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Después que nos casamos, me fui dando cuenta de que "eso" en Haydée tenía la desdichada tendencia a coincidir con las opiniones de su madre, y digo "eso" y no Haydée, porque Haydée está convencida todavía hoy de que es ella quien educa a su madre, un ser, a decir verdad, ingobernable a quien, en los meses que precedieron la separación, estuve a punto veces de hacerle saltar a bofetadas los collares de perlas, los aros de oro y los anteojos diseñados por Pierre Cardin -el recuerdo de sus valijas Vuitton y de sus perfumes Chanel comprados en París en uno de sus numerosos Eurotours me sigue dando náuseas, y cuando pienso que mi hija de ocho años ha quedado en sus manos tengo, no únicamente escalofríos, sino también remordimientos. Las maquinaciones de ese escorpión calculador, sus conceptos demenciales sobre el universo y la sociedad, están enquistados en "eso" de Haydée, y el hecho de haber querido hacerse especialista en la materia fue tal vez en ella el último estremecimiento de rebelión. Basta ver a su madre cinco minutos en su farmacia para comprender de inmediato el modo en que se relaciona con el mundo -su manera de medicar, por ejemplo, a los que vienen a pedirle un consejo, los ademanes y expresiones con los que asume su papel de farmacéutica poseedora de una supuesta ciencia, son suficientes para despertar odio en cualquier persona sensible. Basta no usar pulloveres Benetton o camisas Yves Saint Laurent para merecer su desprecio; con no haber hecho nunca un Eurotour, ya se forma parte para ella del magma fangoso de lo inexistente. Apenas aparece y abre la boca uno entiende que el marido se haya muerto de un ataque a los treinta y cinco años dejándole la farmacia -una mina de oro como se dice-, aunque ella pretenda todavía que tuvo que luchar sola en la vida para educar a la nena; la nena, obviamente, es su hija psicoanalista, a la que todavía sigue llamando de ese modo. Esa mujer es mi tercera suegra; la primera era un ama de casa insignificante y la segunda, que no conocí, una persona bastante inteligente según parece, de modo que no generalizo para nada ni caigo en una vulgar historia de suegras como las que se cuentan por televisión; se trata de un caso auténtico de maldad constitutiva, y los rastros de esa naturaleza se reflejan en Haydée, sin que ella se dé cuenta desde luego, ya que como especialista de "eso", pretende estar al abrigo de lo que dictamina en sus pacientes; "eso" oscuro y sin forma, sin siquiera lugar preciso en el cuerpo, ni otro nombre que el que señala una presencia cierta pero sin definición, está en ella entrelazada con las consignas mortíferas de su madre, y tan poco a sabiendas que a veces suelo tener la impresión de estar en presencia de un zombie o de un robot. De lo más racional en apariencia, y con bastante sentido común la mayoría de las veces, bondadosa por añadidura, capaz de sacrificios sublimes, un rostro de ángel en un cuerpo de diosa como se dice, con quien todo va a las mil maravillas hasta que de pronto suena el llamado que la sumerge en una especie de sueño durante el cual todos sus actos son lo opuesto de lo que deberían ser.

