– Método Obelix: encontrarás la referencia en cualquier biblioteca seria. Consiste básicamente en embestir a toda velocidad contra el enemigo.
– ¿Y eso funciona?
– A condición de que el embestido no sea mucho más grande que tú. El inconveniente es que nunca se sabe contra qué vas a chocar ni como aterrizarás, así que corres el riesgo de quedar tan fuera de combate como el contrincante. Aquella vez acabamos los dos inmovilizados en la enfermería. Y durante dos semanas no tuvimos otra cosa que hacer más que hablar. Empezamos insultándonos y terminamos revisando los postulados del pensamiento analítico.
– ¿Aún os veis?
– No mucho. Ahora es profesor de Ontología en la Universidad de Dublín, pero fundamos el Metaphisical Club y seguimos en contacto a través de la Red.
– ¿El Metafísical…?
– Club.
– ¿Filosofía?
– De primera calidad. Recién pensada.
Otra vez volvió a mirarme como a un Hemingway de trescientas páginas.
– ¿Sabes que eres un tipo muy raro?
– Creo que ya has expresado esa idea en algún otro momento.
– Seguramente, pero cuanto más te conozco más raro me pareces. Hay algo en ti de radical y a la vez algo de extraordinariamente convencional. Un poco como Ignacio, pero en otro estilo.
– Ya. Yo soy un borracho indecente y él es un exorcista respetable.
– No, es otra cosa… Por ejemplo: tú no pareces muy religioso.
– Pues lo soy, y muy devoto.
– No me lo creo. No te veo comulgando.
– Es que no soy católico. Soy egoteísta ortodoxo. Oye, ¿crees que tu amigo el exorcista nos serviría otra copa? Tanto hablar me seca la garganta.
– ¿Vamos a tomarla al salón?
Yo ya le había sacado a la entrevista todo el jugo y no tenía demasiado interés en alargarla, pero me parecía feo apremiar a mi acompañante para volver a casa justo después de cenar, así que pensé que no era mala idea empezar a emborracharme allí mismo y terminar a última hora donde Luigi. Nos levantamos de la mesa y pasamos a través de más cortinas de terciopelo azul hacia otro salón, éste con sillones, mesas bajas y una barra de bar con su coctelero distinguido gracias a la chaquetilla color cereza. Había también un pequeño escenario o pista de baile al mismo nivel del suelo, presidido por un piano de color negro. Estaba visto que The First necesitaba tener siempre un piano a mano.
Pedimos en la barra un Güisqui Sagüer y un Vichoff y nos sentamos por ahí a tomarlos. Lady First resultó del tipo de personas que, aunque no han viajado nunca, creen que hacerlo es tan enriquecedor, así que me infló a preguntas sobre mis experiencias pelando patatas, atendiendo gasolineras o pintando balaustradas para ganarme la vida donde Cristo perdió el gorro. Para cuando pedimos la segunda ronda había recuperado la actitud de niña Gloria que descubre en su cuñado descarriado al hombre no sólo inteligente (aunque no tanto como su Estupendo Marido) sino también bregado en mil aventuras. Traté de convencerla de que si de algo me sirvió andar vagando por medio mundo fue precisamente para descubrir que no valía la pena salir de los diez kilómetros cuadrados que rodean mi cama, pero se empeñó en tomarlo como una extravagancia derivada de mi mismo cosmopolitismo y no hizo ningún caso. En fin. Para acabar de empeorar las cosas, a las doce en punto apareció la cantante que parecía justificar la presencia del piano. Y digo empeorar porque resultó ser de ese tipo que me saca de quicio: dos tetas como dos soles y un culo lleno y redondo que le dibujaba silueta de violonchelo. Para colmo, al sentarse en la banqueta, el vestido subió rodilla arriba; y para alcanzar los pedales del piano separó un poco las piernas dejando adivinar ese delicioso centro de gravedad que tienen las mujeres y que tanto le gusta a mi hermano pequeño.
Empecé a notar una opresión en el diafragma y supe que no podía atender a ninguna otra cosa, así que cuando aquella máquina de perturbarme hizo la introducción del Dream a little dream of me a modo de calentamiento pensé que era momento de retirarse.
– Oye: qué te parece si vamos a tomar la última a otro sitio -le dije a Lady First.
– ¿Ahora mismo?
– Tengo ganas de estirar un poco las piernas.
– Bueno, si quieres podemos bailar…
Cielo santo: bailar.
– Imposible. Padezco hipocondría intercostal.
– ¿Qué?
– Una extraña dolencia ficticia que me impide bailar en absoluto.
No me oyó porque yo ya me estaba levantando (tuve que recolocar a mi hermano pequeño antes de hacerlo), pero no parecía muy inclinada a llevarme la contraria y me imitó. Yo ya salía hacia el vestíbulo procurando no mirar hacia el origen de mis desvelos, pero Lady First se paró ante el piano e intercambió besos con la pianista, que aún andaba arpegiando séptimas mayores antes de arrancarse con el tema. Evidentemente eran amigas. Incluso, a una señal de Lady First hacia mí, la tipa se volvió a mirarme.
Sonrió; sonreí; hizo una caída de ojos que le dio oportunidad de pasar la mirada por todo mi yo; volvió a atender a Lady First. Durante unos segundos tuve un flash: la sala está vacía, sólo ella y yo; voy hacia el piano, le doy un mordisco en ese cuello expuesto que le deja el peinado alto; a ella se le eriza hasta la punta de los zapatos; me arrodillo ante la banqueta, le descubro las tetas, jugueteo con el hocico sobre ellas; empiezo a trabajarle la entrepierna, la delicada piel interna de los muslos; ella pierde la cabeza, y cae hacia atrás, y ya no sabe cómo levantarse el vestido muslos arriba…
Llegó Lady First y tiró de mí para irnos cuando ya estaba a punto de bajarme los pantalones. La cuenta fue de treinta y cinco mil incluidas las copas. Dejé cincuenta para que don Ignacio viera que yo también puedo ser generoso con el dinero de mi Estupendo Hermano y salimos al fin de allí.
