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– No, no -dice Vilma. -Usted tiene que viajar mañana y yo tengo que estar lista a las nueve para el seminario. ¿Entonces Tomatis lo paso a buscar a las dos?

– Ha sido un gran placer, maestro -me dice Alfonso, dándome un abrazo demasiado largo, del que Vilma debe también arrancarme al cabo de unos segundos. -Le agradezco que me honre con su amistad. Y no falte al lunch del viernes: su presencia será un honor suplementario.

Entran en el hotel. El calor acumulado en el restaurant, a causa probablemente de la degradación general de la energía como la llaman, empieza a desgastarse al contacto del aire frío, de modo que apuro el paso, mientras en el interior de mi cabeza las experiencias de la velada, sometidas sin ruido a su propia combustión, arden, chisporrotean y se consumen.

Mientras voy subiendo las escaleras, las voces y la música llena de ecos que propala el televisor, empiezan a atravesar remotas y al mismo tiempo familiares, mi cerebro, susurradas por un volumen discretamente bajo a causa de la hora, pero cuando llego al living compruebo que mihermana, cubierta hasta los hombros con una manta y apelotonada en el sillón, se ha dormido frente a las imágenes coloreadas que al sucederse unas a otras producen sobresaltos luminosos en el living en penumbra. Sin apagar el televisor, estoy por darle unos golpecitos suaves en el hombro para mandarla a la cama, pero antes de llegar a tocarla mi hermana abre los ojos y me sonríe: me quedé dormida, dice, y se despereza con bienestar, pero de manera evidente se desinteresa de golpe de mi persona y su mirada se concentra un momento en las imágenes coloreadas tratando de descifrarlas. Sin consultarla cruzo el living y apago el televisor, y después pongo la mano sobre el aparato para percibir su temperatura.

– Está al borde de la implosión -digo.

Mi hermana ni siquiera protesta: se revuelve un poco en el sillón y después, retirando la frazada, se levanta y se dirige a su dormitorio. Yo subo en la oscuridad del patio la escalera de la terraza, en la más densa oscuridad, sorteando macetas de plantas domésticas ahogadas de lluvia, pero mi cuerpo reconoce los obstáculos gracias a una especie de memoria espacial que, si tiene alguna deuda antigua con los sentidos, da la impresión de haberla olvidado, tanto lo que por costumbre sigo llamando todavía "yo", se desinteresa del recorrido, absorto como está en manipular, examinándolos con perplejidad, los rescoldos del día consumido. Después de encender la estufa a resistencia, sin siquiera desabotonar el impermeable, parado junto al escritorio, recojo el ejemplar ajado de La brisa en el trigo y, sosteniéndolo con la mano izquierda, hago deslizar rápidamente las hojas con el pulgar derecho, produciendo un rumor nítido en el silencio de la pieza, una corriente de aire levísima que me acaricia de un modo fugaz la cara, y un torbellino de signos impresos o manuscritos, que bailotean sustituyéndose unos a otros a causa del deslizamiento rápido de las páginas, semejante a una alucinación visual, cuyo carácter abstracto y fantasmal cobra un poco de vida gracias a las líneas de colores -verde, azul, rojo, violeta- que dan la impresión de ir barriendo los signos a toda velocidad, como si fueran gotas de una lluvia negra. Ahora que, después de haber apagado la luz, me introduzco estremeciéndome un poco entre las sábanas frías, no únicamente la habitación sino incluso "yo mismo" nos volvemos abstractos y fantasmales al resplandor rojizo de la resistencia eléctrica. Las cenizas del día transcurrido; todavía tibias, empiezan a dispersarse en el recinto impensable, sin lugar propio en ningún punto del tiempo y del espacio, a no ser la lucecita frágil y que sin embargo los abarca, y que en este mismo momento se descompone en un espectro de manchas fugaces, de astillas de imágenes, recurrentes o inéditas, sin ningún vínculo ni con la razón, ni con la voluntad, ni siquiera con la experiencia.

Ahora salgo a la calle en un día gris, desierto, de bordes un poco carcomidos, semejante a una fotografía vieja descubierta por casualidad en el fondo de un cajón, extraña y familiar al mismo tiempo, una fotografía de mí mismo, en movimiento, en la que puedo contemplarme desde afuera, siguiendo con interés y una angustia leve mis propios pasos: venciendo un A; sentimiento de culpa, cruzo la calle vacía blandiendo la barra de hierro, y empiezo a golpear un auto, gris como el aire en el que está incrustado, estacionado junto al cordón: la pintura gris se descascara a causa de los golpes y los vidrios saltan en pedazos, astillándose, pulverizándose y diseminándose sobre los adoquines grises entre los que brota un musgo aterciopelado, casi dorado de tan verde. Con la carrocería abollada, sin vidrios, el motor destripado emergiendo por el capot entreabierto, las gomas en yanta, el auto gris se desploma y "yo" con el bastón de hierro todavía en el aire, me quedo contemplándolo un momento con culpa y satisfacción. Me despierto y verifico, abriendo los ojos, e incorporándome un poco, el resplandor rojizo de la resistencia eléctrica, y apoyando otra vez la cabeza en la almohada murmuro, interpretando fugazmente mi sueño, autodestrucción, antes de volverme a dormir. Exactamente en el mismo momento -en todo caso es la impresión que tengo- vuelvo a abrir los ojos, el cuerpo como diluido entre las sábanas tibias, del mismo modo que el resplandor rojizo de la estufa a resistencia se diluye en la claridad grisácea y mate de la habitación, mientras por la rendija de los postigos entrecerrados, por el agujero de la cerradura, por el espacio libre que queda entre la base de la puerta y el piso de mosaicos amarillos, la luz verdosa y exangüe de la mañana, la leche lívida que baña, periódica, las cosas, separándolas después de la reunión de la noche homogénea que las borra y las aglutina, la droga llamada día que todos querrían, indefinidamente, tomar, fluye, gotea, se derrama, inexorable y desdeñosa, igual que un traficante para con sus adictos, y cuando salgo de la cama, descalzo, y abro la puerta que da a la terraza, a pesar de su palidez verdosa y crepuscular, el aire helado por el que se disemina, me dejo envolver no sin placer por el torrente silencioso que ocupa, simultáneo, todo el recinto, haciendo empalidecer todavía más el resplandor rojizo de la resistencia.

