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Aunque hubiera habido banda sonora no habría servido de nada. Ni un micrófono bajo la horrible capucha grasienta de la parca hubiera sacado nada en claro. Tan sólo habría grabado los murmullos de un idiota marginal, repitiendo para sí el color, modelo y número de matrícula de coches aparentemente al azar y a la hora en que pasaban por ese trecho de acera. Seguramente era la dedicación obsesiva de un lunático.

¿Qué sofisticado equipo de vigilancia habría podido distinguir que los ojos que se ocultaban en la oscuridad de la capucha sólo seleccionaban los coches que entraban en el aparcamiento subterráneo del edificio que había al otro lado de la calle? Y aun cuando hubiera un equipo que pudiera haber establecido esa relación, ¿habría sido capaz de descubrir que el flujo de datos irrelevantes era grabado en el disco duro de un dictáfono del tamaño de la palma de la mano situado en el bolsillo interior de la parka?

Sólo entonces se habría comprendido la importancia de ese superfluo ser humano, y el editor de la vida cotidiana, de haber estado atento esa mañana, podría haberse puesto en pie de un salto y pensar: está naciendo una estrella.

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Sevilla. Lunes, 5 de junio de 2006, 16:00 horas

Los cadáveres nunca son bonitos. Ni el empleado de funeraria de más talento para el maquillaje es capaz de volverle a infundir vida a un cadáver. Pero hay muertos más feos que otros. Otra forma de vida se ha apoderado de ellos.

Las bacterias han convertido sus jugos y excreciones en un gas nocivo, que se desliza por las cavidades del cuerpo y bajo la piel, hasta que esta se tensa como un tambor que envuelve la corrupción que hay dentro. El hedor es tan intenso que penetra en el sistema nervioso central de los vivos, y el asco de estos va más allá del perímetro de su ser. Se ponen tensos. Es mejor no acercarse mucho a la gente que rodea a un «inflado».

Normalmente, el inspector jefe Javier Falcón tenía un mantra, que repetía su mente cuando se enfrentaba a ese tipo de cadáver. Podía soportar cualquier clase de violencia infligida a un cuerpo -cráteres de urina de fuego, cortes de cuchillo, depresiones producidas por golpes, magulladuras de estrangulamiento, la palidez de los envenenados-, pero esta transformación provocada por la descomposición, la hinchazón y el hedor últimamente había comenzado a afectarle. Pensó que quizá se trataba de la psicología de la decadencia, la mente atribulada por el deslizarse hacia el único posible fin de la vejez; sólo que esa no era la decadencia habitual de la muerte. Tenía que ver con la corrupción del cuerpo: cómo el calor transforma enseguida a una chica esbelta en una recia matrona de mediana edad, o cómo, en el caso del cadáver que estaban extrayendo de los escombros de un vertedero más allá de las afueras de la ciudad, un hombre corriente se metamorfosea hasta adquirir el tenso contorno de un luchador de sumo.

El cuerpo había alcanzado el rigor mortis y descansaba en una postura más degradante. Peor que un luchador de sumo derrotado al que han sacado del ring y ha aterrizado de cabeza en la primera fila del público que aúlla, su recato protegido por la gruesa tira de su mawashi, aquel hombre estaba desnudo. De haber estado vestido, parecería estar arrodillado como un suplicante musulmán (la cabeza incluso apuntaba al este), pero no era el caso. De modo que parecía alguien al que han preparado para una brutal violación, la cara apretada contra el lecho de materia en descomposición que tenía debajo, como si fuera incapaz de soportar la vergüenza de esa última profanación.

Mientras asimilaba la escena del crimen, Falcón se dio cuenta de que no estaba recitando su mantra habitual, y que su mente daba vueltas a lo que le había ocurrido cuando contestó a la llamada en que se le alertaba del descubrimiento del cadáver. Para escapar del ruido del bar en el que estaba tomando su café solo, salió reculando por la puerta y chocó con una mujer. Se dijeron «Perdón» e intercambiaron una perpleja mirada, y a continuación se quedaron paralizados. La mujer era Consuelo Jiménez. En los cuatro años transcurridos desde su affaire, Falcón sólo la había visto de lejos cuatro o cinco veces en calles o tiendas abarrotadas, y ahora se daba de bruces con ella. No se dijeron nada. AI final ella no entró en el café, sino que desapareció rápidamente entre el flujo de gente que iba de compras. No obstante, Consuelo le había dejado huella, y el santuario cerrado de su mente se había reabierto.

Antes, el médico forense había avanzado con cuidado entre la basura para confirmar que el hombre estaba muerto. En ese momento la policía científica estaba concluyendo su trabajo, metiendo en bolsas cualquier cosa que fuera de interés y sacándolo de la escena del crimen. El médico forense, aún con la mascarilla puesta y ataviado con un mono blanco, exploraba por segunda vez a la víctima. Aguzó y amusgó la mirada ante lo que vio. Tomó algunas notas y se acercó hasta donde se encontraba Falcón, acompañado del juez de guardia, Juan Romero.

– No veo ninguna causa evidente de fallecimiento -dijo-. No murió porque le cortaran las manos. Eso se lo hicieron luego. Le aplicaron un torniquete muy apretado en las muñecas. No hay contusiones en torno al cuello ni agujeros de bala ni heridas de cuchillo. Le han arrancado el cuero cabelludo y no veo que hayan causado ningún daño catastrófico en el cráneo. Es posible que lo envenenaran, pero no puedo saberlo por su cara, porque se la han quemado con ácido. Yo diría que murió hace unas cuarenta y ocho horas.

Los ojos oscuros del juez Romero parpadeaban sobre la máscara de su rostro a cada devastadora revelación. Hacía más de dos años que no se encargaba de ninguna investigación de asesinato, y no estaba acostumbrado a ese nivel de brutalidad en los pocos con que se había topado.

– No querían que lo identificaran -dijo Falcón-. ¿Alguna señal distintiva en el resto del cuerpo?

– Deje que lo lleve al laboratorio y lo limpie. Está cubierto de porquería.

– ¿Hay otros destrozos en el cuerpo? -preguntó Falcón-. Para acabar aquí debió de llegar en la parte de atrás de un camión de basura. Debería haber marcas.

– No que yo pueda ver. Debería haber excoriaciones debajo de la porquería, y cuando lo abra en el Instituto Forense observaré si hay fracturas u órganos reventados.

Falcón asintió. El juez Romero firmó el levantamiento del cadáver, llegaron los paramédicos y se pusieron a cavilar acerca de cómo iban a manipular un cadáver rígido en esa posición, meterlo en una bolsa de plástico y colocarlo sobre la camilla. La tragedia de la escena adquirió un matiz de farsa. Querían agitar lo menos posible los gases nocivos del cuerpo. Al final abrieron la bolsa de plástico encima de la camilla, ataron el cuerpo, aún postrado, y lo colocaron encima. Empujaron Ion muñones de las muñecas y los pies dentro de la bolsa y cerraron la cremallera sobre sus nalgas levantadas. Transportaron esa estructura, que parecía una tienda de campaña, hasta la ambulancia, observados por una cuadrilla de obreros municipales que se habían congregado para ver los últimos momentos del drama. Todos se rieron y apartaron la mirada cuando uno de ellos comentó algo de «con el culo en pompa pura toda la eternidad».

Tragedia, farsa, y ahora vulgaridad, se dijo Falcón.

La policía científica completó el registro de la zona que rodeaba el cadáver y le llevaron a Falcón las bolsas con lo que habían encontrado.

– Tenemos algunos sobres con direcciones encontrados cerca del cadáver -dijo Felipe-. En tres de ellos coincide el nombre de la calle. Debería ayudarle a descubrir dónde lo arrojaron al camión. Suponemos que por eso acabó en esa postura, por haber permanecido en posición fetal en el fondo de un contenedor.