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A decir verdad, la isla de Borneo no es rica en madera de construcción, pero Parry sabía que la de alcanfor, aunque no es muy dura, se la emplea en China para los juncos de guerra, de manera que eligió esos árboles para su objeto. Primero hizo que los marineros levantasen una cabaña con ramas y hojas para guardar las herramientas y en seguida que comenzaran a abatir las unidades marcadas. Entre los que formaban la partida se hallaban los seis carpinteros de a bordo. Se trabajó encarnizadamente con las hachas todo el día y se comenzó por fabricar el timón, que era la pieza más importante. A la noche todos regresaron a bordo, salvo la guardia que quedó para cuidar de la cabaña, y al día siguiente se duplicó el número de los trabajadores. Pero cuando estaban por penetrar en el bosque, Parry, que iba a la cabeza de la partida, se detuvo de golpe y preparó su fusil.

-¿Qué sucede? –le preguntó el segundo, que lo seguía de cerca.

-He percibido un silbido entre esa espesura –le informó el superior.

Los sesenta marineros se juntaron a sus jefes y formaron una línea con sus carabinas apuntando a la entrada del bosque. Hubo un minuto de silencio, luego un largo silbido atravesó el aire y de inmediato se oyó una voz salvaje que aullaba:

-¡A-birás, a-birás indujo yenkoro!

Y poco después apareció en medio de los árboles un salvaje y detrás de él varios otros, quienes al ver a los blancos prepararon sus armas y se colocaron en semicírculo en torno al primero. Eran de color de aceituna, de estatura elevada y de fiero aspecto; sus facciones podían clasificarse de regulares; tenían cabellera corta y negra y la piel punteada y tatuada con vivos colores; llevaban alrededor de los muslos cueros de tigre y a la garganta numerosos collares formados con dientes de monos y de gaviales. Sus armas consistían en largas lanzas, cerbatanas de flechas envenenadas y pesadas clavas llamadas “balan-kak”. Permanecieron un momento inmóviles y observando con curiosidad a los extranjeros, luego su jefe entonó una extraña canción y se movió en dirección a estos seguido de los suyos, todos con las manos extendidas.

Parry comprendió al instante que no traían intenciones hostiles y se dirigió a su encuentro después de hacer bajar los fusiles a su gente. Cuando el salvaje estuvo a pocos pasos del pirata blanco, se tocó la cabeza y le dirigió algunas palabras en su lengua. Este conocía algo de las costumbres de los “dayaki” por haber naufragado una vez en aquellos parajes y sabía que tocarse la cabeza significaba saludar, por lo que imitó el gesto. En el acto se engolfaron ambos en un diálogo bizarro, pero costó más de una hora de esfuerzos antes que el capitán del “Garona” pudiese entender alguna cosa.

-¿Se puede saber qué es lo que quiere este salvaje? –preguntó el segundo.

-Me ha parecido comprender que es amigo de los blancos y que comanda una pequeña tribu radicada a cinco millas de aquí.

-¿Y nos dejarán continuar tranquilamente nuestras tareas?

-Si, y hasta me ha invitado a visitar su aldea.

-Espero que no irá, capitán. No hay que fiarse mucho de estas bestias.

-No podría rechazar la invitación sin ofenderlo. Por otra parte, no iré solo.

Ordenó a los marineros que prosiguiesen los trabajos bajo la dirección del dinamarqués, eligió diez de ellos, los más fuertes y corajudos, y se unió a los nativos con que se encaminaron hacia el poblado. Llegaron en menos de una hora a un lugar ocupado por más de treinta chozas de forma oval o cónica, algunas rodeadas de empalizadas, otras adornadas con banderitas de colores y muchas con el techo cubierto de puntas aguzadas, y todo el conjunto circundado de una sólida valla para defenderse de los asaltos enemigos. Los habitantes acogieron al capitán blanco y a sus hombres cordialmente; varones y mujeres semidesnudos se agolparon para verlos cuando el jefe, que se llamaba Klanda, los conducía a su espaciosa cabaña. Allí los convidó con vino extraído de la aronga sacarífera, ananás y bananas de tamaño maravilloso y luego les dio de cenar. Cuando se puso el sol, el señor del lugar hizo que sus súbditos improvisasen una danza guerrera en honor de los visitantes y puso a su disposición varias chozas creyendo que pasarían allí la noche. Pero Parry, temiendo que los de a bordo estuviesen inquietos, declinó la oferta y guiado por diez nativos regresó con su séquito a la playa. Al día siguiente, al rayar el alba, Klanda con cien indígenas devolvió la visita y recibidos en el barco por su comandante, recorrieron todas las dependencias y recibieron luego varios regalos como ser: trozos de bronce, cuentas de vidrio, pañuelos de pocos céntimos y algunos frascos de ron.

Y así marcharon las cosas durante la semana que duró la reparación de los daños. El jefe dayaki llegaba todas las mañanas a la nave y Parry lo visitaba en la aldea; los marineros iban a dormir a bordo, pero quedaban siempre diez de ellos para vigilar el depósito de los utensilios. El segundo había aconsejado varias veces al comandante de retirar también a aquellos de la playa, pues desconfiaba de los salvajes, pero Parry se burlaba de sus recelos. El 25 de julio los trabajos quedaron terminados y se hizo una gran provisión de madera para construir trincheras en el fuerte. Cuando oscureció quedaban todavía en la playa una cantidad de herramientas y fue preciso dejar una guardia para cuidarlas.

La noche era oscura y nublada, un fuerte viento soplaba con intermitencias; gruesas gotas de lluvia caían de tanto en tanto y el mar empezaba a mugir sordamente. El capitán mandó echar también el ancla de popa y tranquilo se fue a dormir. A la medianoche, cuando las tinieblas eran más densas, los marineros de guardia fueron sorprendidos por una descarga de fusiles procedente de la playa. Dieron inmediatamente la alarma y al minuto, capitán, oficiales y tripulación, se encontraron como por encanto sobre cubierta.

-¿Qué sucede? –preguntó el comandante.

-Hemos oído tiros y tenemos miedo de que los salvajes intenten asesinar a nuestros camaradas –contestó uno de los guardias.

-Si hay pelea, oiremos más detonaciones –dijo Parry.

Reinaron algunos instantes de silencio, todo parecía en calma, cuando volvieron a sonar tiros seguidos de gritos a distancia. El jefe pirata dio un aullido de furor y los tripulantes corrieron a buscar sus armas.

-¡Los salvajes atacan a los nuestros! ¿Los oye, capitán? –hizo notar el dinamarqués.

Llegaban llamados de auxilio y alaridos frenéticos, junto con descargas de fusiles, lo que revelaba que en tierra se había entablado una lucha feroz.

-¡Capitán, están degollando a nuestros compañeros! –clamaban los marineros rodeando a su comandante.

-¿Quieren desembarcar con esta oscuridad? –preguntó el segundo.

-¡Lo vamos a intentar! –dijeron muchos.

Los tiros siguieron retumbando unos segundos más, seguidos de clamores espantosos; se vieron brillar algunas luces y luego todo quedó en silencio y envuelto en las sombras.

-¡Han de haber terminado con ellos! –dijeron los de a bordo-. ¡Vamos a vengarlos!

-¡Sí! ¡Todas las lanchas al mar! –ordenó Parry.