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Justo delante del hotel la calle estaba levantada porque estaban construyendo el metro, y Falcón decidió que no se alojarían en un sitio así. En internet le había echado un vistazo al Porsche Cayenne, y supuso que el propietario de un coche como ese buscaría algo más exclusivo. El esplendor del Alfonso XIII estaba un poco demodé. Era un hotel para gente conservadora.

Probó en el Hotel Imperial. Estaba oculto al final de una calle tranquila, y daba a los jardines de la Casa Pilatos. Tampoco tuvo suerte. Su epifanía de la noche anterior comenzaba a parecer una de esas ideas que parecen brillantes de madrugada y que a la fría luz del día se marchitan en todo su absurdo.

La primera indicación de que sus instintos creativos no habían ido del todo desencaminados la encontró en un hotel boutique en el que el recepcionista recordaba a una mujer londinense que había llamado en marzo para reservar habitaciones antes y después del Rocío con aparcamiento para cuatro coches. El hotel no tenía aparcamiento y sólo dos habitaciones libres para las fechas que pedían. La mujer le pidió que de momento le reservara esas dos durante veinticuatro horas mientras intentaba encontrar otra cosa. La recepcionista le mostró el e-mail de la empresa británica, que había llegado después de la llamada, enviado por una mujer llamada Mouna Chedadi, que hacía la reserva en nombre de Amanda Turnen Falcón estaba seguro de que había encontrado lo que buscaba.

Comenzó a llamar a los hoteles de la ciudad preguntando por una reserva a nombre de Amanda Turner. Treinta y cinco minutos después estaba sentado en el despacho de director del Hotel Las Casas de la Judería.

– Tuvo suerte -dijo el director-. Diez minutos antes un grupo había cancelado su reserva y consiguió cuatro suites de lujo contiguas.

– ¿Y sus coches? -preguntó Falcón, dándole el nombre de Mouna Chedadi para que buscara en la base de datos de e-mails del hotel.

– Tenían cuatro coches -dijo el director-. Y por lo que veo aquí, la mujer preguntaba si podían dejarlos en el hotel mientras ellos se iban a la Romería del Rocío.

– ¿Los dejaron?

– El garaje no es lo bastante grande para guardar cuatro coches de gente que no es cliente habitual del hotel en esa época del año. Les dijimos que en Sevilla había muchos aparcamientos donde podían dejarlos.

– ¿Alguna idea de lo que hicieron con los coches?

El director llamó a la recepcionista y le pidió que le trajera las tarjetas de registro de las cuatro habitaciones. La recepcionista confirmó que las ocho personas habían llegado en taxi desde donde aparcaron los coches.

– Se alojaron aquí el 31 de mayo -dijo el director-, y al día siguiente se fueron de romería. Regresaron el 5 de junio y volvieron a marcharse el 8 de junio.

– Recuerdo que pensaban pasar una noche en Granada -dijo el recepcionista.

– Volvieron el 9 de junio y se fueron… ¿ya se han ido?

– Ayer por la noche pagaron la cuenta y esta mañana se han ido a las siete y media, cuando abrió el garaje.

– Entonces, ¿dejaron los coches aquí cuando volvieron de Granada? -dijo Falcón-. ¿Conoce los modelos?

– Sólo los números de matrícula.

– ¿A qué se dedican?

– Son administradores de fondos, los cuatro.

– ¿Dejaron algún número de móvil?

Falcón pidió fotocopias de las tarjetas de registro. Salió y telefoneó a Gregorio, le dio las matrículas de los coches y le pidió que averiguara a qué modelos pertenecían. De nuevo en el hotel pidió hablar con los camareros del bar que habían estado de servicio la noche anterior. Sabía cómo eran los ingleses.

Los camareros los recordaban. Habían dado buenas propinas, más como estadounidenses que como ingleses. Los hombres bebían cerveza y las mujeres manzanilla, y luego gin tonics. Ninguno de los camareros sabía bastante inglés para entender lo que habían hablado. Recordaron que un hombre mantuvo un breve diálogo con ellos, y que poco después se fue y que otra pareja, también de extranjeros, se les unió para tomar una copa. Luego todos se fueron a cenar.

