El conjunto tenía auténtica calidad pictórica, como uno de esos cuadros renacentistas en los que todo el mundo parece haberse quedado congelado alrededor del centro de la composición. A lo más, alguien se atrevía a mover el brazo para llevarse el cigarrillo a la boca, o los ojos para cambiar momentáneamente el centro de atención de uno a otro de los oficiantes. Lo peor era que se respiraba una tensión insoportable, como si todos estuvieran esperando a que se dilucidara el tanto para ponerse a aplaudir. Eso me daba un especial mal rollo y busqué consuelo en mi Havana, pero el tintineo del hielo rompió por un instante la concentración de la joven de ojos azules y estuvo a punto de producirse un cataclismo, un desequilibrio fatal del sublime montaje. Cayeron sobre mí varias miradas reprobatorias, empecé a sentirme ridículo -sí: yo-, con mi camisa chillona y mis exabruptos de neófito, y busqué alguna complicidad en la mirada de Beatriz. Afortunadamente la encontré: estaba tan pendiente de mí y de mis reacciones como de lo que ocurría a nuestro alrededor. Puse cara de dar aquello por visto y reanudamos la marcha por el siguiente lado del cuadrado.
– Oye, la moqueta de esta planta me da dolor de cabeza -dije.
– Ya nos vamos.
Parecía divertirle mi incomodidad. Aligeramos el paseo, pero aún se detuvo un momento ante una hilera de tres diminutas habitaciones delimitadas por paredes de cristal y ocupadas casi completamente por una cama grande. Dos de ellas estaban vacías, pero en la otra una pareja joven, completamente desnuda -creo que fueron las únicas personas que vi completamente desnudas, los demás lo estaban siempre a medias-, copulaba con ese espíritu gimnástico de las películas porno con banda sonora maquinorra, chump, chunga-bum, chump, chunga-bum.
– Esto es lo que yo llamo el Escaparate -dijo Beatriz, señalando aquella especie de acuario.
– Éstos parecen profesionales.
– Puede que lo sean. Una vez vi metido en una de estas a Rocco Sifredi. Vino a Barcelona por el festival de cine erótico.
– Ya. ¿Oye, y te conoces todo el infierno?
– Bueno, hay zonas con las que no he podido. Hieren mi sensibilidad. No soporto el mal olor, por ejemplo, y tampoco me gusta nada ver sangre. ¿Quieres que bajemos un poco más? La siguiente planta todavía es tolerable.
– Me apetece más tomar un poco el aire.
– Muy bien. Entonces vamos arriba.
Estábamos ya lejos de la galería central, de regreso a la zona de ascensores, pero hicimos otra parada en unos lavabos para meternos la segunda raya. Naturalmente ya no le valía el billete de antes y me pidió otro.
– ¿Qué hay en las plantas altas?
– El cielo.
– Ya, pero qué hay.
– Si el infierno es la tierra, la materia, la carne, puedes suponer que el cielo es el aire, la mente, el espíritu. Abajo vas a satisfacer el cuerpo, arriba a reconfortar el alma. Hasta el segundo piso todavía hay contacto físico, pero a partir del tercero nadie se toca, todo lo más se habla.
– Y en el séptimo hay terapia de grupo y un confesonario.
– Bueno, no exactamente.
– ¿Y a qué planta vamos?
– Al ático.
– Guau.
– No creas, los extremos se tocan. Lo más alto y lo más bajo se comunican directamente con la ciudad. La realidad es el cielo y es el infierno. Pura alegoría, como ves.
En efecto, el último piso estaba ocupado por una especie de snack central rodeado por un solárium que mostraba de nuevo la ciudad. Todavía era oscuro, debíamos estar en algún momento entre las cinco y las seis de la mañana. El aire se me antojó puro y limpio, lo aspiré bien hondo -Beatriz también lo hizo- y nos sentamos en una mesa de la desolada terraza esperando que se acercara algún camarero. Beatriz quiso otro Campari y yo me decidí por una botella de vodka helado y un vaso largo con hielo. Me tragué casi sin respirar la primera medida hasta el límite de los cubitos y, sacudido de pies a cabeza por el escalofrío, seguí a tragos cortos desde ahí. Mientras, a Beatriz le dio por teorizar. El Bosco, Goya, el Golem, Guy de Maupassant, las brujas de Baroja, Nietszche, los Cantos de Maldoror…, una empanada de referencias cuyo denominador común trataba de postular confusamente a base de ideas que la conducían invariablemente a otro universo: Fausto, Fredy Krugger, Dorian Gray y vuelta a empezar.
– Oye, ¿tú eres puta? -le pregunté cuando empecé a hartarme de tanta cultura.
– ¿Perdona?
– Que si eres puta…, prostituta…
– ¿Por qué lo preguntas?
De repente se me había ocurrido una idea un poco loca.
– Nada, curiosidad. Pensé que esto era un burdel.
– Pues no exactamente.
No supe si la negativa era por lo del burdel o por su condición de prostituta, pero me dio igual.
– Verás, te voy a ser franco… Soy detective privado. Ando buscando a alguien por encargo de su familia y es posible que tú puedas facilitarme alguna información. A cambio de una pequeña retribución, por supuesto.
– Lo sabía.
– ¿El qué?
– Que eras detective. Me lo pareció en cuanto te vi.
¿Noté una leve ironía?
– Pues pensé que no se me notaba.
– Das el perfil. Y además soy buena psicóloga.
– Excelente, ya lo veo… Oye, antes has dicho que conocías a los habituales del lugar…
– A casi todos los que se dejan ver por el bar. Pero no quiero líos.
– No pretendo meterte en ningún lío. ¿Te dice algo el nombre de Sebastián Miralles?