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La llamó y le dijo que no podría ir a cenar, pero que luego se pasaría a tomar una copa.

En casa no tenía nada que comer. Su asistenta había supuesto que cenaría fuera. No había tomado nada en todo el día. El cadáver en el vertedero había interrumpido sus planes para almorzar y había aniquilado su apetito. Ahora tenía hambre. Se fue a dar un paseo. Después de la lluvia, el ambiente era fresco y las calles estaban llenas de gente. 1,a verdad es que ni siquiera se había parado a pensar adónde iba hasta que se encontró rodeando la parte de atrás de la iglesia del Omnium Sanctorum. Sólo entonces admitió que se dirigía al nuevo restaurante de Consuelo Jiménez.

El camarero le trajo la carta y pidió de inmediato. El entrante de la casa llegó enseguida; jamón sobre una tostada con salmorejo. Lo disfrutó acompañándolo de una cerveza. Sintiéndose de pronto atrevido, sacó una de sus tarjetas y escribió en el dorso: Estoy comiendo aquí y me preguntaba si querrías tomar una copa de vino conmigo. Javier. Cuando el camarero regresó con el revuelto de setas, le sirvió un vaso de rioja y Javier le entregó la tarjeta.

Luego el camarero regresó con unas diminutas chuletas de cordero y le llenó la copa de vino.

– La señora no está -dijo el camarero-. Le he dejado la tarjeta sobre el escritorio para que sepa que ha estado aquí.

Falcón sabía que estaba mintiendo. Era una de las ventajas de ser detective. Se comió las chuletas sintiéndose un estúpido por haber creído en la sincronía del momento. Tomó una tercera copa de vino y pidió café. A las 10:40 volvía a estar en la calle. Se apoyó en la pared que había enfrente de la entrada del restaurante, pensando que quizá la viera al salir.

Mientras permanecía allí esperando pacientemente se puso a pensar en muchas cosas. Era asombroso lo poco que había cavilado sobre su vida interior desde que dejara de ir al psicólogo, cuatro años atrás.

Y cuando, una hora después, abandonó la vigilancia, sabía precisamente adonde se dirigía. Estaba decidido a acabar aquella relación superficial con Laura, y, si su trabajo se lo permitía, se consagraría a intentar que Consuelo volviera a entrar en su vida.

2

Sevilla. Martes, 6 de junio de 2006, 02:00 horas

Consuelo Jiménez estaba sentada en la oficina de su restaurante principal, en el corazón de La Macarena, el antiguo barrio obrero de Sevilla. Se hallaba en un estado de profunda angustia, y los tres vasitos colmados de The Macallan que se había tomado a esa hora de la madrugada no habían servido para aliviarla. Toparse con Javier a primera hora del día no había mejorado su estado, y la cosa había empeorado más al enterarse de que había comido en su restaurante, a apenas diez metros de donde ella estaba sentada en ese momento. Tenía la tarjeta delante, encima de su escritorio.

Veía con terrible claridad cuál era su estado físico y mental. No era de esas personas que, tras haber caído en la desesperación, pierden el control de su vida y acaban hundiéndose de forma inconsciente en una orgía de autodestrucción. Era una mujer más meticulosa, más cerebral. Tan cerebral que a veces se descubría contemplando su propia cabeza rubia como si la mente que había debajo fuera dando tumbos en medio del naufragio de su vida interior. Era un estado muy extraño: físicamente estaba en buena forma para su edad, mentalmente seguía muy centrada en su negocio, que le iba de maravilla, como siempre, pero… ¿cómo expresarlo? No tenía palabras para describir lo que ocurría en su interior. Todo lo que se le ocurría era una imagen que había visto en un documental sobre el calentamiento globaclass="underline" elementos vitales de la estructura primitiva de un antiquísimo glaciar se habían derretido a causa de un verano en extremo caluroso, y, sin previo aviso, una ingente masa de hielo se había derrumbado con un prolongado rugido dentro del lago que había debajo. Sabía, a partir de la espantosa plomada de sus propios órganos, que estaba presenciando un presagio de lo que le podría ocurrir a menos que hiciera algo pronto.

