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Infante tomó la ruta del cuervo para dirigirse al hospital, cruzando la ciudad en línea recta en lugar de rodearla por la carretera de circunvalación. «Mierda», el antiguo centro de Baltimore se estaba poniendo de lujo. Nadie hubiese podido imaginárselo. Casi lamentó no haberse comprado un piso por esa zona hacía diez años, aunque a esas alturas ya lo habría perdido. Además, él creció en los barrios periféricos de Nueva York, en Massapequa, un barrio de Long Island, y de hecho lo que le gustaba en el fondo eran esas redes de carreteras secundarias que se entrecruzan en las afueras de las grandes urbes, y los bloques de pisos modestos como los de Parkville, donde ahora vivía. Los barrios donde había muy cerca hileras de tiendas como Toys 'R' Us y otras grandes superficies como IHOP, Applebee's, Target, junto con gasolineras, tiendas de artesanía, eso era lo que él consideraba su hogar. Tampoco tenía la menor intención de volver a vivir en Nueva York, ni siquiera suponiendo que su salario de policía se lo permitiera. Pero seguía fiel a su equipo de la infancia, los Yankees, y para diversión de sus colegas conservaba a veces su acento neoyorquino.

En todo caso, mentalmente estaba convencido de que Baltimore y su empleo de poli eran su destino. Era bueno en su trabajo, y tenía uno de los niveles de casos resueltos más elevados de todo el departamento. «Mi segundo idioma es la jerga callejera de Baltimore», solía decir. Lenhardt le insistía en que se preparase para el examen de sargento, pero él era de los que pensaban que había que hacer lo que uno sabía hacer. «Hazte bombero en Long Island», le decía su padre. «Quédate conmigo a ver Ley y orden», le decía su primera mujer. Ella quería que su serie favorita fuese también la serie favorita de él. Incluso intentó conseguir que dejara de beber Budweiser y se pasara a Rolling Rock, la marca que ella prefería.

Como si su mujer tratara de ir haciendo marcha atrás y, a partir de lo que al comienzo fue pura calentura y deseo, tuviesen que ir retrocediendo hasta convertirse en dos personas que estaban juntas porque coincidían en todo.

En este sentido le recordaba a Infante su propia actitud en tiempos del instituto. Allí decidió que quería estudiar en el Nassau Community College, no porque fuese la universidad con el nivel intelectual más elevado posible sino porque no podían pagarle otra cosa, pero a continuación le dio a su asesora universitaria todos los datos adecuados para que su ordenador terminara diciendo que esa era la opción más adecuada para él. De ese modo, su única opción se convirtió en algo que él había elegido.

Recorrió la ciudad sin encontrarse con atascos, y llegó al hospital en menos de cuarenta minutos. Pero ni siquiera así fue suficiente. Para cuando llegó, se encontró en mitad del pasillo ni más ni menos que a Gloria Bustamante, la mayor tocahuevos de toda la abogacía del lugar, varón o hembra, hetero o gay.

«Hay que joderse.»

– Infante, tienes un aspecto francamente alicaído -le dijo aquel mal bicho alcoholizado-. Tengo la impresión de que no había necesitado usar ese término hasta ahora mismo, pero veo que puede resultar una descripción literal. Alicaído. Como un gallo de corral que anda pisándose las puntas de las alas.

Sacudió la frente para resituar su flequillo, un gran mechón de pelo castaño rojizo en cuya raíz destacaba un centímetro entero de cabellos encanecidos. Bustamante tenía su habitual aspecto desastroso. El pintalabios entraba y salía del perfil de sus labios, le faltaba un botón en el vestido. Los zapatos, que cuando compró debían de ser de los más caros, estaban gastados y tenían la puntera abombada y raída, como si le hubiese estado propinando patadas insistentes a algún objeto muy duro. Algo así como la mandíbula de un inspector de policía.

– ¿Te ha contratado?

– Yo diría que hemos llegado a un acuerdo…

– ¿Sí o no? ¿Eres su abogada, Gloria?

– Por ahora lo soy. He aceptado defenderla porque la he creído cuando me ha dicho que tiene dinero, que podrá pagarme. -Alzó la vista hacia Infante-. Imagino que no has venido por el accidente, sino por el asunto del homicidio, ¿es así?

