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– Mira…, mírame las tetas. Quiero que me las toques. Se me alborotó el pájaro, no pude evitarlo.

– Venga, dime por dónde he de subir que me he puesto cachonda.

Yo estaba completamente incapacitado para pensar con normalidad. Debería haber dicho que no, de plano, pero daba gloria ver aquellas tetas. En lugar de eso me puse a balbucear:

– Jura: jura o promete por tu honor que nunca después de esta noche darás un sólo paso para volver a verme.

– ¿Qué…?

Bah, a la mierda. Le indiqué desde arriba el paso hasta el lado opuesto de la terraza, donde hay una escalerilla por la que se puede subir sin riesgo de ser visto desde el salón. Ella volvió a esconder sus dos tesoros bajo el vestido, ganó peldaños sin hacer mucho ruido y la recibí con los brazos abiertos. Al primer arrimo franco se me puso la bragueta como la pirámide de Mikerinos; ella arrimó el pubis, notó el bulto, se desembarazó de mis brazos y tiró de mí hasta el trozo de fachada ciega que daba a los lavabos. Me plantó contra la pared de un empujón, me dijo que me estuviera quieto y empezó a desabrocharme el cinturón. De pronto pareció no poder contenerse y me echó la palma de la mano a la bragueta, como calibrando lo que podía encontrarse dentro. Después bajó la cremallera, metió la mano y trató de asir la protuberancia por encima de los calzoncillos. Tarea difícil. Se lo pensó mejor, se agacho ante mí y forcejeó hasta dejarme con los calzoncillos bajados y los faldones de la camisa colgándome. Su jadeo se tranquilizó un poco cuando, apartando el telón de la camisa, quedó a su vista mi aparato genital en posición de ataque. Lo contempló un momento y después me asió el rabo con toda la manaza.

– Bueno, no es como para tirar cohetes, pero habrá suficiente -dijo, cosa que me dejó un poco más tranquilo, no sé, al menos «suficiente».

La cosa es que de repente noté un calorcillo suavón, inconfundible, y al bajar la vista me la encontré amorrada al recién aprobado. No hay manera: en cuanto te descuidas, estas tías progres se lanzan a comerte la polla.

– No, déjalo… -dije.

Ella puso cara de extrañada, mirándome cipote en mano.

– ¿No te gusta?

– No mucho. Ven, ponte de pie.

El chupeteo me había echado un poco atrás e hice tiempo levantándole la falda del vestido para palpar aquí y allá. «¿Qué es lo que te gusta?», preguntó. «Esto que tienes aquí», contesté, habiendo ganado ya terreno suficiente como para señalar con toda precisión. Ella levantó un muslo, apoyando la rodilla en la pared de mi espalda, y dio lugar a que pudiera levantar el ruso de las bragas y colar el dedo corazón por la grieta que quedaba. Agüita pura. Se puso a besarme toda la cara, agradeciéndome aquel caudal como si el mérito fuera mío. Chorros francos. Sifón. Niágara. «Métemela», dijo, y a mí me pareció que la propuesta era oportuna. Le levanté aún más el vestido, bajé las bragas con la mano hasta que ella pudo sacar un pie, y la invité con el gesto a montarse con los muslos sobre mis caderas. Lo hizo; pesaba; no pude alzarla lo suficiente y se me quedó la verga aplastada a lo largo de su entrepierna peluda y empapada como una nutria enfebrecida. Había que girar, girar ciento ochenta grados y apoyarle la espalda contra la pared, si no, no habría manera de completar la maniobra. Lo conseguí con tres saltitos con los pies juntos, y cuando terminamos de acomodarnos contra la pared en un desorden de prisas y suspiros, no hice la más mínima intención de contenerme: fueron sólo unas pocas entradas profundas que ella subrayó pronunciando la letra O y, de pronto, ya me temblaban las piernas bajo el peso de su cuerpo aferrado a mí como una higuera trepadora. Quise aguantar la posición dejando que ella siguiera corriéndose a chorritos cortos con aquellos deliciosos espasmos, pero sólo pude dejarla refrotarse a gusto unos segundos: no me tenía derecho, mi picha y yo habíamos sido reducidos a una misma materia inconsciente y todo yo era una pena de gigante con los pies de barro.

– Perdona, pero tengo que bajarte porque se me van a doblar las piernas y nos vamos a romper la crisma.

Debí decirlo tan serio que a ella le dio la risa. Lo que faltaba. Las pocas fuerzas que a mí me quedaban no eran suficientes para alzarla a pulso, necesitaba su colaboración, de lo contrario se iba a rasgar todo el vestido contra el estucado basto del muro. Ella seguía riéndose y a mí se me contagió un poco, así que nos fuimos escurriendo hasta quedar semicaídos en una posición difíciclass="underline" yo con los calzoncillos a media asta y ella con las faldas subidas y las bragas colgando de un zapato.

Lástima de foto.

– Oye, no me he puesto condón -dije, cuando logramos recuperar cierta verticalidad y, con ella, la dignidad necesaria para decir algo coherente.

– Da igual. No me voy a quedar embarazada, seguro.

– ¿Y el sida, y tal?

– No te preocupes, normalmente siempre uso condón. Lo de hoy ha sido una excepción.

– No, si lo digo por ti: es que soy bastante promiscuo.

– ¿Y cuando eres tan promiscuo usas condón?

