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-¡Venganza, capitán! ¡Venganza! –bramaban haciéndole coro sus subordinados.

-¡Sí, amigos; esos miserables no escaparán al castigo! No deben haber pasado muchos días desde que han abandonado el fuerte.

-¡Persigámoslos! ¡A muerte! ¡A muerte!

Antes de media hora el “Garona” había salido de la ensenada y volvía al mar abierto para iniciar la persecución de los fugitivos. El capitán Parry y todos sus hombres querían recuperar el fruto de sus piraterías que otros piratas les habían arrebatado. De la gente de a bordo sólo Banes y Bonga gozaban con los continuos reveses que la banda venía sufriendo desde hacía algún tiempo, como si fuese el comienzo de su expiación por el asesinato del buen capitán Solilach.

-Comandante, ¿hacia dónde enderezamos? –preguntó el dinamarqués para poder dar la ruta a los timoneles.

-Hacia el estrecho de Torres –indicó el superior-. No creo que se hallen muy lejos y no tardaremos mucho en encontrarlos.

-En efecto, no pueden tragar millas con una lancha.

-¡Si les echo las manos encima, los voy a cortar a pedacitos! –prometió el capitán.

-¡Hay que quemarlos vivos! –aconsejó la chusma salvaje.

El “Garona” navegó en dirección a Australia durante cuatro días sin divisar la chalupa de los ex tripulantes, y después de largo indecisión, Parry optó por desviarlo hacia el sudoeste. El rencor que bullía en el corazón de los filibusteros iba adquiriendo cada día mayores proporciones. ¡Ay de los fugitivos si hubiesen sido apresados en esos momentos!... En la mañana del 18 de septiembre un marinero que por casualidad había vuelto su anteojo al sur notó un punto blanco a diez millas sotavento.

-¡Son ellos! –fue el grito que se escapó de todos los pechos.

El timonel recibió la orden de dirigir el barco hacia aquella orientación y toda la piratería diseminada en los puntos de observación de bandas y mástiles, seguían con avidez las oscilaciones de la pequeña vela. A la hora sólo dos millas los separaba de ella y ya sin la menor duda de que era la que buscaban, lanzaron terribles alaridos de júbilo bestial. Los fugitivos, aferrados a los remos, los agitaban afanosamente, aunque estaban seguros de que todo esfuerzo era completamente inútil. Cuando estaban a cincuenta metros, vieron que se desprendías tres lanchas del costado del velero, las cuales volaban a cortarles la retirada. Remando con la fiebre de la desesperación, pudieron conservar la distancia durante media hora, pero pronto fueron rodeados y abordados y a pesar de la denodada resistencia que opusieron, se encontraron amarrados y transferidos al buque del que fueran marineros. Pero lo inconcebible fue que, revisada minuciosamente la embarcación que ocupaban, no se encontró una sola moneda de oro.

Los piratas regresaron a bordo furibundos, arrastrando y dando golpes a los traidores. Cuando el capitán los tuvo en su presencia, preguntó al mayor de ellos, que no tendría más de treinta años, con voz colérica:

-¿Dónde está el oro?

El interrogado cerró los párpados, apretó los dientes y no contestó.

-¡Muerte y condenación! –rugió Parry con los ojos inyectados de sangre-. ¿No quieres responderme? ¿Me crees hombre que se conforme con un encogimiento de hombros? ¡Habla o te mando que te corten la lengua!

En lugar de contestar, el fugitivo, a la par de sus compañeros, miraban con odio y terror al mismo tiempo, al comandante y a la tripulación. Un murmullo amenazante circuló por las filas de los bandoleros y algunos de ellos sacaron a relucir sus cuchillos. Parry los detuvo con un gesto.

-¡A sus puestos! ¡Es a mí a quien toca juzgar y castigar, no a ustedes!

