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Fue también en esta época heroica cuando el público soviético conoció a K. Ciolkovskij (1857–1935). En sus relatos de ciencia-ficción, la fantasía no ocupa realmente mucho sitio. Los personajes humanos son pocos, la acción nula. Todo lo más, se trata de sueños, monólogos en voz alta. De todas formas, sus páginas no merecen el olvido. Otro científico eminente, el académico Obrucev, también escribía relatos de ciencia-ficción por aquellos años. Obrucev fue geólogo, geógrafo y explorador. Destacó entre los más importantes de nuestro siglo. Sus obras literarias son más bien ingenuas, y, en ciertos aspectos, pueden recordar al americano Edgar Rice Burroughs, el inventor de Tarzán. Obrucev describe civilizaciones perdidas en tierras desconocidas o, a veces, en las entrañas de nuestro globo. Con ocasión de una reciente reedición de sus obras, Obrucev (que ha muerto en 1959, a los noventa y cinco años) escribió un prólogo, en el que admitía que la mayor parte de las hipótesis formuladas por él en aquellos libros habían sido desmentidas luego por el progreso científico. Sucede, con frecuencia, en la ciencia-ficción. Pero esto no quita nada al valor poético de la obra de Obrucev.

El final de la edad heroica vio nacer a un verdadero y completo autor de ciencia-ficción, un Julio Verne ruso. Su nombre es Alexandr Beljaev, muerto en 1941 dejando una cuarentena de novelas y un centenar de relatos. Es un escritor muy «verniano». Pero con una diferencia, Beljaev es menos materialista y racionalista que Julio Verne. Escoge temas como la telepatía y la levitación, y da de ellos explicaciones científicas o seudo científicas. Esta curiosa tendencia a un idealismo filosófico es, por lo demás, frecuente en la ciencia-ficción soviética; pero ya tendremos ocasión de volver sobre este punto. Representa, en mi opinión, una reacción contra el materialismo oficial y una manifestación, bastante elocuente, del espíritu de libertad de la fantasía científica. Beljaev ha tocado todos los temas de la ciencia-ficción, pero nunca el del viaje en el tiempo. También en esto tiene puntos de contacto con Verne. Como Verne, Beljaev vive, asimismo, en un universo newtoniano y considera al tiempo como una constante. Las mejores novelas de Beljaev son: Ariel, El salto a la nada, La estrella Kec, El maestro del inundo, El hombre anfibio y El último superviviente de la Atlántida.

Uno de los libros menores de Beljaev, La guerra en el éter, conoció un momento de celebridad, al saberse que el Pentágono estaba buscando un ejemplar a cualquier precio. Los estrategas americanos creyeron ver en él una anticipación de la derrota militar de Estados Unidos, victimas de un ataque de cohetes rusos apoyados por la aviación y las armas electrónicas. Pero La guerra en el éter termina con un brusco despertar del protagonista. Sólo ha sido un sueño, una pesadilla, y en el mundo de la realidad, las dos grandes democracias, URSS y USA, no corren ningún peligro de hacerse la guerra una a la otra. Esperemos que, en este punto, Beljaev se haya mostrado un buen profeta. De pasada, indiquemos también que esta conclusión imita la de La guerra infernal, de los franceses Giffardy Robida.

Como la obra de Julio Verne, la de Beljaev es extremadamente sólida. Anticipa poco, y de forma racional e inteligente. Se encuentran en ella pocos errores científicos.

Al igual que Verne, Beljaev se permite, a veces, asombrosas intuiciones poéticas. Fue, probablemente, el primer autor de ciencia-ficción que hizo resaltar que en la luna no hay noche, porque las rocas lunares remiten, por fluorescencia, la luz solar absorbida. Tal fluorescencia fue descubierta, efectivamente, más tarde. Políticamente se ha mostrado buen profeta, en particular en lo que concierne al nazismo en Alemania, En cuanto a los valores de estilo, la obra de Beljaev es sólo honesta. Pero ha provocado muchas vocaciones científicas por lo que merece ser considerada como uno de los fundamentos, una gran etapa de la ciencia-ficción.

