Выбрать главу

Volvió a señalar, esta vez hacia el este y el oeste. Ahora se veían incendios en todas direcciones, excepto hacia el sur.

—Los rayos los iniciaron y la lluvia no sólo no los apaga, sino que parece alimentarlos como si en lugar de agua fuese aceite lo que cae a cántaros del cielo.

—Diles a los moldeadores que utilicen su magia para apagar el fuego.

—Señor, están exhaustos. —La expresión del corredor era de impotencia—. El hechizo que utilizaron para crear la barricada consumió toda su fuerza.

—¿Cómo es posible? —demandó enfurecido Samar—. No es más que un simple conjuro... ¡Bien, olvídalo!

Sabía la respuesta, aunque se hubiese negado a admitirla. En los últimos dos años los magos elfos habían notado que su poder para realizar conjuros iba disminuyendo. Era una pérdida gradual, que apenas se dejó sentir al principio y que se atribuyó a enfermedades o cansancio, pero finalmente los magos se habían visto obligados a admitir que su poder mágico se les escapaba como finos granos de arena entre los dedos. Podían retener algunos, pero no todos. Y no eran sólo los elfos. Tenían información de que ocurría lo mismo entre los humanos, pero de poco consuelo les servía saber tal cosa.

Valiéndose de la tormenta para ocultar sus movimientos, los ogros se habían deslizado sigilosos entre los corredores y arrollaron a los centinelas. La barricada de espinos ardía violentamente en varios puntos al pie de la colina. Al otro lado de las llamas se alzaba la línea de árboles, donde los oficiales hacían formar a los arqueros en filas, detrás de la barricada. Las puntas de las flechas relucían como ascuas.

El fuego mantendría a raya a los ogros durante un tiempo, pero, cuando se apagara, los monstruos se lanzarían en tropel. Con la oscuridad, la hiriente lluvia y el aullido del viento, los arqueros tenían muy pocas posibilidades de dar en el blanco antes de que los rebasaran, y cuando tal cosa ocurriese, la carnicería sería espantosa. Los ogros odiaban a todas las otras razas de Krynn, pero su aborrecimiento por los elfos tenía su origen en el principio de los tiempos, cuando los ogros eran hermosos y gozaban del favor de los dioses. Tras su caída, los elfos pasaron a ser los favorecidos, los mimados, y los ogros jamás los habían perdonado por ello.

—¡A mí, oficiales! —llamó Samar—. Jefe de campo, sitúa en línea a los arqueros, detrás de los lanceros y la barricada, y diles que no disparen hasta que reciban la orden!

Regresó corriendo al túmulo, seguido por Silvan; la sensación exultante experimentada por el joven había sido reemplazada por la tensa y feroz excitación del ataque inminente. Alhana dirigió a su hijo una mirada preocupada, pero al ver que se encontraba ileso puso toda su atención en Samar mientras otros oficiales elfos entraban en tropel.

—¿Ogros? —preguntó la elfa.

—Sí, majestad. Han aprovechado la tormenta como cobertura. Los corredores opinan que nos tienen rodeados, pero no lo sé con seguridad. Creo que la vía hacia el sur sigue abierta.

—¿Y qué sugieres?

—Que regresemos a la fortaleza de la Legión de Acero, majestad. Una retirada combatiendo. He pensado que...

Silvan dejó de prestar atención. Planes y maquinaciones, estrategias y tácticas. Estaba harto de todo eso, hastiado hasta de oír hablar de ello. Aprovechó la oportunidad para escabullirse e ir al fondo de la cripta, donde estaba su petate. Metió la mano debajo de la manta y asió la empuñadura de una espada, la que había comprado en Solace. Le encantaba esa arma, su flamante brillo. La talla del ornamentado puño simulaba el pico de un grifo, el cual no resultaba fácil de asir —se le clavaba en la palma—, pero daba un aspecto espléndido a la espada.

Silvanoshei no era soldado; jamás se había entrenado como tal, pero la culpa no recaía en el joven elfo. Alhana lo había prohibido.

—A diferencia de las mías, estas manos —decía mientras tomaba las de su hijo y las apretaba con fuerza—, no se mancharán con la sangre de sus congéneres. Estas manos curarán las heridas que su padre y yo, en contra de nuestra voluntad, nos hemos visto obligados a infligir. Las manos de mi hijo jamás derramarán sangre elfa.

Pero ahora no se hablaba de derramar sangre elfa, sino de ogro. Esta vez su madre no lo mantendría al margen de la batalla. Al haber crecido en un campamento de soldados sin ser instruido para la lucha y sin portar nunca un arma, Silvan imaginaba que los demás lo miraban con menosprecio, que en el fondo lo consideraban un cobarde. El joven había comprado la espada en secreto, había tomado unas lecciones —hasta que se aburrió de ellas— y llevaba un tiempo ansiando que se presentase la oportunidad de demostrar su destreza.

Complacido de que la ocasión hubiese llegado, Silvan se abrochó el cinturón del arma a su esbelta cintura y regresó junto a los oficiales con la espada repicando contra su muslo.

Los corredores elfos seguían llegando con noticias. El fuego antinatural consumía la barricada a un ritmo alarmante; unos cuantos ogros habían intentado atravesarlo, pero, iluminados por las llamas, resultaron ser unos blancos perfectos para los arqueros. Por desgracia, cualquier flecha que en su trayectoria se acercaba al fuego se consumía antes de llegar a destino.

Una vez establecida la estrategia para la retirada —de la que Silvan apenas entendió algo sobre retroceder hacia el sur, donde se reunirían con una fuerza de la Legión de Acero—, los oficiales volvieron a sus puestos de mando. Samar y Alhana continuaron juntos, hablando en voz baja y timbre apremiante.

Silvan desenvainó la espada con mucho ruido, la blandió en el aire y estuvo a punto de cercenar el brazo a Samar.

—¿Qué demonios...? —El oficial elfo contempló iracundo el desgarro ensangrentado en la manga de su camisa y luego dirigió una mirada furiosa al joven—. ¡Trae eso! —Alargó la mano sin darle tiempo a reaccionar y le arrebató el arma.

—¡Silvanoshei! —Alhana estaba enfadada, más de lo que su hijo la había visto jamás—. ¡No es momento para tonterías! —Le dio la espalda mostrando así su disgusto con él.

—No es ninguna tontería, madre —replicó Silvan—. ¡No te vuelvas! Esta vez no te esconderás tras un muro de silencio. ¡Oirás lo que tengo que decirte!

Lentamente Alhana se dio media vuelta y lo miró fijamente; sus ojos parecían inmensos en su pálida tez.

Los otros elfos, estupefactos y turbados, no sabían dónde mirar. Nadie desafiaba a la reina ni la contradecía, ni siquiera su voluntarioso y testarudo hijo. El propio Silvan estaba asombrado de su arranque.

—Soy príncipe de Silvanesti y de Qualinesti —prosiguió—. Es mi privilegio y mi deber sumarme a la defensa de mi pueblo. ¡No tienes derecho a impedírmelo!

—Te equivocas, hijo mío. Me asiste todo el derecho —replicó Alhana, que lo agarró por la muñeca con tanta fuerza que le clavó las uñas—. Eres el heredero. El único heredero, todo cuanto tengo... —La elfa enmudeció, lamentando sus palabras—. Lo siento, no era eso lo que quería decir. Una reina no posee nada propio. Todo lo suyo pertenece al pueblo, de modo que tú eres todo cuanto tiene tu pueblo, Silvan. Ahora ve y recoge tus cosas —ordenó. Su voz sonaba tensa por el esfuerzo que hacía para mantener el control—. Los caballeros de mi guardia te conducirán hacia las profundidades del bosque...

—No, madre, no volveré a esconderme —manifestó Silvan, que puso gran cuidado en hablar firme, tranquila y respetuosamente. Su causa estaría perdida si actuaba como un chiquillo enfurruñado—. Durante toda mi vida, cada vez que amenazaba un peligro me alejabas de allí, me metías en alguna cueva o debajo de una cama. Así, no es de extrañar que nuestra gente sienta poco respeto por mí. —Sus ojos se desviaron hacia Samar que lo observaba con seria atención—. Para variar, quiero hacer la parte que me toca, madre.

—Bien dicho, príncipe Silvanoshei —intervino Samar—. Sin embargo, los elfos tenemos un dicho: «Una espada en la mano de un amigo inexperto es más peligrosa que la espada en la mano de un enemigo». No se aprende a luchar la víspera de la batalla, joven. Sin embargo, si ese propósito tuyo es realmente en serio, me sentiré muy complacido de instruirte más adelante. Mientras tanto, hay algo que sí está en tus manos hacer, una misión de la que puedes ocuparte.