La costumbre en casa es tomar la segunda ronda de licores en el salón y todavía estaban todos sentados a la mesa, así que no debía de haber pasado mucho rato durmiendo. Bueno, en realidad estaban todos menos Ella.
– Pablo José, hijo: ¿dónde te habías metido?
– En mi habitación. He entrado un momento y me entretenido mirando mis cosas. Hacía años que no… veía… mis cosas.
Demasiadas explicaciones. Miento mal muy pocas veces, pero cuando me ocurre resulto un desastre, no hay nada más chirriante que el fiasco de un experto. En cualquier caso, siempre que no haya dinero de por medio, la gente se deja engañar con relativa facilidad.
– Pues Carmela acaba de marcharse. Tiene una actuación a las diez y se le hacía tarde. Me ha pedido que la despida de ti.
– Ah…, bien.
– Ha estado un buen rato sola en la terraza… Ni siquiera has tomado café con ella.
Mi Señora Madre se dirigía a mí pero haciendo partícipes del diálogo al resto de los contertulios, de modo que consiguió que la conversación anterior a mi llegada -si es que la hubo- quedara definitivamente abortada. Su tonillo vacilaba entre el reproche y la picardía, actitud que se reflejaba también en las otras siete caras que poblaban la mesa. Estaba visto que no iba a librarme de la sesión.
– ¿ qué, Pau, com va la feina?…
Ése era tío Frederic el Convergente, que no soporta que lo llamen Federico pero que siempre me llama Pau. Lo habitual es que empiece con una pregunta inocente y termine tentándome con vacantes directivas en institutos oficiales de nomenclatura inaudita (siempre previa filiación a la cosa nostra, por supuesto). Durante años no supe cómo interpretar esa insistencia absurda, pero acabé comprendiendo que aquellas ofertas descabelladas eran sólo una forma velada de burla.
Contesté a la pregunta con todo el laconismo del que soy capaz, por ver si se podía capear a palo seco. Pero nanái: tratando de fachear terminé por encapillar olas por popa, y tío Félix, aproximándose a sotavento con la artillería armada, no me dio tiempo a poner la amura de través.
– Lo que tendría que hacer es buscarse una novia y casarse. Seguir soltero a su edad no puede ser sano.
Sentenció vuecencia el general. Por lo menos se abstuvo de puntualizar con un «¡Ar!» el consejo, con la edad va perdiendo aire marcial. Pero el fuego cruzado se prolongó durante un rato, y en la parte baja de mi arrufo empezó a acumularse agua. De momento no solté trapo, pero comoquiera que SP entró también en acción, no tuve más remedio que darle aire a tormentín y foque, y para cuando mi Señora Madre se unió al coro yo ya había soltado la escandalosa y estaba dispuesto a correr el temporal cargando jarcias. Incluso la candidata a Estupenda Suegra se metió en el ajo; sólo tía Asunsión y el Padre de la Novia me dejaron tranquilo, aunque sin hacer tampoco nada por ayudar. Tía Salomé, como de costumbre, fue la más difícil. Se empeñó, con ese aire de inteligencia tan característico de los aficionados a la divulgación científica, en saberlo todo acerca de mis «desengaños amorosos». Se conoce, a la luz del saber de tía Salomé, que mi evidente misoginia sólo encontraba explicación en la reacción neurótica ante una precoz frustración de índole sentimental. Tanto insistió que terminé por soltarle los brioles a la gavia de mesana y le hice notar, con prosopopeya que no podría reproducir ahora, que quizá el mío no fuera un caso de misoginia sino de lata misantropía. Ni por estas: cuanto más teorías científicas colecciona la gente más le cuesta usar el sentido común. Tanto daba, la cuestión es que había terminado el café y por tanto quedaba cumplida la cortesía exigida a toda cena familiar. Logré despedirme con los consabidos besos y apretones de manos, y mi Señor Padre, en un gesto con escasísimos precedentes, se empeñó en acompañarme a la puerta. Ya me esperaba algo así, no sé, que buscara la oportunidad de rematar la conversación interrumpida en la Sección de Arte Contemporáneo. Pero en aquel momento yo le guardaba rencor y me mantuve a distancia. Había sido muy feo que justo después de habernos sincerado ante el cuadro se hubiera metido conmigo en la mesa; compinchado, para mayor agravio, con dos de nuestros peores enemigos comunes. SP es una plasta, pero tengo que reconocer que en general lo enaltece cierta nobleza de carácter, así que atribuí su falta de fair play a las veleidades que comporta la edad. Sin embargo, me quedó una pizca de resquemor.
