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El exacerbado Parry aplicó su anteojo al mar y divisó a la distancia de quince millas dos navíos al parecer de gran porte. Profiriendo maldiciones mandó suspender la operación y bracear las velas para apartarse de esa costa peligrosa y navegar hacia el sur. Cuando vio que el velero tomaba viento, trepó al palo mayor y volvió a dirigir el instrumento al horizonte. Pocos instantes después se le vio abandonar el puesto rápidamente y descender, o mejor dicho, dejarse resbalar sobre cubierta.

-¡Gran Dios! ¿Qué le pasa? –le preguntó el segundo-. Me parece sumamente inquieto.

-¡Muy malas noticias! ¡Creo que esta vez van a terminar con nosotros! Nos persiguen dos fragatas y si no les ganamos en ligereza nos mandarán al fondo sin muchos esfuerzos.

-¿Y cómo sabe que son fragatas? A esta distancia no es posible reconocerlas.

-El velamen es altísimo y además, he distinguido las portillas de las baterías. Dentro de poco verá cómo harán flotar la insignia roja en sus mástiles. Tengo también la impresión de que corren más que nosotros.

-¡Maldita expedición! ¡Todo se nos vuelve en contra! –exclamó el segundo con cólera.

-Como en Cantón se descubrió que somos piratas, ¡vaya a saber la cantidad de barcos que se habrán lanzado detrás nuestro!

-¡Y bien, nos defenderemos! Tenemos pólvora y plomo para todos.

-Sí, pero quisiera evitar un combate –declaró el comandante volviendo a su sitio de observación.

Al rato estaba de nuevo al lado del dinamarqués con la frente arrugada y la expresión sombría.

-Lo que le había dicho; son dos fragatas y nos dan la caza con enorme celo. He podido notar que van ganando terreno.

¡Pobre “Garona”! Se está poniendo viejo; se ha vuelto pesado y lento y ha dejado de ser uno de los más rápidos veleros, como lo era en tiempos del difunto capitán Solilach.

El conductor de los piratas, para consolar un poco a su lugarteniente, mandó añadir algunos pedazos de tela al velamen, aumentando así la velocidad que conservó todo el día, a la vista siempre de las naves de guerra. Al caer la noche estas se desdibujaron en la neblina y Parry vio en ello una oportunidad para desviar hacia las Filipinas, con el propósito de engañar a sus comandantes. A la mañana siguiente se encontraba a la vista de Luzón, pero desde el alba habían reaparecido las dos fragatas, y ya no se encontraba a mayor distancia de ocho millas.

Y así transcurrieron tres días de obstinada carrera bajo un viento impetuoso del norte: las embarcaciones se encontraban en aguas de Mindanao y la separación entre ellas era sólo de tres millas. El 5 de julio, el cuarto día, Parry decidió utilizar la noche para hacer falsa ruta: el tiempo le era propicio, pues el cielo se había cubierto de nubes y tras la puesta del sol las tinieblas se hicieron tan densas que no se distinguía un islote a doscientos pasos. Mandó apagar todas las luces y a la medianoche viró de bordo y enderezó hacia la Cochinchina. Navegó de este modo toda la noche, pero cuando al despuntar la aurora los piratas iban a cantar victoria y a festejar el buen resultado de la treta jugada a los navíos de guerra, con gran desesperación se los vieron delante y a menos de dos millas de distancia. Sus capitanes, que serían sin duda expertos lobos de mar, habían adivinado la artimaña y acortado camino siguiendo la línea recta en lugar del ángulo que había descrito el “Garona”.

El capitán de los filibusteros, empero, si bien sumamente contrariado, no perdió los ánimos y decidió intentar el último golpe. Viró de nuevo y tornó al viento huyendo en dirección a la isla de Paraván: sus tercos perseguidores ejecutaron la misma maniobra. Hacia la tarde se hallaban a pocas millas de esa porción de tierra y Parry afrontó resueltamente los innumerables islotes de que está circundada. Las dos fragatas, creyendo que los piratas, viéndose perdidos, intentaban hacer un desembarco, aceleraron la marcha. El ex lugarteniente de Solilach conocía a la perfección esos parajes y sabía que entre la punta de la isla de Paraván, las escolleras y la isla de Balalah, se extendía un largo banco de arena a sólo cuatro metros bajo el nivel del mar y había tomado la resolución de aventar sobre él su barco seguro de poder salvarlo sin encallar, en tanto que las fragatas difícilmente lograrían hacerlo.