Cuando cierro la canilla de la ducha -deben ser las diez- me doy cuenta de que el agua sigue tamborilleando, pero ahora es la lluvia que golpea contra el tragaluz del baño. En la cocina, mientras tomo los primeros mates, abro, a pesar del frío, la puerta que da al patiecito desde el que arranca la escalera de la terraza, y contemplo el agua helada golpear las hojas de las plantas enmacetadas, correr por los escalones, precipitarse por el desnivel imperceptible de las baldosas hacia la rejilla del desagüe. Empiezo a pasearme sin finalidad precisa por la casa; aquí, en este dormitorio, en esa cama matrimonial, murió el primero, y en esta otra habitación, que da a la calle, la segunda, veinte años más tarde; en este mismo momento, la lluvia, minuciosa, debe estar arrastrando lo que queda de ellos cada vez más abajo, por entre los pliegues blandos del cascote que un día, y de un modo transitorio más que seguro, a causa de una explosión casual, frenó en un punto cualquiera del espacio y se puso a girar.

En este cuarto dormí hasta los dieciséis años, antes de mudarme a la terraza. Aparte de los muebles, de la penumbra invernal, la casa entera está vacía de todo rastro de vida, aparte de lo que llamo "yo" y que deambula a través del tiempo petrificado: lo que queda más bien en su lugar como decía, y que sigo llamando "yo" por costumbre, y del que me separa a decir verdad una distancia infinitesimal pero infranqueable, como sucede más o menos con las distintas partes de mi cuerpo, ya que ahora que lo pienso el dedo gordo del pie, naturaleza indescifrable en estado puro, me parece tan improbable y lejano como el cielo, rosa según dicen, de Marte. La voz de mi hermana, que viene subiendo las escaleras desde la calle, me saca del ensimismamiento en el que he quedado, de regreso en la cocina, con el mate ya frío en la mano.

Que me cuelguen si adivino de qué está compuesto el redondel humeante, color marfil, de la sopa, cuando me llevo a la boca la primera cucharada y la paladeo, bajo la mirada satisfecha de mi hermana, que controla el efecto que me produce pero que, más que seguro, a causa de la manía pueril de mantener en secreto sus recetas, respondería en forma evasiva si se lo preguntara. De un modo brusco dice en voz alta el noticiero, y va casi corriendo a prender la televisión. Yo me quedo sentado lo más tranquilo: porque un ignorante a sueldo del gobierno, que ha presentado todas las noticias a un censor militar antes de hacerlas públicas se ponga a transmitir acontecimientos supuestamente verídicos pero a decir verdad enteramente prefabricados, no voy a levantarme de la mesa y a dejar como mi hermana que se me enfríe la sopa, pero como el volumen está demasiado alto, me entero de que el general Negri, el intendente, el arzobispo, dos o tres dirigentes sindicales, el ministro de educación, el presidente de la bolsa de comercio y otros asesinos, secuestradores y tortura dores sin entrañas, han asistido esta mañana a una misa solemne como le dicen a esa farsa grotesca en la catedral. Del mismo modo que los teólogos inventan la encarnación y después decretan que es un milagro, estos pistoleros a sueldo de sí mismos blanden ese espantapájaros relleno de paja podrida que llaman Dios y lo sacuden en un intento de maniobra diversiva, ya que es evidente que Dios no existe y que me la corten en rebanadas si no tengo la prueba de lo que afirmo, y es la siguiente: no existe porque lo digo yo, y a quien intente refutarme preguntándome que quién soy yo para afirmarlo, ya mismo nomás le digo que nadie, nada, menos que nada, pero exactamente igual en todo caso que el obispo de Hipona, Santo Tomás o Descartes que, a pesar de ser tres perfectos legos en la cuestión, prefieren afirmar lo contrario. Dios no existe porque lo digo yo y punto. Es inútil que el muecín salmodie su cantilena al atardecer, o que el rabino guarde el arca en el recinto sacrosanto como le dicen, o que el sacerdote se prosterne por pura costumbre cuando pasa delante de la hostia, o que las viejas rameras europeas o americanas que ya no saben qué hacer con sus relojes Cartier vayan a buscar el punto nihuan en Oriente, donde por otra parte saben tanto de la cuestión como "yo" o los tres charlatanes que acabo de nombrar, inútil como venía diciendo hace un momento, porque nadie habita la materia ciega y caprichosa, estúpidamente repetitiva, por el momento desde luego, que se desplaza, no mediante deslizamientos, sino mediante explosiones, sin dirección ni plan.