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Los marineros, vueltos furiosos por la revelación, quisieron arrojarse sobre los prisioneros, pero el comandante, con un gesto, los contuvo.

-Por ahora déjenlos vivir y enciérrenlos con buena guardia a la vista.

El “Garona” volvió proa al norte y cinco días después echaba el ancla en la bahía que le servía de refugio. La pirática tripulación desembarcó a los cuatro ex camaradas y los llevó a empujones por la escalinata que conducía al fuerte. Cuando llegaron a la cintura externa, estos dieron una vuelta en torno a un bastión, hicieron algunos pasos y en un punto en que se notaban señales trazadas en el suelo se volvieron hacia el capitán y declararon:

-Aquí hemos escondido el tesoro.

Cinco hombres se pusieron a excavar con zapas y pusieron al descubierto una gran caja blanca.

-En esa caja está guardado el oro –dijo uno de los prisioneros.

Parry, sin decir palabra, la hizo retirar y abrir, comprobando que no le habían mentido. Y ya seguro de haber recuperado sus malhabidas riquezas, se volvió hacia los cuatro infelices y con rencor salvaje les gritó:

-¡Y ahora, a nosotros, canallas!

-¡A muerte! –aullaron los filibusteros.

Los cuatro hombres, pálidos, temblorosos, miraron con ojos extraviados a sus feroces camaradas.

A pesar de conocer el salvajismo de sus ex camaradas, habían guardado una secreta esperanza de salvar sus vidas al devolver el oro robado.

-¡Pero… ustedes… nos habían prometido… la gracia! –clamaron.

-¿La gracia? –exclamó con risa sarcástica el inhumano Parry-. ¡Ahora verá cuál es la gracia que se aplica a los traidores!

-¡Perdón, capitán, perdón! –imploraron los infelices arrojándose a sus pies.

El desalmado hizo una seña y diez de sus forajidos los aferraron y llevaron al borde de la roca, que en aquel lugar caía casi a pico sobre el mar.

-Amigos: ¿qué pena merecen los que traicionan vilmente la confianza puesta en ellos y roban a sus camaradas? –preguntó con sonrisa siniestra.

-¡La muerte! –contestó el chusmaje, contenido a duras penas, ávido de sangre.

-¡Pues que se cumpla! –sentenció su conductor con fruición brutal.

Dos de los piratas aferraron a uno de aquellos desventurados y, a pesar de su desesperada resistencia, lo arrastraron a la orilla de la meseta y allí lo tuvieron sujeto para permitir que el capitán le descerrajase un tiro en el pecho; luego, de un empujón, lo lanzaron al vacío y toda la banda festejó el espectáculo que ofrecía su cuerpo rebotando de peña en peña hasta unirse deforme y ensangrentado en las profundidades del mar. Después que se les aplicó el mismo castigo a los otros prisioneros, el perverso comandante se dirigió a su mesnada para advertirle:

-¡Ténganlo presente: idéntico fin tendrán todos los traidores! Y ahora, amigos, vamos a olvidar con un buen festín este triste acontecimiento.

Dos horas más tarde, en la gran sala del fuerte, capitán, lugarteniente, oficiales y marineros, se entregaban a una repugnante orgía, en la que se vaciaron barriles enteros de ron en medio de una batahola infernal, festejando el retorno del viaje que ya consideraban postrero, y la recuperación del tesoro que habían dado por perdido.

Capítulo 21. La venganza de Banes

Mientras los piratas estaban abandonados a la más desenfrenada crápula, en lo alto de los bastiones, un hombre, apoyado en el afuste de un cañón, parecía hallarse absorto en graves pensamientos. Debía esperar a alguien, porque de cuando en cuando se incorporaba con movimientos de impaciencia y murmuraba frases truncas. Y a medida que pasaba el tiempo aumentaba su nerviosidad y su rostro cambiaba por momentos de expresión; en él se alternaban el odio, la tristeza, cólera, la alegría; sus labios murmuraban maldiciones, juramentos, amenazas. Era Banes, infeliz, exasperado, harto de arrastrar su vida entre todos esos miserables, que estaba esperando a Bonga para combinar entre ambos la proyectada fuga.

Se había escurrido del fuerte sin ser visto y hacía una hora que se encontraba en ese sitio. Por fin vio aparecer una sombra en el ángulo del bastión.

-¿Eres tú, Bonga? –preguntó.

-Sí –contestó el africano.

-Ya estaba temiendo que te hubiese ocurrido alguna desgracia. Veamos, ¿qué tienes que decirme?

-Cosas importantes y que no han de desagradarte. Ahora ven conmigo, después hablaremos.

Caminaron a lo largo de la muralla, descendieron por la escalinata que llevaba a la bahía, se metieron entre los escollos, subieron por una especie de quebrada y se detuvieron delante de una gruta que resultó ser una galería, la cual se adentraba seis o siete metros en la gigantesca roca en que había sido construido el fuerte.

-¿Y es para hacerme ver esto para lo que me has traído aquí? –le reprochó el brasileño.

Una mirada calurosa del ex monarca devolvió a Banes algo de su perdida fe.

-Esto es lo que servirá para vengarnos –le contestó su amigo-. Con dos picos podremos extender este corredor hasta debajo del fuerte y, ¿quién nos impedirá con algunos barriles de pólvora hacer explotar este inmundo nido de piratas?

-¿No has olvidado, entonces, al pobre capitán Solilach? –comentó Banes sinceramente conmovido.

-Todavía no has conocido a Bonga; nunca dejó de pensar en vengarlo.

-Tu plan presenta alguna dificultad, pero podemos modificarlo. En lugar de llevar al túnel la pólvora, cosa difícil y peligrosa, prolongaremos este hasta el polvorín, el cual, si no me engaño, se encuentra sobre esta línea.

-¡Perfecto, amigo Banes! Ya tengo aquí escondidos dos picos y una linterna ciega, de manera que mañana a la noche podremos ponernos a la obra.

-Convenido. Y ahora volvámonos, porque comienza a clarear y alguno podría sorprendernos.

Por la noche Banes, después de jugar al monte con algunos compañeros, se retiraba fingiendo cansancio; pero a medianoche, cuando todos dormían, se deslizó silenciosamente del recinto para unirse a Bonga que lo esperaba fuera de la muralla.

-¿Nadie te ha visto? –preguntó el negro.

-Nadie –respondió este.

 -Vamos a trabajar, entonces.

En la galería encendieron la linterna y empezaron a picar vigorosamente la roca, de la que saltaban gruesas astillas. Los dos atletas trabajaban con energía y ahínco y el corredor iba ganando profundidad a ojos vista. Al amanecer cerraron la entrada con algunas piedras y regresaron al fuerte sin ser vistos. Y así continuaron cuatro noches seguidas, durante las cuales prolongaron la galería más de ocho metros. Al quinto día se acercó a Banes uno de los viejos marineros, el cual, después de asegurarse de que nadie lo espiaba, le dijo:

-¿No sabes nada, Banes?

-¿De qué cosa?

-De la conspiración que se está tramando contra el capitán. Ya estamos cansados de él; abusa demasiado de su autoridad. ¿No quieres ser de los nuestros?

-Cuenta conmigo. ¿Quiénes la dirigen?

-Los dos oficiales.

-En el momento oportuno estaré con ustedes –prometió el brasileño con una ligera ironía en el tono-. No dejes de avisarme. Adiós.