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No obstante, sus jefes estaban menos confiados, sabiendo que sólo habían tropezado hasta el momento con una fuerza defensora local y, habiendo sido enviadas al centro de Chamteth señales referentes a la invasión, el poderlo de un vasto continente debía de estar organizándose para atacarlos.

Capítulo 11

El general Risdel Dalacott descorchó el pequeño frasco de veneno y olió su contenido.

El líquido transparente tenía un extraño aroma, como de miel y pimienta mezcladas. Era una destilación de extractos de doncellamiga, la hierba que masticada regularmente por las mujeres prevenía la concepción. En su forma concentrada, era incluso más adversa para la vida, proporcionando una huida dulce e indolora y del todo segura de los problemas de la existencia. Era enormemente apreciada entre la aristocracia de Kolkorron que no gustaba de los métodos tradicionales, más honorables pero muy sangrientos, de suicidarse.

Dalacott vació la botella en su taza de vino y, tras sólo unos instantes de duda, tomó un sorbo de prueba. El veneno apenas era apreciable y podía decirse incluso que mejoraba el sabor del vino, añadiéndole una pizca de dulzura picante. Tomó otro sorbo y dejó a un lado la taza, deseando no desvanecerse demasiado pronto. Todavía debía realizar una última tarea que se había impuesto.

Recorrió su tienda con la vista. Ésta sólo estaba amueblada con una estrecha cama, un baúl, un escritorio portátil y varias sillas plegables sobre una estera de paja. A otros oficiales del estado mayor les gustaba rodearse de lujo para suavizar los rigores de la campaña, pero ése nunca fue el estilo de Dalacott. Siempre había sido un soldado y vivido como tal. Había decidido morir mediante el veneno en lugar de la espada porque ya no se consideraba merecedor de la muerte de un soldado.

Dentro de la tienda había oscuridad, la única luz procedía de una lámpara de campaña que se autoabastecía atrayendo cierta clase de bacterias. Encendió una segunda lámpara y la colocó sobre su escritorio, sintiéndose aún un poco extrañado de que tal operación fuera necesaria para leer durante la noche. En aquella parte al oeste de Chamteth, al otro lado del río Naranja, Overland no era visible desde el horizonte y el ciclo diurno consistía en doce horas de luz ininterrumpida seguidas de doce horas de oscuridad total. Probablemente, en Kolkorron hubiera ocurrido lo mismo si sus científicos hubiesen planeado un sistema eficaz de iluminación mucho tiempo atrás.

Dalacott levantó la tapa de su escritorio y sacó el último volumen de su diario, el del año 2629. Estaba encuadernado en cuero verde y tenía una hoja para cada día del año. Abrió el libro y pasó lentamente las páginas, resumiendo toda la campaña de Chamteth en cuestión de minutos, escogiendo los acontecimientos clave que, insensiblemente al principio, lo habían conducido a su desintegración personal como soldado y como hombre…

DÍA 84. El príncipe Leddravohr tenía un extraño humor en la reunión de hoy del estado mayor. Me pareció que estaba exaltado y alegre, a pesar de las noticias de graves pérdidas en el frente sur. Una y otra vez hizo referencia al hecho de que los pterthas parecían escasear en esta parte de Land. No es dado a confiar sus más profundos pensamientos; pero reconstruyendo comentarios confusos y fragmentarios, tengo la impresión de que alberga la idea de persuadir al rey a abandonar todo el asunto de la migración a Overland.

Su razonamiento parece basarse en que tales medidas serían innecesarias si se demostrara que, por alguna razón, las condiciones en la Tierra de los Largos Días son desfavorables para los pterthas. En ese caso, Kolkorron sólo necesitaría someter a Chamteth y transferir la sede del poder y el resto de la población a este continente; una operación mucho más lógica y natural que intentar desplazarse a otro planeta…

DÍA 93. La guerra no va bien. Estos hombres son guerreros decididos, valientes y dotados. No puedo aceptar la posibilidad de nuestra derrota, pero la verdad es que habríamos sido severamente probados incluso en los días en que contábamos con cerca de un millón de hombres sometidos a un gran adiestramiento. Hoy en día tenemos sólo un tercio de ese número, con una proporción inquietantemente alta de recién alistados, y vamos a necesitar suerte además de todo nuestro talento y coraje si la guerra ha de proseguir con éxito.

Un factor importante a nuestro favor es que este país tiene grandes recursos, en especial brakkas y cultivos comestibles. El sonido de las descargas polinizadoras de los brakkas es constantemente confundido por mis hombres con los cañonazos del enemigo, y disponemos de una gran cantidad de cristales de energía para nuestra artillería pesada. No hay ninguna dificultad en mantener bien alimentados a nuestros ejércitos, a pesar de los esfuerzos que hacen los chamtethanos para quemar las cosechas que se ven obligados a abandonar.

Las mujeres chamtethanas, e incluso niños de muy corta edad, se complacen en esa forma de destrucción si se les permite tomar sus propias decisiones. Con nuestros efectivos militares forzados hasta el límite, no es posible distraer tropas de combate en labores de vigilancia y, por esa razón, Leddravohr ha decretado no hacer prisioneros, sin diferencias por sexo o edad.

Parece lógico, militarmente hablando, pero me he puesto enfermo por las grandes carnicerías que he presenciado últimamente. Incluso los soldados más duros realizan su tarea con una expresión lúgubre en sus rostros, y por la noche en los campamentos, el poco júbilo que se percibe tiene un carácter artificial y forzado.

Éste es un pensamiento sedicioso, un pensamiento que yo no expresaría en ningún otro lugar excepto en la intimidad de estas páginas, pero una cosa es extender los beneficios del imperio a las tribus bárbaras e ignorantes, y otra muy distinta llevar a cabo la aniquilación de un gran pueblo cuyo único delito fue preservar sus recursos de brakkas.

Nunca he tenido tiempo para la religión, pero ahora, por primera vez estoy empezando a entender lo que significa la palabra «pecado»…

Dalacott interrumpió su lectura y cogió la taza de vino esmaltada. Durante un momento miró fijamente su adornado fondo y, resistiendo la tentación de beber todo su contenido, tomó un pequeño sorbo. Mucha gente parecía estar llamándolo desde el otro lado de esa barrera que separaba la vida de la muerte: su esposa Toriane, Aytha Maraquine, su hijo Oderan, Conna Dalacott y el pequeño Hallie…

¿Por qué había sido escogido para quedarse, durante más de setenta años, con la falsa bendición de la inmunidad, cuando otros podrían haber hecho mejor uso que él del don de la vida?

Sin ningún pensamiento consciente, la mano derecha de Dalacott se deslizó dentro de uno de sus bolsillos y cogió el curioso objeto que había encontrado a la orilla del Bes- Undar hacía muchos años. Frotó su dedo pulgar con un movimiento circular sobre su superficie espejada, mientras empezaba de nuevo a pasar las páginas de su diario.

DÍA 102. ¿Cómo se explican las maquinaciones del destino?

Esta mañana, después de haber estado postergándolo durante muchos días, empecé a firmar una serie de menciones honoríficas que había sobre mi escritorio y descubrí que mi propio hijo, Toller Maraquine, sirve como soldado raso en uno de los regimientos que están a mis órdenes.

Parece ser que ha sido recomendado para la medalla al valor no menos de tres veces a pesar de la brevedad de su servicio y su falta de entrenamiento reglamentario. En teoría, un recién alistado, como debe serlo él, no debe pasar mucho tiempo en la línea de combate, pero quizá la familia Maraquine ha usado sus íntimas relaciones con la corte para que Toller avance en su tardía carrera militar. Esto es algo que debo averiguar si alguna vez me lo permiten las obligaciones de mi mando.