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Gregorio sacudió la mano, como si aquello se estuviera poniendo al rojo vivo.

– Los griegos llenaron de soldados un caballo de madera, lo dejaron a las puertas de Troya y fingieron que se retiraban. Los troyanos metieron el caballo y al hacerlo sellaron su destino -recitó Juan de carrerilla.

– Lo primero que se me ocurrió fue: ¿cómo, en estos tiempos de alta seguridad, podrían introducir los terroristas islámicos una bomba en un edificio importante del centro financiero de una gran ciudad?

– ¡Ah! -dijo Pablo-. Hace que la gente que trabaja en el centro de la ciudad la lleve por usted.

– ¿Y cómo lo consigue? -preguntó Juan.

– Llena su coche de explosivos cuando no se dan cuenta -dijo Falcón-. Los turistas que van al Rocío se alojan en Sevilla antes y después de la romería. La celebración principal acabó el 5 de junio. Hammad y Saoudi trajeron el hexógeno a Sevilla el 6 de junio con la intención de colocarlo en el «hardware» e introducir este en los coches, que volverían de vuelta al Reino Unido y estarían aparcados en el corazón de la City de Londres.

– Lo primero, y posiblemente lo más importante de esa hipótesis -dijo Juan, reafirmando su control sobre la llamada- es que los terroristas poseen información. Los cuatro propietarios de esos coches trabajan para la misma empresa: Kraus, Maitland, Powers. Gestionan uno de los fondos de cobertura más importantes de la City, y están especializados en Japón, China y Sureste Asiático. Lo importante de todo esto es que son ricos. Todos viven en grandes casas en las afueras de Londres, lo que significa que cada día van en coche a trabajar, y no tienen problemas de atascos porque su jornada laboral empieza a las tres de la mañana y acaba a la hora de comer. Saben que en hora punta sus coches permanecen en un edificio que está en el centro de la City. Su despacho está en un conocido edificio llamado The Gherkin.

– ¿De dónde ha sacado toda esa información? -preguntó Falcón.

– El MI5 y el MI6 están metidos en el asunto -dijo Juan-. Ahora buscan diversos candidatos que puedan haberles pasado la información a los terroristas.

– ¿Qué me dice de esa mujer, Mouna Chedadi, la que hizo las reservas en nombre de Amanda Turner? -preguntó Falcón.

– Están comprobando su historial -dijo Juan-. No figura entre los sospechosos de terrorismo. Vive en Braintree, Essex, cerca de Londres. Es musulmana, aunque no especialmente devota, y desde luego no radical. Empezó a trabajar en la agencia de publicidad de Amanda Turner a principios de marzo. Por supuesto, conocía todos los detalles de ese viaje.

– Pero posiblemente no sabía que el novio de Amanda Turner y sus colegas administraban un fondo de cobertura -dijo Pablo-. Lo que significa que los terroristas contaban con dos o más fuentes de información.

– Pero no sabemos quiénes son, de modo que no podemos hablar con nadie de las empresas asociadas con esas ocho personas -dijo Juan.

– También hemos consultado con los ingleses, y coinciden en que no podemos hablar con la gente que va en los coches -dijo Pablo-. Sólo un soldado perfectamente entrenado sería capaz de comportarse con normalidad sabiendo que conduce un coche lleno de explosivos.

– Lo que nos lleva al problema final -dijo Juan-. Puesto que el «hardware» se ha mantenido separado en todo momento del explosivo y parecen tener una procedencia distinta, a los ingleses les preocupa que el núcleo del hardware pudiera contener algo tóxico, como residuos nucleares. También suponen que vigilarán el coche durante el camino de vuelta, por lo que la opción de sacar a la gente de los coches no es viable.

– Tienes una llamada en la línea cuatro, Juan -comentó Pablo en Madrid.

– Paremos un momento -dijo Juan-. No digan nada hasta que vuelva. Todos debemos saber lo que se dice aquí.

Gregorio buscó un cenicero, pero en el despacho no se podía fumar. Salió al pasillo. Falcón miró la alfombra. Una de las ventajas del mundo clandestino era que para esa gente nada acababa de cobrar realidad. Si alguno de ellos llegara a ver a Amanda Turner sentada en el asiento del copiloto del Porsche Cayenne mientras surcaba el campo de España, sería otra cosa. Tal como eran las cosas, Amanda Turner se había convertido en un personaje de videojuego.

