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Esa noche los dos colosos trabajaron con un ansia febril, pues deseaban llegar al polvorín antes de que estallase la revuelta. A la siguiente notaron que a medida que se internaban en la galería, la bóveda sonaba como si estuviera vacía.

-Nos queda poca piedra que romper –expresó Banes-. La costra se vuelve cada vez más delgada.

-Continuemos –alentó Bonga.

Durantes tres horas esos hombres de hierro batieron la roca con exasperada impaciencia, excitándose uno a otro, hasta que a eso de las dos de la mañana la bóveda se quebró y pudieron penetrar en un cuarto oscuro y seco.

-¡El polvorín! –exclamaron ambos a una voz.

Unos cuarenta barriles se hallaban alineados contra los muros.

-Hay aquí pólvora suficiente para hacer saltar una ciudad entera –dijo el brasileño.

-Regresemos –sugirió el africano-. No es prudente permanecer aquí.

Acercaron un barril a la abertura y desde el agujero lo corrieron con las manos para taparla; luego abandonaron el subterráneo.

-Mañana prepararemos una lancha con víveres y después uno de nosotros prenderá fuego.

-Yo me encargaré de encender la mecha –dijo el negro.

Cuando llegaron a la entrada del fuerte se separaron con un apretón de manos. Durante el día, realizando la rutinaria fagina con los demás, se dieron cuenta de que la armonía ya no reinaba en el fuerte y las riñas a cuchilladas entre adictos y contrarios de Parry menudeaban. Finalmente se hizo la noche, una noche inclemente, oscura, tétrica; con relámpagos en el cielo y fuerte viento sudeste que agitaba las olas del mar, Banes y Bonga, apenas bajaron las sombras dejaron el fuerte y se dirigieron a la bahía. Mientras caminaban pegados a la muralla, observaron cómo los complotados se cambiaban señas misteriosas.

-Bueno –comentó Banes-; la sublevación está por estallar.

Se embarcaron en una de las lanchas estacionadas en la bahía y se trasladaron al “Garona”; allí cargaron una de las más grandes con dos sacos de galletas, dos barriles de agua, carne salada, varios fusiles, remos, velas, cuerdas y una brújula; la bajaron al agua y la acercaron al pie del islote.

-Espérame aquí mientras voy a encender la mecha –dijo Banes al africano.

-¡Pon cuidado!; no te dejes sorprender –le recomendó aquel.

Bonga saltó a tierra provisto de un segur y de una larga mecha; trepó por los escollos, recorrió la galería y penetró en el polvorín. Con el hacha destrozó dos o tres barriles y desparramó su contenido por el suelo; colocó la mecha, la desenrolló por el suelo, la encendió y ganó rápido la salida de la galería. Cuando se hallaba en ella resonó en el fuerte una descarga de fusiles seguida de formidables alaridos.

-¡La revuelta! –exclamó el negro saliendo al aire libre.

Todas las ventanas del fuerte aparecían iluminadas por numerosas antorchas: de ellas partían estampidos, gritos, gemidos e imprecaciones; a su través se veía correr a hombres rabiosos que se acuchillaban uno al otro entre vivas y mueras al capitán Parry; heridos y muertos eran lanzados por ellos al abismo.

-¡Bonga! –llamó el brasileño.

-¡Aquí estoy! –contestó el africano.

En ese instante un lampo brilló a pocos pasos y el negro rodó al suelo alcanzado en medio del pecho por una bala de fusil.

-¡Por fin te tuve! –se oyó decir a alguien con alegría feroz.

Y se vio un hombre trepar por las rocas y desaparecer en dirección al fuerte.

-¡Bonga! ¡Bonga! –aulló Banes.

-¡A mí…! ¡A mí…! –ronqueó el gigante de ébano en los estertores de la agonía.

El brasileño, con dos golpes de remo se acercó a la playa y, loco de dolor, se arrojó sobre el compañero.

-¡Huye… prendí fuego… Parry se ha vengado…! –murmuró el fiel amigo con voz débil.

Se llevó ambas manos a la herida, de la que brotaban chorros de sangre, tuvo un postrer espasmo y quedó inmóvil.

-¡Muerto! –gritó Banes desesperado-. ¡Pero no tardará en ser vengado!

Saltó a la lancha casi fuera de sí y se puso a remar afiebradamente. De repente, el islote se abrió como un volcán vomitando piedras y fuego. Una llama gigantesca se elevó al cielo y un estampido terrible sacudió la atmósfera.

-¡La venganza! ¡La venganza! –gritó el titán brasileño, y se secó una lágrima que descendía por su mejilla.

Enormes peñas lanzadas a lo alto por la violencia de la explosión, caían en la bahía y una columna de humo rojizo envolvía al islote. Todo lo construido en su cima había desaparecido: el fuerte entero había saltado al aire y en su lugar sólo había quedado la roca pelada, que seguía perdida en la inmensidad del océano, golpeada constantemente por las espumantes olas.

Conclusión

Dos meses después, una nave inglesa que había partido de la India con un cargamento de algodón para Melbourne, recogía cerca del estrecho de Torres un marinero casi muerto de hambre y atacado de un delirio furioso. Era el desventurado Banes.

Después de la terrible explosión, el vengador del capitán Solilach había tratado de alcanzar las costas meridionales de Australia, pero rechazado por vientos contrarios, anduvo errante durante esos dos meses por el extenso mar y cuando las provisiones tocaron a su fin, se había echado en el fondo de la lancha a esperar la muerte.

El barco había llegado a tiempo para salvarlo. El pobre brasileño estaba reducido a piel y huesos, pero su fuerte organismo triunfó fácilmente y al cabo de un mes, discretamente repuesto, desembarcaba en la ciudad australiana. Se radicó en ella y pudo pasar allí una vida tranquila y gracias a una pensión que le acordó el gobierno inglés como compensación por haber destruido la temible banda de piratas que infestaba esa zona.