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Resultó que sí. Lo contó todo, una versión comprimida, pero los hechos estaban allí, hasta la desagradable escena de la playa. Georgie estudió la determinación que reflejaba su mandíbula y se acordó de los letreros de los extraordinarios héroes de las películas que colgaban de la pared de su despacho.

Los paparazzi estaban más acostumbrados a las mentiras que a la verdad, así que no se creyeron nada de lo que Bram les contó.

– Nos estás tomando el pelo, ¿verdad?

– Nada de tomaduras de pelo -contestó él-. A Georgie le ha dado por vivir una vida honesta. Demasiada Oprah.

– Georgie, ¿has obligado a Bram a contar todo esto?

– ¿Os habéis separado?

Atacaron como los chacales que eran y Bram los hizo callar a gritos.

– De ahora en adelante, lo que os contemos será la verdad, pero podéis estar seguros de que no os contaremos nada que no queramos contaros. Aunque tengamos que promocionar una película y necesitemos publicidad. En cuanto al futuro de nuestro matrimonio… Georgie está decidida a darme la patada, pero yo la amo y estoy haciendo todo lo que está en mi mano para que cambie de opinión. Esto es todo lo que os vamos a contar de momento. ¿Entendido?

Los paparazzi se trastocaron, se empujaron y se dieron codazos como locos. De algún modo, Bram consiguió abrir una brecha entre la multitud para poder pasar. Bram la sostenía con tanta fuerza que los pies de Georgie se levantaron del suelo y perdió una zapatilla. Los aparcacoches del restaurante consiguieron abrir la puerta del de Bram y Georgie subió.

Bram puso en marcha el motor y estuvo a punto de llevarse por delante a dos fotógrafos que se habían echado sobre el capó.

– No quiero oír ni una palabra más acerca de motivos ocultos. -Su expresión ceñuda y su voz entrecortada no dejaban lugar a discusiones-. De hecho, ahora mismo no quiero hablar de nada.

A ella ya le pareció bien, porque no se le ocurría nada que decir.

Un convoy de todoterrenos los siguió de regreso a la casa. Bram cruzó la valla, condujo hasta la casa y frenó a fondo antes de apagar el motor. Su pesada respiración llenó el repentinamente silencioso interior del coche. Abrió la guantera y sacó un DVD.

– Ésta es la razón de que no pudiera ir a verte antes. No estaba acabado. Tenía pensado llevártelo esta noche. -Dejó el DVD en el regazo de Georgie-. Míralo antes de tomar más decisiones importantes sobre nuestro futuro.

– No lo entiendo. ¿Qué es esto?

– Supongo que podrías decir que se trata de… mi carta de amor por ti. -Y salió del coche.

– ¿Tu carta de amor?

Pero él ya había desaparecido por el lateral de la casa.

Georgie contempló el DVD y se fijó en el titular escrito a mano.

SKIP Y SCOOTER

«Bajo tierra»

Skip y Scooter había acabado en el episodio 108, y la etiqueta del DVD indicaba que se trataba del episodio 109. Georgie apretó el DVD contra su pecho, se quitó la zapatilla que conservaba y corrió descalza al interior de la casa. No tenía suficiente paciencia para manejar el complicado equipo de la sala de proyecciones, así que subió la carta de amor videográfica al piso de arriba y la introdujo en el reproductor del dormitorio de Bram. Se sentó en mitad de la cama, rodeó sus rodillas con un brazo y, con el pulso acelerado, presionó el play.

Fundido de dos pares de pies pequeños caminando por una extensión de césped de vivo verde. Uno de los pares está formado por zapatos negros de charol y calcetines blancos con volantes. El otro, por lustrosos zapatos de cordones para niño que rozan con los bajos de unos pantalones de vestir negros. Los dos pares de zapatos se detienen y se vuelven hacia alguien que camina detrás de ellos. La niña pequeña gimotea.

– ¿Papi?

Georgie se abrazó.

El niño dice con voz potente:

– Dijiste que no llorarías.

