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– ¿En qué habitación está?

El joven policía apostado junto a la puerta de la habitación 3030 estuvo interrogando interminablemente a Kay, encantado de tener por fin algo que hacer, pero al final la dejó entrar. La habitación estaba a oscuras, las persianas bajadas cerraban el paso a la luz brillante y casi invernal de la mañana, y la mujer parecía haberse dormido con el cuerpo tieso de cintura para arriba y la cabeza torcida incómodamente hacia un lado, como una criatura en la silla de seguridad en un coche. Llevaba el cabello corto, cosa siempre arriesgada para un rostro carente de una estructura ósea exquisita. ¿Era por seguir la moda, o había tenido que someterse a quimioterapia recientemente?

– Hola -dijo la mujer, abriendo repentinamente los ojos.

Y Kay, que había asesorado a víctimas de quemaduras graves y de accidentes de coche, a mujeres cuyo rostro había sufrido la violencia más bestial por parte de un hombre, quedó más atemorizada incluso que en tales ocasiones ante la mirada relativamente tranquila de esa mujer. Nada hasta entonces la había afectado tanto. No era una simple víctima de un accidente de coche, con su expresión típicamente temblorosa. Su expresión mostraba una fragilidad que era casi dolor extremo. Era como si toda ella fuese una magulladura horrible, y su piel la protegía de las miradas externas tan poco como la cascara de un huevo. El corte que se había hecho en la frente no era nada en comparación con la mirada herida que lanzaban sus ojos.

– Soy Kay Sullivan, una de las asistentes sociales del hospital.

– ¿Y para qué quiero una asistente social?

– No la necesita para nada, es cierto, pero el doctor Schumeier ha creído que tal vez yo pueda ayudarla a encontrar un abogado.

– No quiero abogados de oficio. Necesito a alguien de primera, alguien que se ocupe de mí solamente.

– Es cierto que los de oficio llevan muchísimos casos. De todos modos son…

– No piense que no siento admiración por ellos, por su compromiso social. Pero yo necesito a alguien… alguien que sea independiente. Alguien que no tenga vínculo de ninguna clase con el gobierno. Los abogados de oficio cobran del gobierno, en último término. En último término, como decía siempre mi padre, nunca olvidan quién les unta la mantequilla en el pan. Son funcionarios. Él lo fue, sólo durante un tiempo. Y detestaba profundamente a los funcionarios.

Kay se sintió incapaz de decir qué edad tenía aquella mujer. En el bar habían dicho que cuarenta, pero podía tener cinco años menos o cinco años más. En todo caso, era demasiado mayor para hablar de su padre con esa veneración, como si fuese un oráculo. Ésa era una actitud que la mayor parte de las personas abandonaban a los dieciocho años, como muy tarde.

– Ya… -dijo Kay, tratando de encontrar un modo de hablar con ella.

– Ha sido un accidente. Tuve un ataque de pánico. Mire, si supiera la cantidad de cosas que me rondaban la cabeza en ese momento, hacía… siglos que no pasaba por esa carretera… ¿Y la niña, cómo está? Vi a una niña. Me mataría si… Ah, no puedo ni decir esa palabra en voz alta. Soy un veneno. Mi mera existencia me convierte en un veneno. Llevo conmigo el dolor y la muerte. Fue él quien me lanzó esa maldición. Y haga lo que haga soy incapaz de librarme de ella.

De repente Kay se acordó de la parada de monstruos de la feria de Timonium, la vez que a los trece años tuvo la valentía de meterse en esa tienda para encontrarse con que no había más que personas un poquito raras -gordos, flaquísimos, enormes-, todas ellas sentadas plácidamente bajo la lona. Al fin y al cabo, Schumeier estaba en lo cierto: Kay había ido a visitar a la Mujer sin Nombre en parte por voyerismo, quería mirar, nada más. Pero esa persona hablaba con ella, la arrastraba hacia su mundo, parloteaba como si Kay lo supiera (o debiera saber) todo sobre ella. Kay había trabajado con muchos pacientes de ese estilo, gente que hablaba como si fueran famosos cuya existencia entera, hasta el último detalle, estuviera constantemente expuesta en la prensa del corazón y los programas de la tele.

