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De modo que después de un minuto de oírlos pacientemente delirar, lelanzo a Alfonso como se dice a quemarropa:

– Usted parece haberlo conocido bien a Waltercito.

Alfonso da la impresión de haber hecho una interpretación correcta de lo que viene implícito en mi pregunta, y que podría resumirse de la siguiente manera: Ya me las tiene llenas con sus sobreentendidos de tres por cinco de modo que si de veras tiene la intención de valerse de mí para aplastar de un modo definitivo a esa cucaracha de Walter Bueno, o con algún designio inconfesable, es mejor que vaya poniendo las canas sobre la mesa de una buena vez, no vaya a ser que yo termine perdiendo la paciencia. Bien bien, dice, lo que se dice bien, sería exagerar un poco, pero en efecto el sujeto ese tuvo su primer -y único por otro lado- nombramiento de maestro en el pueblo en el que él, Alfonso, vivía, antes de mudarse de un modo definitivo a Rosario, cuando instaló su propia distribuidora. Como antes de crear Bizancio andaba en otros negocios, viajaba mucho de modo que sus contactos con el individuo de marras eran esporádicos.

Si él y la pobre Blanca -su mujer- seguían viviendo en el pueblo era porque tenían unos campos que administrar y porque Blanca era también maestra en la escuela del pueblo, y no había podido obtener su traslado a Rosario. Como ella era delicada de salud él, es decir Alfonso, había decidido que debían seguir viviendo en el pueblo para evitarle a Blanca el traqueteo de los viajes. Alfonso modula su relato, un poco lento, entrecortado por silencios debidos a las vacilaciones a que supuestamente lo obligan los esfuerzos de la reminiscencia, dosificando con habilidad la entonación de cada una de las frases, de modo tal que el inquisidor, sentado bien rígido en el asiento de adelante, con la mirada fija en el segmento de círculo que traza el limpiaparabrisas, retenga el esquema siguiente.

La pobre Blanca, señora seria, maestra de escuela dedicada con abnegación a su trabajo a pesar de su salud delicada, Alfonso, su marido, propietario de campo por fatalidad pero que ejerce un trabajo cultural por afinidad electiva como se dice, y dispuesto a desgastarse en viajes continuos y engorrosos para preservar la salud de su mujer, y por último Walter Bueno, ganapán arribista, arrumbado en un segundo plano, borroso y casual. Por supuesto que no pienso dejarme embaucar por los eufemismos del propietario-gerente de Bizancio Libros que, percibo sin darme vuelta ni modificar en lo más mínimo mi actitud, se remueve un poco en la penumbra del asiento trasero, probablemente con una inquietud semejante a la del alumno que acaba de pasar un examen oral y no está seguro del efecto que su exposición le ha causado a los examinadores. Después de una pausa deliberada, que debe estar acrecentando su ansiedad, y con un tono desenvuelto, suave y desinteresado, le pregunto:

– ¿Pero llegaron a ser realmente amigos?

De un modo brusco, para tirar el cigarrillo, Vilma abre la ventanilla de su lado, así que el silbido, el bramido de la noche lluviosa, la corriente de aire frío se intensifican al entrar en la atmósfera caldeada del auto, sobresaltándome un poco, y cuando la vuelve a cerrar, casi de inmediato, Alfonso aventura una respuesta llena de circunloquios y de generalidades, en la que las precisiones que, obligado por las circunstancias, va introduciendo, le exigirían un análisis semántico de una gran sutileza a un oyente desprevenido: ¿acaso es posible ser amigo, si se toma la palabra en su sentido estricto, con un tipo de personalidad como la de Walter Bueno? Por ejemplo él, es decir Alfonso, podría, dice, ser amigo de alguien como usted, es decir "yo", o sea "Carlos Tomatis"; no pretende serlo, puesto que acaba de conocerme, aunque ha oído hablar mucho de mí desde hace tiempo, pero es evidente que se ha establecido desde ayer, desde el contacto de visu, una simpatía mutua, en fin, no quiere prejuzgar sobre mis propios sentimientos, pero lo que él quiere decir, dice, cayendo momentáneamente en un acceso fugaz de agitación, es que nuestras personalidades -la señora es testigo de la impresión favorable que he hecho sobre su persona- podrían concordar, en algún futuro próximo o lejano, en ese beneplácito mutuo que se otorgan las almas y que se llama la amistad. Consciente de que su introito pseudofilosófico y que su descarado lustre de zapatos me importan lo que se dice tres pepinos y que he estado oyéndolos como quien oye llover, Alfonso, después de un carraspeo, no tiene más remedio que conceder algunas precisiones, lo que hace que Vilma, sentada junto a mí, se enderece en su asiento y, aferrándose al volante, gire levemente la cabeza, de unos milímetros apenas, hacia atrás, para concentrar, alerta, su atención: aparte de eso, dice Alfonso, de la diferencia de temperamento y de sus viajes frecuentes que lo mantenían alejado del pueblo, sí, se habían visto bastante seguido y habían compartido los tres, al principio sobre todo, algunos buenos momentos; y la pobre Blanca, concede Alfonso, a causa quizás de la descendencia que debido a su fragilidad no pudo tener, pudo volcar en esa amistad un poco del instinto materno -elemento básico del alma femenina- que en diez años de casados no había podido expresar de un modo más natural.