Juan regresó a la conferencia. En el pasillo, Gregorio aplastó el cigarrillo.

– Era de los artificieros de Jerez de la Frontera -dijo Juan-. Han encontrado rastros de una mezcla de hexógeno y explosivo plástico en el maletero del Mercedes alquilado. También han encontrado dos respiraderos taladrados que comunican el asiento con el maletero, y restos de comida y bebida. Parece que entró en el aparcamiento del hotel con las bombas y uno o dos técnicos en el maletero. Los dejaron allí para que durante la noche colocaran las bombas en los vehículos de los turistas ingleses.

– Creo que este punto ha quedado ya bastante confirmado -dijo Pablo.

– Pero ahora tenemos que encontrar a los turistas -dijo Juan- sin crear una alerta nacional.

– ¿Cuánto hace que han empezado el viaje de vuelta?

– Han salido de Sevilla poco después de las 7:30 -dijo Falcón-. Ahora son las 10:45. La pareja de holandeses dijo que los ingleses se dirigían hacia el norte y pensaban pernoctar en paradores.

– La ruta lenta sería por Mérida y Salamanca -dijo Gregorio-. La ruta rápida por Córdoba, Valdepeñas y Madrid.

– Deberíamos llamar a la oficina central de Paradores de España y averiguar dónde han hecho reservas -dijo Pablo-. Podemos hacer que los espere una brigada de artificieros. Pueden desarmar los dispositivos durante la noche, y los turistas proseguirán el viaje sin haberse enterado de nada.

– Con eso también conoceríamos su ruta -dijo Gregorio.

– Muy bien, empezaremos con eso -dijo Juan-. ¿Alguna noticia de Yacoub?

– Todavía no -dijo Gregorio.

– ¿Me necesitan para esto? -preguntó Falcón.

– Hay un avión militar esperándolos a los dos en el aeropuerto de Sevilla para traerlos a Madrid -dijo Juan-. Nos veremos en Barajas dentro de dos horas.

– Todavía tengo mucho que hacer aquí -dijo Falcón.

– Ya he hablado con el comisario Elvira.

– ¿Alguien sigue a Yacoub en París? -preguntó Gregorio.

– Hemos decidido que no.

– ¿Y las tres células activadas que se dirigen a París? -preguntó Falcón.

– En este momento parecen más señuelos que otra cosa -dijo Pablo-. La DGSE, la inteligencia francesa, ha sido alertada, y están siguiendo la operación.

Concluyeron la teleconferencia. Gregorio y Falcón se dirigieron directamente al aeropuerto.

– No entiendo por qué me involucran en esto -dijo Falcón.

– Es la manera de hacer de Juan -dijo Gregorio-. Al fin y al cabo la idea es suya. Tiene que seguirla hasta el final. Está enfadado porque ninguno de nosotros recogió la información que ha permitido dar con la clave del asunto, pero siempre es más eficaz cuando tiene algo que demostrar.

– Pero fue pura suerte que yo me fijara en una información sin importancia.

– De eso trata el trabajo de inteligencia -dijo Gregorio-. Pones a alguien como Yacoub en una situación de peligro. Nadie tiene ni idea de qué está buscando. Tenemos la intuición de que algo está ocurriendo, algo que él no puede ver. Él nos cuenta lo que puede. Nuestro trabajo es traducirlo en algo coherente. Usted lo ha conseguido. Juan está enfadado porque él se ha quedado mirando el señuelo, pero claro, tampoco podía permitirse ignorarlo.

– ¿Le preocupa que mandaran a Yacoub a París? -dijo Falcón-. Si formaba parte de la distracción, eso significaría que el GICM sabe, o al menos sospecha, que está espiando para nosotros.

– Por eso Juan no lo hace seguir. Ni siquiera les hablará de él a los del DGSE -dijo Gregorio-. Si el GICM lo vigila lo encontrarán completamente limpio. Ahí está la gracia de lo que ha pasado. Ellos llevaron a Yacoub donde estaba la información, aun cuando él no supiera lo que representaban esos manuales de montaje de coches. Eso significa que Yacoub no se ha delatado en lo más mínimo. Cuando su operación se venga abajo, no podrán señalarlo como culpable. Yacoub se halla en una posición perfecta para la siguiente misión.