A causa del relumbrón apagado de su cúpula de tejas, el palomar atrae mi mirada, de modo que giro hacia la izquierda y abandonando el camino principal de lajas que se abre entre los canteros, subo despacio los tres escalones que llevan a la pequeña construcción de alambre, cemento y tejas, rodeadas de matas de ligustro, en la que dormitan las palomas. El ruido de mis suelas, al deslizarse sobre el cemento blanqueado, despierta una inquietud confusa en los cuerpitos emplumados que adivino agitándose en la negrura: aleteos indecisos, sacudimientos, el vuelo tal vez de alguna paloma un poco más ansiosa o más despierta que las otras, y a medida que voy acercándome al alambre que aísla a las palomas del exterior, el murmullo crece, desplegándose un poco en variedad y aumentando en agitación, pero es unos segundos después que me paro, a dos metros del alambre, tratando de escrutar el interior que, todas a la vez, las palomas, en un sobresalto brusco, se echan a volar en círculo, llenando el aire negro con el rumor de sus alas y de sus palpitaciones veloces, en las que me parece adivinar la descarga mecánica de los borbotones de pánico que genera, en sus cerebros diminutos, la presencia inesperada y extranjera, "mi" presencia, que no es para mí mismo, en la oscuridad del parque, menos incomprensible y extraña. Trazan, todas juntas, un vuelo circular alrededor de la columna central que contiene sus nidos, se asientan y levantan vuelo de nuevo, varias veces, hasta que, intrigadas a causa de mi inmovilidad, pero seguras todavía de mi presencia, se asientan otra vez y, sin dejar de moverse en su lugar, siguen vigilándome a distancia, desconfiadas y alertas. Hormiguean en un tumulto apagado, pero tan intenso, imprevisible y variado en su multiplicidad oscura, con movimientos autónomos respecto de cualquier plan o finalidad, inesperados y repetitivos que, borrando la distancia entre lo interno y lo exterior, se vuelven poco a poco íntimas o inmediatas y se confunden con mis propios pensamientos. Son, a decir verdad, mis propios pensamientos, ya que estamos dentro del mismo mundo y toda mirada exterior a nosotros, capaz de distinguirnos es, no me cabe la menor duda, impensable. Y, de repente, me doy cuenta de que sigo todavía vivo: no es que me acuerde o que lo sepa, o lo pretenda, como de costumbre, no: lo experimento, con un poco de asombro y cierta aprehensión incluso diciéndome que tal vez no va a durar, que ser que estoy siendo en este momento, la certidumbre extrañada, frágil y sin embargo clara que flota y ondula dentro del puesto compacto de observación, va a apagarse por fin, empastándose en la negrura que la rodea. Aunque parezca mentira, soy yo y estoy aquí, en lo que fluye continuo y discontinuo a la vez, por decirlo e algún modo, el desenvolvimiento o la expansión que no para, adentro puro o pura exterioridad, pero único y continuo y discontinuo a la vez sobre todo, de lo que no alcanzo a ver más que lo fragmentario, lo periódico, con leyes que describen al observador y no al fenómeno, medidas que se refieren a sí mismas y no a la extensión que querrían calcular, relojes que dan cuenta de otros relojes y no del tiempo. Continuo y discontinuo a la vez, y lo que quiere abrirse paso hasta mi pensamiento es tan arduo y desmedido que las dos palabras con que lo llamo continuo y discontinuo se adelgazan, se esfuman, se vuelven ruido o vestigios inconexos que entran con los demás, sin significación, en el magma expansivo y material que las arrastra y, sin saña ni razón particular, cada vez que las trazo o las pronuncio, con sólo ser, las desintegra. Me doy vuelta y empiezo a bajar los escalones, alejándome del palomar no únicamente en el espacio sino también en el tiempo, sintiendo que ya estaba alejándome en el tiempo mientras seguía inmóvil frente al tejido de alambre que me separaba de los cuerpitos inquietos y palpitantes que ahora, tal vez para saludar mi alejamiento, para exorcizar mi posible regreso quizás, por alivio o por impaciencia probablemente, dan, todos juntos, un par de vueltas veloces por su territorio, a juzgar por el tumulto tenso de alas que llega a mis oídos mientras bajo los escalones.

De lo que acabo de experimentar, me queda un beneficio de percepción clara, igual que si hubiese frotado un vidrio empañado dejándolo bien limpio para mirar afuera, las ramas deshojadas de los árboles, filigrana negra un poco más negra que la noche, y las frondas perennes, grumos de noche mal diluidos en el resto de la negrura.

Al final del sendero ancho de lajas, cuando llego a la vereda propiamente dicha, donde termina el parque, doblo hacia la izquierda por la calle recta y vacía, hacia la línea de puntos luminosos del alumbrado público, en laque cada punto denota el cruce de una transversal. Las formas geométricas de las casas, cuadrados de fachadas laterales, rectángulos de ventanas, paralelepípedos semiimaginarios de balcones, rombos o círculos de tragaluces, conos, pirámides o poliedros de torrecitas o de salientes ornamentales, contrastan con las formas irregulares de los árboles de los que la semejanza repetitiva evoca menos un plan que la coincidencia ciega que habiendo obtenido el resultado que le permite, estúpidamente, persistir, terca, se reproduce. Y por encima de todo, el cielo negro, de un negro reconcentrado, bajo, al que el resplandor de las luces, elevándose un poco por encima de la ciudad, no alcanza a iluminar. No se ve, desde luego, una sola estrella, y la capa de nubes que oculta al firmamento es demasiado oscura y pareja como para que algún reborde un poco más espeso sobresalga de la negrura introduciendo en ella algún accidente. Nada.