Sin embargo, esa mujer al menos daba la sensación de ver a Kay, cosa que por lo general no podía decirse de los muchos pacientes a los que atendía, ya que todos ellos solían estar encerrados por completo en sí mismos.

– ¿Es usted de por aquí? -preguntó la mujer.

– Sí, he vivido aquí toda mi vida. Crecí en Baltimore Noroeste.

– ¿Y tiene usted… cuántos, cuarenta y cinco años?

Cómo le dolió eso a Kay. Estaba acostumbrada a la versión de sí misma que entreveía en los espejos y ventanas, y era una imagen que le gustaba bastante, pero ahora se veía obligada a tomar en consideración lo que aquella desconocida estaba viendo: el cuerpo bajito y chaparro, el cabello gris hasta los hombros, que era lo que más edad le hacía aparentar. Todos los parámetros internos estaban muy bien, pero la presión sanguínea, la densidad ósea, los niveles de colesterol perfectos no eran cosas que se traslucieran a través de la forma de vestir o de conversar.

– En realidad tengo treinta y nueve.

– Voy a decirle un nombre.

– ¿El de usted?

– No se precipite, aún no. Voy a decirle un nombre…

¿Sí?

– Es un nombre que les suena a todos ustedes. O tal vez no les suene. Según cómo lo diga, cómo lo pronuncie. Había una niña, y esa niña está muerta, y eso no sorprenderá a nadie. Creían que estaba muerta, hace años que todos lo creían. Pero es que además había otra niña, y esa otra niña no murió, y eso es lo más difícil de explicar.

– ¿Es usted…?

– Las niñas Bethany. El domingo de Pascua de 1975.

– Las Bethany… ¡oh! ¡Oh! -Y es que de repente Kay lo recordó. Dos niñas que habían ido… ¿a dónde era, un cine? ¿A una zona comercial? Podía ver sus rostros: la mayor con sendas colas de caballo lisas sujetas detrás de las orejas; la pequeña con trenzas. Y recordó la ciudad presa del pánico, y los niños convocados a reuniones donde les proyectaban películas poco explícitas pero con advertencias claras. «Cuidado, niños. Cuidado, niñas.» Kay era tan pequeña que no entendía las advertencias, siempre envueltas en eufemismos. «Después de acompañar a unos chicos un poco raros a la fiesta de la playa, Sally fue encontrada, descalza y confusa, caminando sola por la carretera…

Los padres de Jimmy le habían dicho que no era culpa suya que Greg hubiese trabado amistad con él o que le hubiese llevado de pesca, pero le explicaron con toda claridad que esa clase de amistades con hombres mayores no eran naturales… La niña entró en el coche del desconocido… y no volvió a ser vista nunca jamás.»

Hubo además rumores, gente que decía haber visto a las niñas en sitios tan lejanos como Georgia, falsas peticiones de rescate, miedo de que hubieran sido víctimas de cultos satánicos y de gente de la contracultura. Al fin y al cabo, cuando se produjo esa desaparición hacía apenas un año que se habían llevado a Patty Hearst. Los secuestros eran muy frecuentes en los años setenta. La mujer de un empresario fue liberada tras el pago de un rescate de cien mil dólares, una cifra que en aquel entonces pareció una fortuna, y una niña rica había sido enterrada dentro de una caja y provista de un tubito para respirar, y al heredero de los Getty le cortaron la oreja. Pero las Bethany no eran ricas, Kay no recordaba que lo fuesen, y luego transcurrió el tiempo sin que hubiese una explicación oficial que pusiera fin a ese caso, y la gente comenzó a olvidar la historia. La última vez que Kay se acordó de las hermanas Bethany fue el día en que estuvo en el cine de Security Square, y de eso hacía al menos diez años. Eso era… el centro comercial de Security Square, en aquel entonces un sitio relativamente nuevo, aunque ahora se hubiese convertido en una ciudad fantasma.

– ¿Es usted…?

– Consígame un abogado, Kay. Y que sea de los buenos.

Capítulo 4