A las nueve el punto peligroso distaba trescientos metros del “Garona” y el doble de sus perseguidores. Parry aferró la barra del timón y se lanzó osadamente atravesándolo como un dardo y sin dejar más que un ligero surco sobre la arena del fondo. A los pocos minutos un griterío ensordecedor se elevaba de la primera fragata, el que pronto se convirtió en alaridos de terror: se produjo un crujido horrible y mástiles, velas, cables, aparejos, se derrumbaron sobre el puente hiriendo a no pocos marineros. El otro buque, empero, había tenido tiempo de virar de bordo y evitar la catástrofe y al notar que el velero se hallaba todavía a tiro de cañón, le descargó todas las piezas de babor destrozándole bordas y vergas. El pirata respondió con una andanada y continuó la fuga dejando que los dos adversarios se las arreglasen como pudieren.

La descarga recibida había sido desastrosa para el “Garona”: el palo de mesana estaba roto en varias partes y amenazaba desplomarse; el alcázar, las bandas y el puente de mando habían sido destruidos; el timón, dañado, amenazaba fallar de un momento a otro y faltaron doce hombres al pase de lista. El barco necesitaba reparaciones urgentes, pero llevarlo a un puerto con astillero hubiera sido entregar el cuello a la soga de la horca. Capitán y segundo no sabían cómo salir del apuro.

-¡Por mil truenos! –imprecó Parry-. ¿A dónde podríamos dirigirnos? ¿En qué puerto apoyarnos?

-¡Ni qué pensar en puertos! –exclamó el segundo-. Sería un peligro demasiado grave después de haber sido descubiertos en Cantón: la noticia no tardará en ser llevada a todas partes.

-Lo sé, pero hay que buscar un lugar, entonces, en que haya madera abundante y sea desierto y seguro.

-Y encontrarlo enseguida, capitán, porque el timón no tardará en quebrarse y no tenemos repuesto. ¡Piense lo que nos sucedería si nos sorprendiese una tormenta!

-¡Estaríamos perdidos!... ¡Bueno, ya sé dónde se encuentra ese lugar, y no está lejos de aquí!

-¿Cuál es?

-La isla de Borneo.

-¡Efectivamente, capitán, es una buena elección! Desierta en gran parte, rica en bosques y delante de nosotros tenemos su costa septentrional.

Se hizo tomar a la nave esa dirección y al poco tiempo apareció el alto pico del Kini-Belú, que casi siempre se halla cubierto de nubes. El velero no marchaba a más de tres nudos por hora, pero la meta sólo distaba unas cuarenta millas. Los piratas confiaban en recorrerlas fácilmente, cuando el cielo comenzó a encapotarse, el viento a duplicar su fuerza y el mar a fabricar olas elevadas. Con todo, la embarcación, golpeada por todas partes y con el puente inundado, se mantuvo bastante bien toda la noche, pero a la madrugada, cuando no la separaban de la isla sino unas quince millas, se oyó la voz del timonel anunciar:

-¡Capitán, el timón ha desaparecido!

Toda la tripulación se lanzó a popa a comprobar la desgracia, ya que la rotura de ese precioso elemento de navegación es uno de los daños  más tremendos que puede sufrir un barco. El miedo empezó a infiltrarse en el corazón de todos esos bandoleros, e inclusive el desalmado de Parry no atinaba con el medio de remediar la situación. Sólo dos hombres parecían contentos y satisfechos con tales tribulaciones: Banes y Bonga, que veían en ellas un anuncio de que la hora de la venganza se aproximaba. Pero la ilusión les duró poco: en ese momento el jefe de los piratas, con tono enérgico e imperioso, comandaba: