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Leire hizo una pausa antes de seguir escribiendo. Los hechos objetivos eran así de simples. Daba igual que ella no creyera en las patrañas del curandero, la realidad, la asombrosa realidad, era que, por culpa o no del maleficio, el destino de Ruth había sido el que había vaticinado el cabrón de Omar. Y aunque durante un tiempo se pensó que el propio doctor había contratado a alguien para que llevara a cabo su amenaza, a Leire nunca le había convencido esa hipótesis. Si algo quedaba claro al estudiar a un personaje tan oscuro como el curandero era la fe que tenía en su propio poder: a pesar de que a todos les pareciera un cuento chino, Omar estaba seguro de que el ritual funcionaría.

Por primera vez en meses, Leire echó de menos un cigarrillo, pero se contuvo. Había dejado de fumar a finales del verano y no tenía la menor intención de recaer. Para calmar la ansiedad, fue hasta la cocina, cogió un par de galletas, que el médico también le había prohibido, y regresó a la mesa. Era tarde, pero al día siguiente podía dormir cuanto deseara. Cogió de nuevo el bolígrafo y volvió a la carga.

Ruth Valldaura era una persona reservada, sin demasiados amigos y sin enemigos conocidos. La opinión generalizada era que se trataba de una mujer equilibrada, atractiva, amable y con una pronunciada tendencia a la introspección. Mantenía una relación cordial con su ex marido y en su historia sentimental posterior, con Carol Mestre, no parecía haber problemas más graves que los roces habituales de cualquier pareja. Ruth había aceptado su lesbianismo, o bisexualidad, de forma abierta. No había intentado ocultarla a sus padres ni a su hijo. Su trabajo, aunque bien remunerado, tampoco la convertía en una persona rica, ni conocida más allá de los círculos de su sector. Trabajaba sola, aunque colaboraba con su pareja y asociada en la comercialización de sus diseños. De hecho, fue en el ámbito profesional donde se enamoraron.

Las investigaciones sobre su desaparición llegaron enseguida a un punto muerto. La calle donde vivía, situada en la antigua zona industrial de Poblenou, no muy lejos de donde aún vive su ex marido, quedaba bastante desierta durante los fines de semana de verano, y los escasos vecinos a los que se interrogó no aportaron ningún dato significativo.

Existen, a priori, dos alternativas que, a pesar de ser meras suposiciones, deben ser tenidas en cuenta:

1. El doctor Omar y su entorno, con maldición incluida, signifique lo que signifique.

2. Alguien cercano a Ruth, por improbable que parezca. Su ex marido, su novia, algún amigo/a.

Leire suspiró. Algo en la última frase la hizo sentirse como una traidora. Apreciaba mucho a Héctor Salgado. Le respetaba como jefe y le caía bien como persona. Y lo encontraba guapo, pensó con una sonrisa. Abel pareció protestar desde su vientre, o quizá advertirla de que ya era tarde y debía acostarse de una vez. «Ya voy, chaval. Pero que sepas que si no hubiera sido mi jefe, si tú no estuvieras ahí, y si todo fuera de otra forma, mamá le habría tirado los trastos a ese argentino.» El bebé dio otra patada y Leire se acarició la barriga. Aunque al principio le había parecido raro, ahora le encantaba notar cómo se movía. Era la prueba fehaciente de que estaba vivo.

Rápidamente escribió un párrafo más.

Existe, como siempre, una tercera opción. Un desconocido. Una persona de quien no tenemos noticia alguna, alguien que tuviera algo contra Ruth Valldaura y que se presentó en su casa aquel viernes antes de que ella saliera. Alguien a quien Ruth conocía y a quien dejó entrar en su casa sin sospechar nada extraño.

Este asesino o secuestrador X se habría visto beneficiado por las pistas que apuntaban al doctor Omar y habría tenido tiempo para esconder bien su rastro.

Hasta tal punto, pensó Leire antes de acostarse, que seis meses después nadie había logrado descubrirle.

