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Les explico lo que me dijo tal como yo lo entendí. A espaldas de todos los gobiernos y ejércitos se había organizado un gran movimiento subterráneo, dirigido por personas muy peligrosas. Él lo descubrió por casualidad; le fascinó, siguió adelante y le sorprendieron. Deduje que sus miembros pertenecían a la clase de anarquistas educados que hacen las revoluciones, pero que junto a ellos estaban los financieros que jugaban por dinero. Un hombre listo puede obtener grandes beneficios de un mercado en decadencia, y a ambas clases les convenía enemistar a Europa.

Me refirió algunas cosas que explicaban otras que me habían desconcertado; cosas que ocurrieron en la Guerra de los Balcanes: cómo un estado podía descollar súbitamente, por qué se hacían y rompían las alianzas, por qué había ciertos hombres que desaparecían, y de dónde procedían los materiales para la guerra. El objetivo de toda la conspiración era enfrentar a Rusia y Alemania.

Cuando le pregunté por qué, dijo que los anarquistas confiaban en que eso les daría una oportunidad. Todo estaría en un crisol, y ellos esperaban que surgiera un mundo nuevo. Los capitalistas recogerían las ganancias y amasarían fortunas acaparando los despojos. El capital, dijo, no tenía conciencia ni patria. Además, los judíos estaban detrás de toda esta trama, y los judíos odiaban a Rusia con toda su alma.

– ¿Le sorprende? -exclamó-. Han sido perseguidos durante trescientos años, y éste es su desquite de los pogroms. Los judíos están en todas partes, pero hay que rebuscar mucho para encontrarles. Tome cualquier empresa alemana de cierta importancia. Si tienes tratos con ellas, el primer hombre al que conoces es el príncipe vori und zu Algo, un joven elegante que habla un inglés de Eton y Harrow. Pero él no pincha ni corta. Si se trata de un gran negocio, pasas por encima de él y encuentras a un westfaliano prognato con una frente de gorila y los modales de un cerdo. Él es el hombre de negocios alemán que produce escalofríos a sus periódicos ingleses. Pero cuando el negocio es de primera y debes tratar con el verdadero amo, te llevan ante un judío bajo y pálido con la mirada de una serpiente cascabel. Sí, señor, él es el hombre que gobierna el mundo en este momento, y su objetivo es dar el golpe de gracia al Imperio del zar, porque su tía fue ultrajada y su padre azotado en algún pueblecito junto al Volga.

No pude dejar de decirle que sus anarquistas judíos parecían haberse quedado un poco atrás.

– Sí y no -contestó-. Triunfaron hasta cierto punto, pero descubrieron algo más importante que el dinero, algo que no podía comprarse: el instinto combativo del hombre. Si te van a matar, te inventas una especie de bandera o país por el que luchar, y si sobrevives llegas a amar esa cosa. Esos pobres diablos de soldados han encontrado algo que les importa, y que ha trastornado el bonito plan urdido en Berlín y Viena. Pero mis amigos aún no han jugado su última carta. Tienen un as en la manga, y a menos que yo logre seguir con vida un mes más, lo jugarán y ganarán.

– Yo creía que estaba usted muerto -comenté

-Mors janua vitae [1]-dijo él sonriendo. (Reconocí la cita: era casi todo el latín que sabía)-. Ya llegaremos a esto, pero primero tengo que ponerle en antecedentes. Si ha leído su periódico, supongo que conocerá el nombre de Constantine Karolides, ¿no?

Al oír esto me enderecé, pues había leído un artículo sobre él aquella misma tarde.

– Es el hombre que ha desbaratado todos sus planes. Es el mayor cerebro de la política actual, y además da la casualidad de que es un hombre honrado. Por lo tanto, van detrás él desde hace doce meses. Yo lo descubrí; no fue muy difícil, cualquier tonto habría podido adivinarlo. Pero no descubrí cómo pensaban quitarle de en medio, y esta información fue mortífera. Por eso he tenido que morirme.

Tomó otra copa, y yo mismo se la serví, pues empezaba a interesarme por el mendigo.

