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Mina finalizó sus plegarias y, al ponerse de pie, se encontró con que todos los caballeros se hallaban postrados ante ella. En las envolventes tinieblas no veían nada, ni a los otros ni siquiera a sí mismos. Sólo la veían a ella.

—Eres mi comandante, Mina —manifestó uno, contemplándola como el hambriento mira el pan y el sediento el agua fresca—. Pongo mi vida a tu servicio.

—Al mío no —respondió ella—. Al del Único.

—¡Por el Único! —prometieron al unísono todos, y sus voces se fusionaron con el cántico que ya no resultaba amedrentador sino exultante, incitador, una llamada a las armas—. ¡Por Mina y el Único!

Las estrellas resplandecieron en los monolitos, la luz de la luna refulgió en el sinuoso relámpago del peto de Mina. Se oyó el retumbo de un trueno, pero en esta ocasión no provenía del cielo.

—¡Los caballos! —gritó uno de los caballeros—. ¡Los caballos han vuelto!

A la cabeza de los animales venía un corcel como jamás habían visto. Rojo como el vino, como la sangre, el caballo dejó muy atrás al resto, se dirigió directamente a Mina y se paró ante ella; la acarició con el hocico y apoyó la cabeza sobre su hombro.

—Envié a Fuego Fatuo en busca de vuestras monturas. Vamos a necesitarlas —explicó Mina mientras acariciaba la negra crin de corcel rojo—. Esta noche partimos hacia el sur y cabalgaremos a marchas forzadas. Debemos estar en Sanction dentro de tres días.

—¡Sanction! —exclamó Galdar—. Pero, muchacha... Eh... quiero decir, jefe de garra, los solámnicos controlan esa plaza, la ciudad está bajo asedio. Nosotros pertenecemos al puesto de destacamento de Khur, y nuestras órdenes...

—Partimos hacia Sanction esta noche —repitió Mina. Su mirada se volvió hacia el sur y se mantuvo en esa dirección.

—Pero ¿por qué, jefe de garra? —preguntó Galdar.

—Porque es donde se nos ha convocado —respondió la muchacha.

2

Silvanoshei

La extraña y anormal tormenta asedió a todo Ansalon. La tronada recorrió las tierras cual gigantescos guerreros que hiciesen retumbar el suelo con sus pisadas mientras arrojaban proyectiles de fuego. Árboles vetustos —inmensos robles que habían soportado en pie los dos Cataclismos— estallaron en llamas y fueron reducidos a cenizas en cuestión de segundos. Detrás de los tempestuosos guerreros llegaron torbellinos que destrozaron las casas lanzando al aire tablones, ladrillos, piedras y mortero con virulencia. Aguaceros torrenciales ocasionaron el desbordamiento de ríos, y las aguas arrastraron los verdes brotes de cereales que luchaban para salir de la oscuridad a la grata caricia del sol de principios de verano.

En Sanction, sitiados y sitiadores por igual dejaron de lado la pugna en curso para buscar refugio de la terrible tormenta. Barcos en alta mar intentaron capear el temporal, pero sólo consiguieron irse a pique y nunca más se supo nada de ellos, en tanto que otros llegaron más tarde a puerto singlando a trancas y barrancas, con los aparejos en pésimas condiciones y relatos de marineros sobre compañeros arrastrados por la borda y bombas trabajando día y noche para achicar agua.

En Palanthas aparecieron innumerables grietas en el techo de la Gran Biblioteca; el agua entró a cántaros en las salas, y Bertrem y los demás Estetas pelearon a brazo partido para contener la inundación y trasladar los valiosos volúmenes a un lugar seguro. En Tarsis, la precipitación fue tan torrencial que el mar que había desaparecido durante el primer Cataclismo regresó para estupefacción y maravilla de todos los habitantes. Las aguas se retiraron al cabo de unos días, dejando detrás peces que boqueaban hasta morir y un hedor infame.