– Espera, tengo que cambiarme de ropa. He dejado mi camisa en tu vestidor.
– No te olvides de llevarte también esa chaqueta.
– Lo siento, si quieres librarte de ella tendrás que incluirla en el testamento, con los veinticinco mil millones que me tocan.
El pobre viejo no recordaba qué había hecho mal y no entendió a qué venía mi displicencia, pero hizo una mueca que contenía algún trazo de sonrisa, como celebrando por cortesía una broma que en realidad se le escapaba. He llegado a pensar que algunas veces soy demasiado duro con él, seguramente porque soy un sentimental y un blando: eso es lo que soy. Entré en la cocina a despedirme de la Beba y al volver al corredor casi me dio pena verlo allí esperándome, patéticamente aferrado a sus muletas. Hasta le di un palmetón reconciliatorio en el hombro, no muy fuerte, para no desequilibrarlo:
– Cuídate -le dije.
– Cuídate tú. Ya no te pido que pases por aquí, pero llama al menos por teléfono. Y no se te ocurra decirle una palabra de este asunto a tu madre.
Me metí en el ascensor sintiéndome absurdamente culpable de algo y pensé en qué podía hacer para sacudirme el mal rollo. No me apetecía emborracharme -sólo me emborracho a gusto cuando soy completamente feliz-, pero no se me ocurría qué otra cosa podía hacer con mi cuerpo mortal. Sólo al encontrarme al volante de la Bestia entendí que iba a dedicar las próximas dos horas a batir récords de velocidad. Enfilé la Diagonal camino de la A7 sin perder de vista el retrovisor. Paré en la gasolinera de Molins de Rei para que Bagheera abrevara a sus anchas antes de emprender el desmarque. Salió también de la vía tras de mí un Opel Kadett blanco, un modelo GSI anticuado. Pedí que me llenaran el depósito y entré en la tienda a por tabaco. Uno de los dos tipos que iban en el Opel entró también y compró una botella de agua. Unos treinta años, aspecto algo rudo pero nada facineroso; evitó cuidadosamente mirarme a la cara. Me pasé por el lavabo y al salir estaba aún el Opel, con el tipo rudo fingiendo que comprobaba la presión de las ruedas. Se incorporaron de nuevo al tráfico poco después de hacerlo yo, los vi por el retrovisor, y rodé un buen rato a menos de cien sin que me adelantaran. Ya no había duda de que eran los tipos contratados por SP para que me siguieran, pero lo iban a tener peor que crudo.
Una hora y media después, absorto en la delicia de redibujar la autopista, me encontré de pronto con las cúpulas del Pilar y tuve que hacer un cambio de dirección de regreso a Barcelona.
Me preocupaba hasta qué punto el seguimiento al que me había sometido SP era detallado. Aparte de las simples cuestiones de pudor, ¿me habrían visto haciendo guardia nocturna en la calle Guillamet, metido en la Bestia con la Fina?; y si era así, ¿cómo lo habrían interpretado?: ¿habrían adivinado mi interés en el número 15? Había miles de circunstancias que ignoraba.
Ahora sé que hacía bien en seguir dándole vueltas al asunto, pero en aquel momento me sentí ridículo: evidentemente a The First lo habían secuestrado para pedir un rescate: era sólo cuestión de horas que alguien se pusiera en contacto con SP. Pero aun así, me acercaba ya de regreso a Barcelona dando un rodeo para entrar por la Meridiana, cuando decidí pasarme por Jenny G. Estaba claro que la idea tenía que ver con mi reticencia a dar la aventura por terminada, pero me engañé a mí mismo aceptando que sólo pretendía celebrar la resolución del misterio y despedirme a lo grande de Bagheera y la tarjeta de crédito. Pronto sería de nuevo Pablo Baloo Miralles, peatón sin blanca. Y entonces caí en la dolorosa constatación de que entre vivir para siempre en Internet y el efímero placer de conducir en vida un Lotus Esprit, prefería sin duda el Lotus. Pero era ya demasiado tarde para cambiar de vida.
Bajé por Villarroel y encontré un parquin que prometía por medio de un cartelón amarillo estar abierto toda la noche. Me metí en él y desde allí mismo tecleé en el teléfono móvil de The First el número conveniente. El reloj de la pantalla digital daba las tres y cuatro minutos de la madrugada.