– No pueden liquidarle en su país, porque tiene una escolta de epirotas que despellejarían a sus abuelas. Pero el día quince de junio vendrá a esta ciudad. El Ministerio de Asuntos Exteriores británico se ha aficionado a las reuniones para tomar el té internacionales, y la mayor de ellas está programada para esa fecha. Karolides será el invitado de honor, y si mis amigos se salen con la suya nunca regresará a su querida patria.

– La solución es muy sencilla -dije yo-. Puede advertirle e impedir que venga.

– ¿Y seguirles el juego? -preguntó vivamente-. Si no viene ellos ganan, porque es el único hombre que puede desenmarañar el enredo. Si advierto a su gobierno no vendrá, pues él no sabe lo importante que será la reunión del quince de junio.

– ¿Qué hay del gobierno británico? -dije yo-. No permitirán que asesinen a sus huéspedes. Avíseles y tomarán las precauciones necesarias.

– Sería inútil. Aunque llenaran la ciudad de detectives de paisano y doblaran la vigilancia policial, Constantine seguiría siendo un hombre sentenciado. Mis amigos no son unos simples aficionados. Quieren una gran ocasión para el arranque, una ocasión sobre la que estén puestos los ojos de toda Europa. Será asesinado por un austríaco, y habrá muchas pruebas que demuestren la participación de Viena y Berlín. Naturalmente, será una mentira infernal, pero el mundo caerá en la trampa. No estoy hablando por hablar, amigo mío. Da la casualidad de que conozco hasta el último detalle de esta diabólica maquinación, y puedo decirle que será el golpe de mano más astuto desde la época de los Borgia. Pero no pasará nada si el día quince de junio está en Londres un hombre vivo que conozca los mecanismos del asunto. Y este hombre será su servidor, Franklin P. Scudder.

El individuo empezaba a gustarme. Su mandíbula se había cerrado igual que una ratonera, y en sus penetrantes ojos brillaba el fuego de la batalla. Si me estaba contando un cuento chino, lo hacía muy bien.

– ¿De dónde ha sacado toda esta historia? -pregunté.

– Obtuve el primer indicio en una posada del Achensee, en el Tirol. Eso me impulsó a investigar, y reuní mis demás pistas en una tienda de pieles del barrio galiziano de Buda, en un club para extranjeros de Viena, y en una pequeña librería, de la Racknitzstrasse de Leipzig. Hace diez días conseguí las últimas pruebas en París. No puedo explicarle los detalles en este momento, porque es una historia muy compleja. Cuando estuve seguro de todo me pareció conveniente desaparecer, y llegué a esta ciudad siguiendo un circuito bastante raro. Dejé París como un elegante joven franco-americano y zarpé de Hamburgo como comerciante de diamantes judío. En Noruega fui un estudiante inglés de Ibsen que recogía material para unas conferencias, pero cuando dejé Bergen me había convertido en un director de películas especiales de esquí. Y llegué aquí procedente de Leith con los bolsillos llenos de artículos para entregar a los periódicos londinenses. Hasta ayer pensé que había logrado ocultar mis huellas, y me sentía bastante satisfecho. Después…

Esta evocación pareció trastornarle, y engulló un poco más de whisky.

– Después vi a un hombre que paseaba por la calle delante de este edificio. Solía quedarme encerrado todo el día en mi habitación, y sólo me escabullía una o dos horas por la noche. Le observé un buen rato desde la ventana, y me pareció reconocerle… Entró y habló con el conserje… Cuando anoche volví de mi paseo encontré una tarjeta en mi buzón. Era del hombre al que menos deseo ver en este mundo.

Creo que la expresión en los ojos de mi compañero y el terror de su cara terminaron de convencerme sobre su sinceridad. Mi propia voz se agudizó un poco cuando le pregunté qué hizo después.

– Comprendí que estaba acorralado, y que sólo tenía una salida. Debía morirme. Si mis perseguidores me creían muerto volverían a desparecer.

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[1] La muerte es la puerta de la vida.