La tormenta castigó la isla de Schallsea con una fuerza particularmente devastadora. El ventarrón arrancó todas las ventanas de El Hogar Acogedor. Los barcos anclados en la bahía se estrellaron contra los acantilados o contra los muelles. Una marea alta arrastró muchos edificios construidos cerca de la orilla. El número de víctimas fue altísimo y aún mayor el de las personas que se quedaron sin hogar. Multitud de refugiados acudieron en masa a la Ciudadela de la Luz para suplicar a los místicos que los socorrieran.

La Ciudadela fue un faro de esperanza en la noche más negra de Krynn. En un intento de llenar el vacío dejado por la ausencia de los dioses, Goldmoon había descubierto el poder místico del corazón, que había traído de nuevo la sanación al mundo. Ella era la prueba viviente de que, a pesar de que Paladine y Mishakal se habían marchado, sus poderes benéficos alentaban todavía en los corazones de aquellos que los habían amado.

No obstante, Goldmoon había envejecido. El recuerdo de los dioses se iba borrando y, al parecer, también estaba mermando el poder del corazón. Uno tras otro, los místicos sentían que su don menguaba coma una marea que bajaba pero que no subía nunca. Aun así, los místicos de la Ciudadela abrieron de buena gana las puertas y sus corazones a las víctimas de la tormenta y les proporcionaron cobijo y socorro, trabajando para curar a los heridos lo mejor que podían.

Caballeros de Solamnia, que habían establecido una fortaleza en Schallsea, salieron en sus corceles para batallar contra la tormenta, uno de los enemigos más temibles a los que aquellos valerosos caballeros habían hecho frente jamás. Con riesgo para sus propias vidas, arrancaron de las garras de las turbulentas aguas a personas y sacaron a otras de debajo de edificios derrumbados, trabajando bajo el azote del viento, de la lluvia y de la negrura desgarrada por relámpagos para salvar a aquellos a los que se habían comprometido proteger por el Código y la Medida.

La Ciudadela de la Luz aguantó la furia de la turbonada a pesar de que el feroz vendaval y la lluvia punzante azotaron sus edificios. Como en un último intento de descargar su furia, la tormenta lanzó granizos del tamaño de la cabeza de un hombre sobre las paredes de cristal de la Ciudadela. Allí donde el pedrisco golpeaba, aparecieron diminutas grietas en la cristalina superficie y la lluvia se filtró por ellas y resbaló por las paredes como lágrimas.

El ruido provocado por un impacto particularmente fuerte llegó de la zona donde se encontraban los aposentos de Goldmoon, fundadora y señora de la Ciudadela. Los místicos oyeron el ruido de cristal roto y corrieron llenos de pavor para comprobar si la anciana estaba a salvo. Cuál no sería su sorpresa cuando hallaron cerrada la puerta de sus habitaciones. Llamaron con los nudillos y pidieron que los dejase entrar.

Una voz grave que daba espanto oír, una voz que era la de la amada Goldmoon y sin embargo no lo era, les ordenó que la dejasen en paz y que se ocupasen de sus tareas, que había otros que necesitaban de su ayuda, pero no ella. Desconcertados, inquietos, la mayoría hizo lo que se le ordenaba. Los que permanecieron un poco más, informaron después de que oyeron un llanto desconsolado, desesperado.

—También ella ha perdido su poder —dijeron los que se encontraban al otro lado de la puerta. Creyendo que lo entendían, la dejaron sola.

Cuando finalmente llegó la mañana y el sol salió irradiando una refulgente luz roja en el cielo, la gente quedó horrorizada al comprobar la destrucción ocasionada durante la espantosa noche. Los místicos regresaron a los aposentos de Goldmoon para pedirle consejo, pero no obtuvieron respuesta, y la puerta siguió cerrada a cal y canto.

La tormenta también pasó por Qualinesti, uno de los reinos elfos separado del de sus parientes por una distancia que podía medirse no sólo en cientos de kilómetros sino también en viejos odios y recelos. En Qualinesti, el vendaval arrancó de cuajo árboles gigantescos y los zarandeó como si fuesen los finos palillos utilizados en el Quin Thalasi, un popular juego elfo. La tormenta sacudió la legendaria Torre del Sol en sus cimientos e hizo añicos los cristales de las ventanas y los espejos encastrados en las paredes para captar los rayos del astro, que cayeron sobre el suelo.