La niña suelta otro gemido.

– No estoy llorando, pero quiero ir con papá.

Un tercer par de zapatos entra en escena. Unos zapatos negros de hombre.

– Estoy aquí, cariño. Tenía que ayudar a la abuela.

Georgie se estremeció mientras la cámara subía por unos pantalones negros de vestir hasta la mano de largos y cuidados dedos del hombre, que llevaba una alianza de platino.

La mano de la niña se desliza en la mano del hombre.

Aparece un primer plano de la cara de la niña. Tiene siete u ocho años. Es rubia, de cara angelical, y lleva un vestido de terciopelo negro y un fino collar de perlas.

La cámara se aleja. El niño, más o menos de la misma edad que la niña, coge la otra mano del hombre con expresión solemne.

Una toma más amplia muestra, de espaldas, al alto y esbelto hombre y a los dos niños avanzando por el cuidado césped. Aparece un árbol, una extensión de césped mayor y más árboles. Una especie de piedras. La toma se amplía más.

No son piedras.

Georgie se llevó los dedos a los labios.

¿Un cementerio?

De repente, la cara del hombre ocupa toda la pantalla. Se trata de Skip Scofield. Más mayor, más distinguido y perfectamente arreglado, como solían ir todos los Scofield. Lleva el pelo corto y rizado, un traje negro entallado y una elegante corbata burdeos oscuro anudada sobre una camisa blanca. Unas profundas arrugas de dolor surcan sus bonitas facciones.

Georgie sacudió la cabeza con incredulidad. No podía ser…

– No quiero, papá -dice la niña.

– Lo sé, cariño.

Skip la coge con un brazo y, al mismo tiempo, rodea los delgados hombros del niño con el otro brazo.

Georgie sintió deseos de gritar. «¡Es una comedia! ¡Se supone que tiene que ser divertida!»

Ahora los tres están junto a una tumba abierta, con los asistentes al funeral vestidos de luto al fondo. El niño hunde la cara en el costado del padre y dice con voz apagada:

– Echo mucho en falta a mamá.

– Yo también, hijo mío. Ella nunca comprendió cuánto la quería.

– Deberías habérselo dicho.

– Lo intenté, pero ella no me creyó.

El pastor empieza a hablar fuera de pantalla.

A Georgie, aquella voz resonante le resultó familiar. Georgie entrecerró los ojos.

Corte hasta el final de la ceremonia. Primer plano del ataúd en el suelo. Un puñado de tierra seguido de tres hortensias azules cae sobre la lustrosa tapa.

Toma de Skip y sus llorosos hijos solos y de pie junto a la tumba. Skip se arrodilla y los abraza. Tiene los ojos cerrados y aprieta los párpados a causa del dolor.

– Gracias a Dios… -murmura-. Gracias a Dios que os tengo a vosotros.

El niño se separa de él con expresión petulante, casi vengativa.

– ¡Lástima que no nos tengas!

La niña pone los brazos en jarras.

– Somos imaginarios, ¿recuerdas?

El niño dice con desdén:

– Somos los hijos que podrías haber tenido si no te hubieras portado como un gilipollas.

De repente, los niños desaparecen y el hombre se queda solo junto a la tumba. Angustiado. Torturado. Coge una hortensia de uno de los adornos florales y se la lleva a los labios.

– Te quiero. Con todo mi corazón. Eternamente, Georgie.

Fundido en negro.

Georgie permaneció unos instantes sentada, atónita. Después saltó de la cama y salió indignada al pasillo. «¡Será…!» Corrió escaleras abajo, cruzó el porche y se dirigió a la casa de invitados. A través de las vidrieras, vio que Bram estaba sentado frente a su escritorio, con la mirada perdida. Entró con paso decidido y Bram se levantó de un brinco.

– ¡Conque una carta de amor, ¿eh?! -gritó Georgie.

Él asintió con rotundidad y con la tez pálida.

Ella puso las manos en jarras.

– ¡Me has matado!

Bram tragó saliva con dificultad.