Volvió a encararse con los apresados y con voz que le costaba trabajo hacer firme por la rabia que lo dominaba, les dijo:

-¡Con que se han puesto de acuerdo para no responder! ¡Muy bien! Pero les advierto que los someteré a los más horribles tormentos hasta que confiesen. Por ahora serán encerrados en una cabina y guardados a vista, para que tengan tiempo de reflexionar. Mañana les enseñaré de lo que soy capaz.

Entre los insultos y las maldiciones de sus camaradas, fueron llevados sin que opusieran la menor resistencia, y al día siguiente Parry mandó traer al puente sólo al hombre que había interrogado la tarde anterior. Este, cuando estuvo frente a él, cruzó los brazos sobre el pecho con toda calma y dirigió una altiva mirada a los que lo rodeaban. El que fuera su jefe lo tomó de un brazo y sacudiéndoselo brutalmente le preguntó:

-¿Dónde está el dinero? ¡Habla, canalla!

El interrogado se puso pálido pero permaneció mudo. Parry, en un acceso de furia, lo derribó de un golpe.

-¿Persistes todavía en tu silencio? Mira que la tripulación del “Garona” no te perdonará tu acción infame y hay  cien cuchillos listos para despellejarte vivo.

Blanco como la cera, pero tranquilo, el golpeado giró los ojos en torno como si buscase alguna ayuda. El capitán que lo vio, asaltado por una sospecha se lanzó de un brinco entre los marineros con las pistolas en las manos.

-¿Es que hay traidores a bordo? –gritó-. ¿Tendrá este hombre cómplices entre nosotros… ¡Cuidado, que yo no soy el capitán Solilach!

Nadie se movió, asombrados todos de que los fugitivos pudiesen tener cómplices en el barco. Parry dirigió una mirada incendiaria sobre la chusma, logró serenarse y volvió al prisionero que estaba tratando de ganar la proa. Le apuntó una de las pistolas y le preguntó con calma glaciaclass="underline"

-¿Quieres hablar?

-¡No! –contestó aquel con voz firme.

-¿Es tu última palabra?

Como respuesta su interlocutor dirigió la vista a otro lado. Entonces el jefe de los bandidos lo arrinconó contra la banca y le rompió un brazo de un pistoletazo. Instantáneamente seis o siete desalmados se echaron, cuchillo en mano, sobre el herido y le perforaron cara y pecho a puñaladas.

-Traigan a los otros –ordenó el implacable verdugo.

Entre gritos, blasfemias y maldiciones fueron traídos los cuatro compañeros del ejecutado. Estos, al ver el cuerpo destrozado, se pusieron a temblar.

-¡Si no quieren seguir la misma suerte de su compañero, hablen! –les dijo Parry.

-No… sí… sí, hablaremos –balbucieron los desgraciados.

-¿Dónde está el dinero?

-En el fuerte.

-¿En el fuerte? –exclamaron asombrados los circunstantes, mirando con incredulidad a los cuatro traidores.

El capitán hizo seña de callar y acercándose más a los declarantes les dijo en tono conminatorio:

-Pongan atención en lo que dicen, porque si mienten van a sufrir los mayores tormentos. Permanecerán encerrados hasta que lleguemos al fuerte y ¡ay de ustedes si no han dicho la verdad!

 -¿Y si la hemos dicho, nos perdonará la vida?

-Lo sabrán más tarde. Ahora díganme por qué motivo dejaron allí el tesoro en lugar de llevarlo con ustedes.

-Eso a usted no debe importarle –contestó uno de los prisioneros.

-¡Por el diablo! Quiero saberlo porque sospecho que habrán tenido algún grave motivo. Como sospecho también que pueden tener cómplices.

 -Se engaña, capitán.

-¿Quieren que se lo diga yo? –gritó entonces Parry con ira-. ¡Ustedes, miserables, trataban de llegar a Australia para vendernos al gobierno inglés y luego volver al fuerte a recoger el dinero escondido! ¡Si no hubiese sido ese su propósito no se hubieran separado del tesoro!