El vaso de whisky viajó a su boca y regresó al escritorio, transportado por una mano que ya no sentía como suya. Agradecía el etéreo escozor del alcohol porque le recordaba que seguía siendo un ser sensible. Estaba jugueteando con la tarjeta de visita, dándole vueltas y más vueltas, pasando el pulgar por las letras del nombre y la profesión, en relieve. El encargado llamó y entró.

– Ya hemos acabado -dijo-. Cerraremos en cinco minutos. Ya no queda nada más que hacer… debería irse a casa.

– El hombre que estuvo aquí antes, uno de los camareros me ha dicho que lo había visto fuera. ¿Está seguro de que se ha ido?

– Estoy seguro -dijo el encargado.

– Saldré por la puerta lateral -dijo ella, lanzándole una de sus miradas duras y profesionales.

El encargado retrocedió. Consuelo lo lamentó por él. Era un buen hombre que sabía cuándo una persona necesitaba ayuda y cuándo esa ayuda resultaba inaceptable. Lo que sucedía en el interior de Consuelo era demasiado personal para poder arreglarse con una charla de madrugada entre la dueña y el encargado. No se trataba de facturas sin pagar ni de clientes difíciles. Se trataba de… todo.

Volvió a centrar la atención en la tarjeta. Pertenecía a una psicóloga clínica llamada Alicia Aguado. En los últimos dieciocho meses Consuelo había concertado seis citas con esa mujer, pero no había acudido a ninguna. En cada cita que había concertado había dado un nombre distinto, pero Alicia Aguado había reconocido su voz ya en la primera llamada. Claro que la había reconocido. Era ciega, y la ceguera desarrollaba los otros sentidos. En las últimas dos ocasiones, Alicia Aguado le había dicho: «Si alguna vez tiene que venir a verme, llámeme. Le haré un hueco siempre que quiera… a primera hora de la mañana o a última de la noche. Quiero que comprenda que siempre estoy aquí si me necesita». Eso había desconcertado a Consuelo. Alicia Aguado lo sabía. Incluso el gélido tono profesional de Consuelo había delatado su necesidad de ayuda.

La mano cogió la botella y volvió a llenar el vaso. El whisky se vaporizó en su mente. También sabía por qué quería ver a esa psicóloga en concreto: Alicia Aguado había tratado a Javier Falcón. Cuando se topó con él en la calle, fue como un recordatorio. Pero un recordatorio, ¿de qué? ¿Del «lío» que había tenido con él? Lo llamaba lío porque eso era lo que parecía desde fuera: unos días de cenas y sexo salvaje. Pero ella los había interrumpido porque… Se retorció en la silla al recordarlo. ¿Qué razón le había dado? ¿Que se ponía imposible cuando se enamoraba? ¿Que se convertía en otra persona cuando tenía una relación? Fuera la que fuera, había inventado algo imposible de rebatir, se negó a verle o a contestar a sus llamadas. Y ahora él regresaba, como una motivación extra.

Consuelo no había podido pasar por alto un estado psicológico reciente y más preocupante, en el que había comenzado a encontrarse en los momentos en los que no trabajaba con su energía habitual, feroz y casi obsesiva. Cuando se distraía o se cansaba al final del día comenzaba a pensar en el sexo, pero como un intruso a medianoche. Se imaginaba teniendo relaciones nuevas y vigorosas con desconocidos. Sus fantasías se dirigían hacia hombres duros y posiblemente peligrosos y asumían dimensiones pornográficas, y ella se hallaba en el centro de actividades casi inconcebibles. Consuelo siempre había detestado la pornografía, la había encontrado desagradablemente biológica y aburrida, pero ahora, por mucho que intentaba combatirlo con su inteligencia, era consciente de su excitación: saliva en la boca, una constricción en la garganta. Y estaba volviendo a ocurrir, en aquel momento, incluso con su mente aparentemente ocupada en otras cosas. Echó la silla hacia atrás de una patada, lanzó la tarjeta de Aguado dentro del bolso, cogió el paquete de cigarrillos, encendió uno y se puso a dar vueltas por la oficina, fumando demasiado y demasiado rápido.