Y, juzgando al parecer haber encontrado el tono justo, ni demasiado vago ni demasiado preciso, presintiendo probablemente que si no da más detalles por iniciativa propia, puedo insistir para que me aclare algunos puntos oscuros, Alfonso, con el fin de ganarme de mano, continúa: podían haberlo recibido como a un hijo, si la completa anestesia moral de Walter Bueno no hubiese sido un obstáculo insalvable para esperar de él cualquier tipo de reciprocidad afectiva.

Por otra parte, su arribismo mediocre le impedía integrarse en la vida social del pueblo, ya que estaba obsesionado por ir a triunfar a la capital, cosa que terminó logrando, aunque ya se sabe a qué precio.

Y ese arribismo lo condujo a, llegado el momento, esquivar susresponsabilidades, ya que su partida del pueblo, cuando se le presentó la primera oportunidad en Buenos Aires, fue tan rápida que había interrumpido su trabajo en la escuela, importándosele un rábano desequilibrar con su ausencia brusca, sin dar tiempo a que se le encontrara un reemplazante, la armonía del trabajo escolar, lo que por añadidura había sido una mortificación suplementaria para la pobre Blanca, que había debido realizar ad honorem las tareas de su colega, lo que había terminado por quebrantar su salud y ser una causa más de su terrible accidente, en el cual el surmenage había jugado un papel importante. El temperamento de Blanca, empalma el discurso de Alfonso desviándose imperceptiblemente en otra dirección al mismo tiempo que el coche cereza, llegando al final de la autopista, toma una curva para internarse en la ruta que atraviesa Santo Tomé, el temperamento de Blanca la indujo siempre al sacrificio, a no esquivar, como muchos otros, sus responsabilidades, y para ella el trabajo en la escuela había sido siempre una motivación importante -la terminología es de Alfonso-, ya que no se le escapaba lo vital que es la educación para el desarrollo en un medio rural.

Las afueras de Santo Tomé en la que alternan casitas modestas de ladrillo sin revocar y baldíos que conozco de memoria, están sumidas en la más negra oscuridad, pero nuestros faros iluminan de tanto en tanto una fachada, una alcantarilla, un grupo de árboles negruzcos y lustrosos a causa del lavado insistente, semejante al frote compulsivo e innecesario de un obsesivo, de la lluvia helada; y cuando las luces del alumbrado público, más al centro, iluminan un poco cada cruce de transversal, el pueblo no da la impresión de ser menos triste, desierto y oscuro. Alfonso hace silencio otra vez, no muy convencido, tengo la impresión, de que sus deslizamientos digresivos hayan obtenido el efecto deseado, o sea mantener sus respuestas en una vaguedad brumosa, y es más que seguro que no se equivoca puesto que, cuando deja de hablar, me dispongo a reclamarle cómo deberé orientar la conversación para sonsacarle por fin las precisiones que busco, precisiones que, por otra parte, ni siquiera para mí mismo son totalmente claras. Demás está decir que el intercambio de frases que venimos haciendo desde el aeropuerto, tiene el tono más desinteresado, mundano y casual que pueda concebirse, y que si hubiésemos estado hablando del mal tiempo o de si los escandinavos hacen o no ruido al tomar la sopa, nuestro diálogo le hubiese dado a un observador desinteresado la impresión de estar oyendo una serie de banalidades durante una reunión social como se dice. Convencido de que por el momento me será difícil obtener algo más preciso de Alfonso, me vuelvo ligeramente hacia Vilma Lupo.

– ¿Y usted lo conoció?-le digo.

Vilma se remueve un poco en su asiento, y se aferra con más fuerza al volante, vacilando unos segundos antes de responder, como si esperara que Alfonso lo haga en su lugar, y después dice:

– ¿A Walter Bueno? Ni por las tapas.

– ¿Es la expresión adecuada para referirse al autor de un best-seller?-pregunto, no dirigiéndome a ella, sino en general, como si estuviese interrogándome a mí mismo, lo que provoca la risa desproporcionada en relación con la comicidad real de la frase, no de Vilma y Alfonso separadamente, sino del dispositivo Vilma/Alfonso, la entidad que, por momentos, forman a dúo, y que es algo más complicado, inasible y turbio que la mera suma de sus individualidades. Cuando el dispositivo hace silencio, Vilma explica: hace apenas un año que ella conoce a Alfonso, porque ha estado viviendo en Europa -Londres, Roma- desde el setenta y tres; el año pasado resolvió volverse a Rosario, con tan mala suerte (risa breve del dispositivo connotando inteligencia mutua) que a los dos o tres días de haber llegado, aterrizó en Bizancio Libros. De modo que a Walter Bueno lo conoce por referencias, y por haber leído La brisa en el trigo. A ningún interlocutor atento podría escapársele lo que subyace en las palabras de Vilma, que, por la agitación que lo sacude, Alfonso parece aprobar sin restricciones, y que interpreto de la siguiente manera: Estoy perfectamente al tanto de todo lo que quiere saber, pero no estoy dispuesta a soltar una sola palabra, de modo que para cualquier información suplementaria sobre este asunto tan delicado, le ruego dirigirse a la persona que se encuentra sentada en este mismo momento a sus espaldas, en el asiento trasero. Y para acentuar todavía más su autonomía completa respecto de esa persona, Vilma cambia de una manera brusca de conversación y sin modificar en nada su estilo mundano y jovial, me dice: