Выбрать главу

 Quien lo hubiese observado, habría notado el relámpago de odio que fulguró en sus ojos.

 -Espero, Banes, que me seas tan amigo como lo eras del comandante Solilach. Estrecha mi mano; no quiero que un robusto y valiente marinero como tú me guarde rencor.

 El brasilero dio sin estremecerse la mano al pirata y se retiró con Bonga a la cuadra. Cuando estuvieron en ella y comprobó que no había nadie, preguntó al africano:

 -¿Unirás tus fuerzas a las mías para vengar al capitán?

 -Tan dispuesto estoy a ello que no trepidaría en hacer saltar la nave y hundirme con sus restos.

 -Bien, amigo Bonga. Somos dos solos y tenemos que hacer frente a más de treinta miserables siempre listos para liquidarnos a la menor sospecha. Como ves, ahora no es posible hacer nada, pero llegará nuestro día y ése será el del exterminio para esta banda de forajidos.

 -¡Con tal de que ese día no sea muy lejano!

-No lo creo. Mientras tanto, finjámonos amigos de todos.

Salieron en silencio y fueron a reunirse con los demás marineros que estaban halando las brazas. Poco después, el “Garona” enderezaba su proa hacia el Cabo de Hornos.

Capítulo 13. El islote del Pacifico

El velero corría siempre; la tripulación durante aquellas largas jornadas de navegación charlaba, formaba planes y jugaba, a la espera del día en que llegara a la roca del Océano Pacífico de que les hablara su nuevo comandante. Éste, que ya había olvidado completamente el crimen cometido con su antiguo jefe, bromeaba y reía con sus oficiales, alababa las buenas condiciones del velero y les exponía sus proyectos para mejorarlas a fin de que fuera más veloz.

Transcurrieron así quince días de gran bonanza, con tiempo favorable; pero al decimosexto, mientras el barco se hallaba en las cercanías de las islas Malvinas, el cielo se obscureció de un modo inquietante y el viento empezó a soplar con extrema violencia. Es que se entraba en las aguas del Cabo de Hornos, pasaje peligrosísimo, casi siempre agitado por terribles tempestades.

El capitán Parry ya había dispuesto que se tomasen las medidas precaucionales, pero el huracán se desencadenó de golpe y el mar enfurecido se puso a arrastrar al buque hacia la punta del continente a pesar de todos los esfuerzos que se hacían para moderar el curso de su loca carrera. Las tinieblas eran densas porque no brillaba ningún relámpago, de manera que existía el peligro de que la embarcación fuera a estrellarse contra alguna de las numerosas rocas de las proximidades de Tierra del Fuego.

 Durante la noche entera el “Garona” estuvo huyendo hacia el sur y al amanecer se encontró rodeado de numerosas montañas de hielo, icebergs flotantes, que amenazaban aplastarlo. Los marineros, atemorizados y rendidos de cansancio por las fatigosas tareas nocturnas, se mantenían asidos a las cuerdas con la fuerza de la desesperación y casi seguros de que en un momento dado serían tragados por las olas. Esta lucha terrible contra los elementos desbordados, duró dos días, hasta doblar el Cabo de Hornos: en el otro lado reinaba un mar plácido y tranquilo que contrastaba con el furor del Atlántico.

 Una suave brisa del sur hinchaba las velas y el barco, ayudado por la corriente del Perú, fue subiendo la costa a lo largo de una línea distante unas veinte millas de ella. A veces, cuando la atmósfera era transparente, se podía distinguir sin ayuda de anteojos las cumbres de los Andes, la gran cadena de montañas que forma la espina dorsal de la América del Sur. El 20 de febrero, a la puesta del sol, el vigía señaló una llama rojiza que se elevaba a prodigiosa altura y dio aviso al capitán. Éste la observó algunos minutos y explicó:

 -Si no me engaño, nos hallamos frente a la isla de Chiloé y ese resplandor proviene del volcán Corcovado… ¡Miren!

Todos los ojos se posaron sobre el pico gigantesco del que salía un enorme penacho de humo compacto. Bien pronto se presentó de frente y se le pudo admirar en sus 2,250 metros de elevación. Iluminado como estaba por el resplandor de las llamas y el claror de los últimos rayos del sol, parecía flotar en medio de un lago inflamado.

 -¿Hay muchos picos de esta altura en la América meridional? –preguntó uno de los oficiales.

 -Sí, y más importantes. Está el Aconcagua, que es el más elevado, pues mide 6,835 metros; el Chimborazo, que tiene 6,310; el Cotopaxi, de 5,943; el Cayambe, de 5,840; el Pichincha, de 4,787…

-¿Es verdad que en los flancos de este último se levanta la antigua capital del imperio peruano?

-Sí, Quito, que está a 2,827 metros de altura… ¡Miren allí, al fondo de aquella bahía: es la ciudad de Valdivia!

El 23 de febrero el “Garona” llegó a la vista de la isla Juan Fernández, que se encuentra casi frente al Callao, el puerto de Lima. Se apuntó la proa en dirección de éste y tres horas más tarde se echó el ancla a diez metros del muelle. El capitán, acompañado de los oficiales y ocho hombres, se trasladó a tierra para proveerse de armas y municiones. Banes hubiera querido ir con ellos, pero Parry no lo admitió, temiendo que pudiese denunciarlo a las autoridades peruanas; es más, encargó a cuatro marineros que no lo perdiesen de vista, lo mismo que a su compinche Bonga.

A la madrugada siguiente volvieron los expedicionarios con seis lanchas cargadas de barriles de pólvora, armas, municiones, víveres y diez cañones de treinta y seis último modelo, todo lo cual se tardó más de dos días en trasbordar. Además se llenó la cala de arena, piedras, cal y ladrillos, materiales necesarios para la construcción de un fuerte, y una vez embarcada toda esa carga, Parry ordenó dirigirse a Valparaíso para completar el rol de tripulación.

Cuando regresó a bordo después de cumplida esa misión, el capitán del “Garona” lo hizo seguido de tres embarcaciones cargadas de individuos de aspecto miserable y truculento, ciento veinte en total, de diferentes nacionalidades. Varios de ellos llevaban todavía el uniforme de las marinas chilena y peruana y otros de la angloamericana; había españoles, mexicanos, franceses y hasta chinos. Era gente probablemente escapada de la horca, restos de bandas de guerrilleros, ladrones, piratas, negreros y otras cosas peores. Pero los hombres del velero no se preocuparon de averiguar quiénes eran ni de dónde venían; los acogieron como camaradas y pronto hicieron amistad con ellos. Sólo Banes y Bonga, al ver esa extraña mezcolanza de malvivientes no pudieron contener un gesto de repugnancia.

Cuando los recién enganchados estuvieron a bordo Parry dio la orden de zarpar y la nave, cargada de velas, salió lentamente del puerto para surcar el Pacífico en dirección a Australia. El capitán contemplaba complacido, desde el palo mayor, al que estaba apoyado, cómo maniobraban los nuevos tripulantes: no todos eran perfectos marineros, a decir verdad, pero a él le importaba más que fuesen buenos combatientes, pues para el servicio de las velas sobraba con el personal antiguo. Mientras se hallaba abstraído en eso, se le acercó el flamante segundo llamándolo por su nombre, pero no lo vio ni oyó.

-¡Capitán! –repitió el otro con voz más fuerte.

-¡Ah, es usted, amigo! –le dijo risueño-. Dígame sinceramente, ¿qué piensa de los tipos que hemos enrolado?

-Que tenemos embarcada a una banda de pícaros, pero que parece gente decidida y capaz de todo. Ya veremos cómo se comportan cuando estén frente al fuego.