Calle. Noche, luna, etcétera.
– ¿Adónde te apetece ir?
– No sé. Le he dicho a Verónica que volvería sobre la una y son casi las doce y media. ¿Quieres subir a casa y tomamos algo allí?
Bueno, eso podía abreviar el trámite. Pregunté si habría que acompañar a la canguro a su casa pero resultó que era vecina del mismo edificio. Al llegar nos la encontramos mirando un documental del National Geografic. Hay que joderse con las nuevas generaciones: en cuanto se quedan solos se apalancan a comer frisquis mojaos en leche y se quedan traspuestos con la polinización entomófila en Bora-Bora. Y aún suerte que ésta no tomaba apuntes. En fin, las dejé a las dos ultimando detalles domésticos para el día siguiente y salí a la terraza con los restos de la botella de Havana que había dejado sin terminar en mi primera visita. Bonita vista. Estaba aún perturbado por la pianista y me apetecía horrores hacerme una paja cuanto antes, pero llevaba ya el suficiente alcohol en el cuerpo como para empezar a despegar. Barcelona exhalaba sus primeros humos de verano, súbete a Colón, su-be-te a Colón. Volvía a tener ganas de cantar. Esta vez lo hice: súbete a Colón, sube-te a Colón, sin ningún miramiento hacia lo que pudieran pensar Lady First y Verónica. «Etología humana: Lección 1: dado un hombre borracho y traspasado de amor en un octavo sobre la calle Numancia, el hombre canta.» Súbete a Colón, su-be-te a Colón.
Poco más recuerdo con precisión de aquella noche. Sé que me despedí apresuradamente de Mileidi, que hice parada en el Grupeto para tomar un Vichoff de refuerzo y que seguí camino hasta donde Luigi. Sé también que bebí todo lo que pude y que intenté cantarlo todo desde Jorge Negrete hasta nuestros días; recuerdo al Roberto haciendo la segunda voz de las rancheras, a Leoncio y Tristón volteando sus gorras de plato y al Luigi amenazando con llamar a la Guardia Urbana si no dejábamos de escandalizar. Llegué a casa en el coche patrulla de Leoncio y Tristón
– De piedra ha de ser la cama / de piedra la cabecera.
No acerté a pulsar el botón del ascensor, subí hasta el entresuelo a cuatro patas por las escaleras, soy consciente de haberme reído de mí mismo por ello, Magulla Gorila gateando hasta su tienda de animales. Lo que no me explico es cómo logré meter la llave en la cerradura, pero debí conseguirlo.
LOS ÁCAROS DE LAS PESTAÑAS
Me gustaría poder decir que esa noche se me apareció la Virgen, pero temo se me anote al debe la denominación mariana. Pongamos que se me apareció una Deidad Femenina versión 3.0 con escafandra autónoma y traje presurizado, pero a todos los efectos era la Virgen María, uno reconoce el arquetipo aunque no lleve tules. Posó su mano enguantada en mi frente y sonrió tras el visor. Jovencísima; tan joven y ya Virgen María, pensé: ni siquiera veinte años. Noté un fluir balsámico, fresco; mi aliento se sincronizó con el sonido de su aparato de respiración -nada que ver con Darth Vader: un soplo exquisitamente perfumado-; la cama dejó de moverse, la habitación detuvo su oscilar insensato, todo se hizo confort y calma. Debió de ser el alba. Después pude dormir profundamente. Fue una experiencia intensa, pero no quiero insistir en ello porque está mal visto tener relaciones privilegiadas con la divinidad.
A las siete de la tarde abrí los ojos, plock: eso aseguraban las manecillas del despertador. Lo primero, me pasé el escáner para valorar los daños. Con el tiempo he llegado a clasificar las resacas en varios grupos; está la resaca-martillo, la resaca-paliza, la extraña-resaca o la resaca-inexistente -cito de memoria-, aunque generalmente se presentan combinadas en síndromes tipo martillo-seco o extraña paliza-inexistente. Bueno, pues ésta era nueva, de una rara indulgencia, seguramente las doce o catorce horas que llevaba dormidas habían difuminado los efectos más desagradables. Pude incluso entretenerme en ir a por el mocho y recoger el charquito de alcohol con grumos de changurro y tropezones de cebolla picada que se extendía por el suelo. Mis Estupendos Nuevos Zapatos habían recibido una de las bocanadas más imperiosas y las sábanas estaban también afectadas, así que era un buen momento para cambiar la ropa de la cama, algo en su apresto amarillento sugería la conveniencia de tomar medidas drásticas. Todo eso hice antes siquiera de amorrarme al grifo de la cocina. Preparé café, fumé un par de porros; resignado ya a la obsesión higiénica me afeité y duché y al terminar se habían hecho las nueve menos diez en el reloj de la cocina. Hambre, mucha hambre. La idea de que estaba en reserva, quemando la grasa que forma parte de mi ser más íntimo, me alarmó un poco y corrí a la nevera en busca de algo que pudiera detener el proceso de adelgazamiento. Destripé un sobre de salchichas de fránfur envasadas al vacío y me comí la mitad de ellas a dos carrillos. Por lo demás estaba limpio y afeitado y disponía de ropa en abundancia -esta vez me decidí por estrenar la camisa jaguayana-, así que no tardé mucho en estar listo para salir de casa.