– Sí: siempre.

– Entonces…

Bué.

– Oye, tengo un capricho.

– Qué.

– Me gustaría verte las tetas. Al final no te las he visto de cerca.

Se enrolló y me dejó vérselas. Me las mostró incluso con orgullo. Tomé la derecha sobre mi mano y la besé, tomé la izquierda y la besé también, después la ayudé a ponerse bien los sujetadores y entonces fue ella la que me depositó un beso transversal sobre el bigote de Errol Flynn. Es una pena que yo sea básicamente soltero porque la vida de pareja tiene cosas bonitas, como cuando los chimpancés se despiojan mutuamente y tal.

– Oye, ¿sabes que hasta te encuentro tierno? -dijo, mientras terminaba de recomponerse la indumentaria.

– Pues no me conviene que se sepa.

– Yo no pienso decírselo a nadie.

– Bueno, de todas formas no iba a ser fácil que te creyeran.

Seguían temblándome las piernas como si las tuviera de gelatina. Ella dijo que le iría bien pasarse por el lavabo y le pedí que me siguiera por la parte alta de la terraza hasta entrar por mi habitación. Le indiqué la puerta del baño.

– Debe de haber toallas en algún armario. Debajo del lavabo, me parece.

La dejé tras la puerta y busqué un sitio donde sentarme a fumar un cigarrillo tranquilamente. Lo encontré sobre mi vieja cama, y fue entonces cuando caí en la gravedad de mi transgresión. Y caí porque de pronto me encontré a mí mismo deseando volver a besarle las tetas a aquella advenediza que andaba cacharreando en mi cuarto de baño; sí: mi cuarto de baño, al fin y al cabo. Ir de putas es una cosa: en cuanto tienes ganas de volver a besar a la de turno el taxi te ha situado a dos kilómetros del lugar de los hechos y no hay riesgo de sucumbir a la tentación, pero este individuo, este hermoso individuo al que me moría de ganas de volver a sostener en ese delicuescente abandono que me chorreaba por los huevos -todavía notaba el cosquilleo de una gota detrás del escroto, tuve que darme un meneo en el paquete para enjugarla en el algodón de los calzoncillos-, iba a salir del baño de un momento a otro, y yo…, yo no podía permitirme el lujo de exponerme a su presencia.

Así que fui a esconderme a la vieja habitación de mi Estupendo Hermano.

Estaba vacía. The First va a todas partes con todo su pasado a cuestas, piano incluido. Pero quedaba la cama. Y me eché un momento confiando en que enseguida se me pasaría el tembleque.

BIENVENIDO, SEÑOR CÓNSUL

Dormido sobre la vieja cama de The First, me molestaban los zapatos -cómodos pero al fin y al cabo nuevos, casi lo peor que pueden ser unos zapatos-, y me pasé el poco rato que duró aquella siesta extemporánea soñando que flotaba sobre la corriente plácida de un río de aguas turbias, sentado a horcajadas en un tronco y con las piernas hundidas en el caudal. Entonces empezaban a llegar las pirañas: diminutas pirañas con dientecillos de borzog. La cosa es que al despertar me di cuenta de que había dejado la colcha hecha un asco, arrugada y sucia por el roce agitado de los zapatones.

El cielo visto desde el ventanal que daba a la terraza era nocturno. Entré en el baño. Nada más bajarme la bragueta para mear, una reminiscencia me llegó a las narices y me retrotrajo a la reciente escena de la terraza: olor a ella, mezclado con el de su perfume, supongo que algo también de mi propio olor, más difícil de identificar por ser tan conocido. Zas: erección de adolescente. Qué endemoniadamente bien huelen las mujeres, nada hay que pueda comparársele, quizá sólo el regusto de una buena pipa, delicioso y sutilmente acre. «El Tarro de las Esencias», titulé, en un arrebato lírico. Desde luego aquella línea de pensamiento no era la más propicia para que cediera la erección y, por mucho que traté de ganar ángulo de tiro, acabé meando toda la tapa del váter. Me negué, por supuesto, el placer de hacerme una paja rememorando el episodio: cometer un error es humano, pero cometer dos seguidos empieza a ser sospechoso. A cambio, me remojé la polla con agua deliberadamente fría a modo de penitencia. Aquello me aflojó la trempera pero no me libró del zumo de ella, ya reseco, que me acartonaba la pelusa de los huevos. No me gustan esos aparatos, pero no tuve más remedio que sentarme en el bidet y hacerme un lavaje más detenido. Mientras duró la maniobra, avergonzado por el gravísimo desacato a una norma fundamental de mi código de supervivencia, me puse a silbotear cualquier cosa para disimular. A menudo disimulo ante mí mismo: silbo, tarareo, me hago el sueco. Pero lo peor estaba aún por llegar: la prueba de fuego iba a ser encontrarme otra vez con ella. No me acordaba de cómo había que tratar en sociedad a una mujer con la que acaba uno de echar un polvo, ¿debía mostrarme especialmente amable, atento, solícito?, ¿cruzaríamos miradas de complicidad?, ¿nos rozaríamos los codos en la mesa?, ¿tendría que llevarla al cine los domingos? Me invadió el pánico escénico y a poco me largo de allí sin despedirme. Pero no lo hice. «Ahora jódete y apechuga», me dije, y abandoné los aposentos de mi Estupendo Hermano camino de la planta baja.