Sara

Capítulo 5

Sara Mahler. El nombre volvió a la cabeza de Salgado durante la interminable reunión en una de las salas de la comisaría. No todo el rato, ya que el encuentro era denso y requería su concentración, pero a ráfagas, sin poder evitarlo, su mente volvía a esa mujer que el jueves de madrugada había saltado a las vías. A la foto de su pasaporte, que había visto de nuevo hacía unas horas. Sara Mahler no era guapa. Tenía la tez pálida, la nariz estrecha y los ojos azules muy pequeños. Unos rasgos centroeuropeos traicionados por un cabello negro azabache, obviamente artificial, que resaltaba aún más la blancura de su piel.

Cuando acabó la reunión eran casi las siete de la tarde. El inspector se apresuró a dirigirse a la mesa de Fort, a quien no había visto desde el día de los hechos. El agente estaba allí con Martina Andreu.

– ¿Sabemos algo más de Sara Mahler? ¿Has localizado a la familia?

Fort casi se cuadró antes de responder.

– Sí, inspector. Me costó todo el viernes y parte del sábado dar con ellos, pero por fin lo conseguí. Su padre ha llegado esta mañana desde Salzburgo. -Tardó unos segundos en añadir, en tono casi misterioso-: Es un tipo raro, la verdad. No he podido comunicarme mucho con él, porque sólo habla alemán, pero desde luego era evidente que no estaba demasiado afectado. Según lo poco que sé, hacía años que no se veían. Sara llegó a Barcelona en 2004 y, por lo que he entendido, sólo regresó a su país en una ocasión, al año siguiente. Y su padre nunca había pisado España, eso sí lo ha dicho.

El agente se calló las siguientes palabras que le había traducido la intérprete. Joseph Mahler, aprovechando el viaje, pensaba pasar unos días en Mallorca, donde tenía unos amigos. El hecho de que alguien se planteara un viaje así como la excusa para tomarse unas vacaciones había dejado al pobre agente Fort estupefacto. Y triste.

– Muy bien -dijo Salgado-. ¿Y de Sara? ¿Qué más sabemos?

Fort consultó sus notas, como si temiera olvidarse de algo.

– Sara Mahler, treinta y cuatro años. Como ya he dicho, llegó a Barcelona hace siete, a mediados de 2004. Vivía en el pasaje de Xile, cerca del mercado de Collblanc, y compartía piso con otra chica. Kristin no sé qué… No entendí el apellido. También se había ausentado durante el puente de Reyes, así que no he hablado con ella hasta hoy.

Héctor asintió, animando a Fort a proseguir.

– Según Kristin, Sara era secretaria de dirección en Laboratorios Alemany, una empresa dedicada a la fabricación y comercialización de productos cosméticos.

– ¿Te ha dado algún motivo que explique el suicidio de Sara? ¿Algún desengaño amoroso, problemas en el trabajo?

Fort negó con la cabeza.

– No, señor, pero eso no significa que no los haya. -Al ver la cara de perplejidad de su jefe, se apresuró a añadir-: Quiero decir que Kristin llevaba compartiendo piso con Sara apenas dos meses. No eran amigas ni nada por el estilo. Le pregunté si en la habitación de Sara había encontrado alguna nota. Ya sabe…

– Sí, ya sé. ¿Y?

– Le ha costado ir a mirar. Al parecer, a Sara no le gustaba que entraran en su cuarto. Le he dicho que ya no se iba a enterar y entonces sí ha ido. Pero nada. Ni nota, ni nada que se le parezca.

Por primera vez, Martina Andreu, que había estado escuchando sin participar, se volvió hacia Salgado.

– ¿Hay algo, aparte de ese mensaje macabro, que nos indique que no fue un suicidio?

– La verdad es que no. Lo más fácil es que esa mujer, agobiada por el motivo que fuera, saltara a las vías del metro por voluntad propia. Sin embargo, el mensaje y la foto no me gustan. ¿Sabemos quién lo envió, Fort?

– Será difícil, inspector. Fue enviado desde una web de mensajes gratuitos. Estamos esperando la IP, pero no suelen arrojar mucha luz.

– Entonces dedícate a cosas más tangibles -le advirtió Héctor-. Andreu, ya sé que todo esto seguramente no llevará a ninguna parte, pero tampoco está de más que Fort vaya a ver a esa tal Kristin no sé qué. Y al trabajo de Sara… Los has llamado también, ¿no? Es raro que no se haya presentado nadie. Ningún amigo, novio… -Y añadió, con su típica media sonrisa-: O amiga o novia.