Entre los grandes autores mundiales del género, sólo uno ha ejercido una influencia que pueda ser comparada con la de Beljaev: el americano Robert Heinlein. La vida de Beljaev fue un ejemplo de valor. Nació el 22 de marzo de 1884, en Smolensko. Soñó en ser el primer hombre que pudiese volar con alas propias, el primero capaz de construir una máquina volante cuya fuente de energía fuesen los músculos humanos. Los especialistas no han considerado una máquina volante de esa clase del todo imposible; se han realizado tentativas en Inglaterra y con cierto éxito. A los catorce años, Beljaev intentó el primer experimento, saltando desde el techo. Se rompió la columna vertebral. No se pudo levantar de la cama hasta 1922, y durante el resto de su vida llevó un chaleco ortopédico. Su enfermedad tuvo frecuentes recaídas y empeoramientos, pero eso no le impidió ser el primer director de un asilo de infancia; luego, inspector de policía, bibliotecario y consejero jurídico de un ministerio. A partir de 1925 se dedicó exclusivamente a la ciencia-ficción. Casi nunca salía, y trabajaba con una energía implacable. Murió de hambre durante la guerra, el 6 de enero de 1942. Se mantenía al corriente de todas las novedades científicas con admirable celo. No dudaba en inventar, pero siempre partiendo de datos exactísimos. En su novela El ojo submarino, aparecida en 1935, describe la televisión submarina con tal precisión, que algunas de sus páginas podrían muy bien haberse publicado en una obra de divulgación de 1960. En general, las novelas de Beljaev se desarrollan en nuestros días. Pero hay excepciones. Por ejemplo, El laboratorio W está ambientada en el año 2000, y en ella está descrita una de las posibles civilizaciones futuras de la ciencia-ficción. En el mismo libro se encuentran ideas notabilísimas sobre la posibilidad de una prolongación de la vida humana.

Es natural, por lo tanto, que Beljaev se interesase por la obra de Julio Verne. En efecto, fue él el primer traductor en ruso del relato, poco conocido, de Verne que se titula La jornada de un americano en el año 2889.

Bajo ciertos aspectos, algunos relatos de Beljaev recuerdan también la divulgación de la física hecha por el americano Georges Gamow. Igual que Gamow, Beljaev imagina una variación local de las leyes naturales: la velocidad de la luz disminuye, cambia el peso, un trozo de materia de una estrella blanca enana llega a la tierra. En conjunto, la obra de Beljaev merece, ampliamente, el esfuerzo de una traducción.

Aunque la obra de Beljaev sea válida en su conjunto, es difícil señalar una obra maestra entre sus novelas o relatos. Por el contrario, la novela de Jurij Dolguzin El generador milagroso merece ese título. Publicada en el suplemento de un periódico en 1949, fue reeditada en 1959, tras cuidadosos retoques realizados por el autor. El libro viene precedido de un prólogo, en el que el autor reivindica para el escritor de ciencia-ficción el derecho a crear pasados imaginarios y universos paralelos. La obra ha sido bien acogida por la crítica soviética. Y su lanzamiento no se ha hecho en una colección para muchachos, sino a través de la Casa Editorial Pedagógica, de seriedad reconocida.

El caso es sorprendente, porque la novela se apoya en argumentos netamente «idealistas». Trata, en efecto, de lo que los americanos llaman «parasicología» o, directamente, «psionica». El tema es el de la telepatía, o sea, el de la transmisión del pensamiento, el poder del pensamiento a distancia y hasta de la resurrección de los muertos. Aún más, la base intelectual de la novela reside menos en la ciencia-ficción que en la alquimia. Ciertas ideas sobre la vida de la materia podrían ser suscritas por alquimistas modernos, como Eugenio Canceliet o Rene Alleau. La novela tiene, además, características absolutamente extraordinarias, por la complejidad de la intriga, el nivel del «suspense», la descripción de los personajes. El estilo es notable. Se trata, pues, de una auténtica obra de arte de la ciencia-ficción, de una obra fundamental. El autor nació, en 1896, en el Caucazo. Su abuelo había sido un celebérrimo revolucionario, que murió en las prisiones del zar. Dolguzin combatió con los partisanos en la guerra contra los blancos hasta 1921. Empezó a escribir en 1925 y la primera versión de El generador milagroso lleva la fecha de 1936. Fue llamado a las armas en 1941. Cayó herido en 1942. En el hospital escribió un relato, Con un fusil contra los carros armados, que aquel mismo año obtuvo un premio literario. Terminada la guerra, se ocupó, principalmente, de divulgación científica, y se hizo célebre por dos libros de esta especialidad: En las fuentes de la nueva biología y En el corazón del mundo viviente. Lo que más impresiona en El generador milagroso es la enorme cultura del autor, tan a sus anchas en la electrónica como en la biología. Una cultura de esa clase falta en la mayor parte de los autores occidentales, Si el autor de El generador milagroso tuviese en su haber una obra conjunta más importante, seria, sin duda, un grande de la ciencia-ficción a escala mundial. Pero aparte de El generador milagroso, sólo nos ha dado hasta ahora un largo relato: El secreto de la invisibilidad. Demasiado poco para que sea posible incluir al autor en el grupo, por otra parte muy restringido, de los maestros de la ciencia-ficción. Sin embargo, esta calificación puede aplicarse con todo merecimiento a otro escritor, del que hablaremos ahora: I van Efremov.