Los extranjeros resultaron ser holandeses, y los llamaron para que bajaran a recepción. Falcón intentó que le describieran al hombre que había charlado brevemente con el grupo antes de irse. Los camareros dijeron que parecía español y hablaba con acento castellano más que andaluz. El recepcionista le recordaba, y dijo que también había pagado la cuenta la noche anterior. Sacó la tarjeta de registro. Le había dado un nombre y un número de carné españoles. Había llegado el 6 de junio y también había aparcado el coche en el garaje del hotel. Falcón pidió que escanearan el carné de identidad y la tarjeta de registro, los adjuntó en un e-mail y se los mandó a Gregorio.

El holandés apareció con pinta de resacoso. Se lo había pasado bomba con los ingleses, a los que había conocido en la Romería del Rocío. No se habían ido a la cama hasta las dos de la mañana, y los ingleses dijeron que aún era temprano.

– ¿Dijeron adónde iban?

– Sólo dijeron que volvían a Inglaterra.

– ¿Le contaron por qué ruta?

– Dijeron que se alojarían en paradores, y que luego seguirían por Biarritz y el Loira hasta el túnel del Canal. A los ocho días tenían que volver a trabajar.

Falcón se paseó por el patio, deseando que su móvil comenzara a vibrar. Gregorio llamó poco antes de las diez.

– Para empezar, ese carné de identidad fue robado el año pasado, y la cara que aparece no figura en ninguno de nuestros archivos. Su coche era un Mercedes alquilado en Jerez de la Frontera, el lunes 5 de junio por la tarde, y devuelto a las 9:15 de la mañana. Les he dicho que no toquen el coche hasta que no tengan noticias nuestras. ¿Va a decirme de qué va todo esto?

– ¿Qué me dice de los modelos correspondientes a esas matrículas?

– Están llegando en este momento -dijo Gregorio, leyendo-. Un VW Touareg, un Porsche Cayenne, un Mercedes M270 y un Range Rover.

– ¿Recuerda los manuales de montaje de coches que vio Yacoub?

– Veámonos en su despacho ahora. Allí puedo conseguir líneas seguras.

Cuarenta y cinco minutos después Falcón esperaba en su despacho, tomando notas a medida que las complicaciones de la situación se multiplicaban en su mente. Gregorio le llamó desde el despacho de Elvira y le dijo que había organizado una teleconferencia con Juan y Pablo, que estaban en Madrid.

– Lo primero que quiero oír es la línea lógica que sigue todo esto -dijo Juan-. Gregorio nos lo ha explicado, pero quiero oírselo a usted, Javier.

Falcón vaciló, pensando que tenía cosas más importantes que hacer que comentar cómo funcionaba su mente.

– Esto es urgente -dijo Juan-, pero no una situación de pánico. Esa gente se va a tomar la vuelta con calma y nos va a dar la oportunidad de averiguar a qué nos enfrentamos. He mandado a algunos artificieros a echar un vistazo al Mercedes de la empresa de alquiler de coches de Jerez. Primero obtengamos la información y luego hagamos nuestros planes. Le escucho, Javier.

Falcón le pormenorizó sus procesos mentales de la noche anterior, la comunicación con Yacoub y los manuales de montaje de coches, las notas que había revisado sobre El Rocío, el alto poder destructor del hexógeno, la idea de perjudicar a la Unión Europea atacando núcleos turísticos y centros financieros. Juan se mostraba irritable e interrumpía a menudo. Cuando Falcón mencionó que se había visto en televisión, Juan se puso sarcástico.

– Nosotros también lo vimos -dijo-. Muy majo, Javier. En el CNI no nos permitimos ponernos demasiado sentimentales.

– La gente necesita esperanza, Juan -dijo Pablo.

– Los políticos ya les hacen tragar suficiente mierda sin encima tener que escuchar la versión policial.

– Deja que hable -dijo Gregorio, mirando a Falcón y poniendo los ojos en blanco.

– Me fui a la cama y me desperté unas horas más tarde. Vi una película llamada Troya -dijo Falcón, y añadió una pequeña pulla dedicada a Juan-. Conoce la historia de Troya, ¿verdad, Juan?