– Lo del coche me la sopla.

– Si te cuenta lo del homicidio, ¿nos olvidaremos completamente del accidente? En realidad no tuvo la culpa, la pobre se asustó…

– Joder, tía. ¿Quién cojones te has creído que eres? ¿De verdad piensas que me vas a vender eso del accidente a cambio de lo que pueda estar escondido detrás del telón? No puede haber ningún acuerdo sin la aprobación del fiscal, lo sabes de memoria.

– Si es así, lo más probable es que no te permita hablar con ella esta mañana. Está agotada, tiene una herida en la cabeza. Me parece que lo mejor sería que no hablase con nadie hasta que la vea un médico y determine si la herida de la cabeza ha podido afectarle o no la memoria.

– Ya la vieron los médicos ayer por la noche.

– Le curaron las heridas, nada más. Y acaban de someterla a un examen psiquiátrico. Pero quiero que la vea un especialista, un neurocirujano. Podría no recordar la colisión. Podría no saber siquiera que abandonó el escenario del accidente.

– Guárdate toda esa mierda legal para el momento adecuado, Gloria, y pon tus cartas sobre la mesa. Tengo que determinar si este asunto nos concierne a nosotros o no.

– Entra de lleno en tu jurisdicción, inspector. -Gloria lo dijo como si fuese una guarrada, era su modo de dirigirse a los varones.

Cuando la trató las primeras veces, Infante creyó que aquel tono cargado de insinuaciones era una fachada por parte de Gloria Bustamante, una manera de ocultar su verdadera inclinación sexual. Pero Lenhardt le explicó que se trataba de una forma de ironía muy sofisticada, el tipo de jodienda que una abogada lista y cabrona como Gloria usaba para descolocar al personal.

– Entonces, ¿qué?, ¿puedo hablar con ella?

– Del accidente, nada. Sólo de lo que pasó hace años.

– Joder, Gloria, soy de Homicidios. Me importa un puto huevo que haya habido una colisión en la carretera de circunvalación. A no ser que… Oye, ¿no será que lo hizo aposta? ¿Trataba de matar a los ocupantes del otro vehículo? ¡A ver si resulta que hoy es mi día de suerte y resuelvo dos casos de una sola vez! -Y chasqueó los dedos.

Gloria le lanzó una mirada fugaz, mostrando lo mucho que la aburría oírle decir mamonadas.

– Deja las bromitas para tu sargento, Kevin. Él sí que tiene sentido del humor. Tú eres el guaperas.

La mujer que se encontraba tendida en la cama del hospital mantenía los ojos muy cerrados, como un niño jugando al escondite. La luz de la habitación hacía destacar la fina pelusa rubia del brazo y la mejilla. Y tenía unas ojeras muy profundas, la marca de un agotamiento de años y años. Los ojos se abrieron apenas un instante, y luego volvieron a cerrarse.

– Estoy muy cansada -murmuró la mujer-. Oye, Gloria, ¿tenemos que hacer esto ahora mismo?

– No te entretendrá mucho rato, cariño. -«¿Cariño?»-. Sólo necesita que le cuentes la primera parte.

¿La primera parte? ¿Cuál era la segunda?

– Pero ésa es la parte que más me cuesta contar. ¿Por qué no se lo dices tú y que me deje en paz?

Kevin sintió la necesidad de consolidar su posición, y dejar de esperar a que Gloria le presentara, cosa que la abogada no parecía tener ninguna prisa por hacer.

– Soy Kevin Infante, inspector de Homicidios del condado de Baltimore.

– ¿Infante? ¿Como «niño» en italiano o en español?

Lo dijo manteniendo los ojos todavía cerrados. Kevin pensó que necesitaba que los abriese. Hasta ese día mismo, jamás se había dado cuenta de cuan esencial era para su trabajo ver la expresión de los ojos. Naturalmente, había pensado en el contacto visual como algo importante, había analizado el modo en que cada persona utilizaba ese contacto, conocía el significado de la incapacidad de ciertas personas para sostenerle la mirada. Pero era la primera vez que tenía que enfrentarse a alguien que estaba sentado ante él -mejor dicho, tendido en la cama- con los ojos completamente cerrados.