver a su lugar. En algún lugar detrás de ellos crujió una rama, el sonido lo llevó el implacable viento. El leopardo que rastreaba dio un salto volviéndose, enseñando los dientes, siseando en amenaza.

– Fritz -la simple palabra fue bastante reprimenda para hacer que el animal se calmara al lado del hombre mientras ellos seguían su camino a través de la mojada vegetación sobre el suelo del bosque.

La misión había sido un éxito. Habían vuelto a secuestrar al hijo de un hombre de negocios japonés de los rebeldes, salieron corriendo cruzando el borde del río, su equipo se separó y se fundieron en el interior del bosque. Drake era responsable de llevar al chico a la familia que lo esperaba y salir del país, mientras Rio deliberadamente conducía a los perseguidores alejándolos de los otros, conduciéndolos al profundo territorio conocido por cobras y otras criaturas desagradables y altamente peligrosas. Rio Santana estaba cómodo en la vasta jungla, cómodo con estar solo rodeado de peligro. El bosque era su hogar. Siempre sería su hogar.

Rio aceleró el paso, casi corriendo, dirigiéndose al aumentado banco del furioso río. El agua había estado creciendo constantemente durante horas y tenía poco tiempo si quería conseguir que los leopardos cruzasen con él. Dirigió a sus enemigos a través del bosque, haciéndolos ir varias veces en círculo, pero manteniéndose fuera de alcance para obligarles a seguir detrás de él. Sus hombres se reportaron uno por uno. La radio crepitaba en la tormenta, pero con cada murmullo de estática, él daba otro suspiro de alivio.

El continuo ruido del correr del agua era demasiado alto, ahogando todo sonido de modo que tenía que confiar en el par de gatos para dar la alarma si sus tenaces adversarios lo cogían antes de lo que él planeaba. Encontró el alto árbol al lado del terraplén. El árbol tenía un tronco gris plateado rematado en una plumosa corona de un radiante verde y se elevaba alto sobre el banco, haciéndolo fácil de reconocer. El agua ya se arremolinaba a su alrededor, moviéndose con rapidez, arrastrando las raíces que rodeaban el ancho tronco. Hizo una seña a los gatos para que lo siguieran cuando lo pasó rápidamente por lo alto, en la copa, saltando fácilmente de rama en rama, casi tan ágil como los borrosos leopardos. Cerca de la cima, cubiertas por el follaje, se encontraban una polea y una honda que había asegurado antes. La mochila pasó primero, cruzando alto por encima del río. Llevaría más tiempo llevar a los gatos. No había red de ramas para tender un puente sobre el río y este se movía demasiado rápido para nadar. Los gatos tendrían que ser colocados uno por uno dentro del cabestrillo y arrastrarlos cruzando el río, algo que ninguno de ellos se encontraba demasiado entusiasmado por hacer. Sabían como arrastrarse fuera del cabestrillo por encima de las ramas. Esto era un escape que habían realizado y perfeccionado muchas veces.

Ya en el lado opuesto del banco, Rio se agachó entre las raíces de un alto árbol mengaris y miró a través de la torrencial lluvia al otro lado del caudaloso río. El viento le azotó la cara y sus ropas. Estaba impermeabilizado del tiempo, alzó las gafas de visión nocturna y las centró en el banco del otro lado. Ahora los tenía a la vista, cuatro de ellos. Enemigos sin rostro, furiosos por su interferencia en sus planes. Les había robado a su prisionero, alejándolos de su meta final, y estaban decididos a matarlo. Colocó su rifle en posición, ajustando la mira. Podía darle a dos antes que los otros pudieran devolver un disparo. Su posición era bastante protegida.

La radio que llevaba metida en su chaqueta crepitó. La última de las señales que había estado esperando. Vigilando constantemente a los cuatro hombres al otro lado del río, sacó la pequeña radio de su bolsillo interior.

– Adelante -dijo suavemente.

– Todo claro -proclamó la incorpórea voz. El último de sus hombres estaba a salvo.

Rio se pasó una mano sobre la cara, repentinamente cansado. Se había acabado. No tenía que tomar otra vida. Por una vez el aislamiento de su existencia era invitante. Quería tenderse y escuchar la lluvia, para poder dormir. Estar agradecido de estar con vida un día más. Metió los prismáticos en su mochila, sus movimientos lentos y ágiles, cuidando de no llamar la atención. Su señal envió a Fritz arrastrándose fuera de la maraña de raíces, profundizando en el límite de la vegetación arbórea. Los pequeños leopardos se mezclaban perfectamente con las hojas y el suelo de la jungla. Era casi imposible detectarlos.

El relámpago destelló en lo alto, el estruendo del trueno creciendo a través del bosque. Rio no sabía si fue el trueno o los gatos los que asustaron a un jabalí adulto que huyó a través de la maleza. Inmediatamente el cielo explotó con ráfagas de llamas rojas, una oleada de balas tendidas como un puente sobre el río que destrozaron la maraña de raíces. Astillas de corteza salpicaron su cara y cuello, cayendo inofensivas sobre su espesa ropa. Algo le mordió la cadera, resbalando sobre la carne y despellejándola a medida que continuaba avanzando.

Rio apoyó el rifle en su hombro, su objetivo ya elegido, lanzó dos mortales rondas en respuesta. Siguió con una ráfaga de fuego, tirándose rápidamente al suelo para cubrirse mientras se largaba a seguir a los gatos. Sus perseguidores no serían capaces de cruzar el río, y con dos muertos o heridos, abandonarían la búsqueda por el momento. Pero volverían y traerían refuerzos. Esa era una manera de vida. Ninguna que hubiese elegido necesariamente, pero era la única que había elegido.

Dispersos tiros zigzaguearon a través de los arbustos, enfadadas abejas sin puntería. El río ahogó las amenazas que le lanzaban, las promesas de retribución y sangre. Se echó el rifle al hombro y se deslizó en el interior del profundo bosque, permitiendo que la progresiva vegetación lo escudara.

Rio se impuso un paso duro. La tormenta era peligrosa, el viento amenazaba derribar más de un árbol. Los gatos compartían su vida, pero tenían la libertad de elegir su propio camino. Esperaba que buscaran cobijarse, pasar la tormenta bajo protección, pero ellos permanecían cerca de él, volviéndose ocasionalmente hacia los árboles para viajar a lo largo de la autopista de enredadas ramas. Ellos lo observaban expectantes, preguntándose por qué no se unía a ellos, pero manteniéndose a su regular ritmo.

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[1] 50 libras son casi 23 kilos