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– ¿Y negar a nuestro maestre su debido recuerdo fue mostrar respeto?

– Ése fue el precio que pagó por su arrogancia.

– Fue educado como usted.

– Lo cual demuestra que nosotros también somos capaces de errar.

Se estaba cansando de De Roquefort, así que recobró el dominio de sí mismo y dijo:

– Exijo mi derecho a un tribunal.

– Lo cual tendrá usted. Mientras tanto, será confinado.

De Roquefort hizo un gesto. Los cuatro hombres se adelantaron, y, aunque estaba asustado, el senescal decidió salir con dignidad.

Abandonó la capilla, rodeado por sus guardianes, pero en la puerta vaciló un momento y miró atrás, captando una vislumbre final de Geoffrey. El joven había permanecido en silencio mientras él y De Roquefort discutían. El nuevo maestre, como era característico, no prestaba atención a alguien tan joven. Transcurrirían muchos años antes de que Geoffrey pudiera plantear ninguna amenaza. No obstante, el senescal se intrigó.

No había ni una pizca de miedo, vergüenza o aprensión que nublara el rostro de Geoffrey.

Al contrario, su expresión era de intensa resolución.

XXV

Rennes-le-Château

Sábado, 24 de junio

9:30 am

Malone introdujo con dificultad su larguirucho cuerpo en el Peugeot. Stephanie se encontraba ya dentro del coche.

– ¿Ha visto a alguien? -preguntó ella.

– Nuestros dos amigos de anoche han vuelto. Son unos pesados.

– ¿Ningún signo de la chica de la motocicleta?

Él le habló a Stephanie de sus sospechas.

– No esperaría eso.

– ¿Dónde están los dos amigos? [2]

– En un Renault rojo carmesí en el otro extremo, más allá de la torre de las aguas. No vuelva la cabeza. No les alertemos.

Ajustó el espejo retrovisor exterior para poder ver el Renault. Ya algunos autocares turísticos y una docena más o menos de coches llenaban al arenoso aparcamiento. El cielo claro del día anterior había desaparecido, y aparecía ahora otro cubierto de tempestuosas nubes de un gris como metálico. La lluvia estaba en camino, y pronto descargaría. Se dirigían a Aviñón, a unos ciento cincuenta kilómetros de distancia, para encontrar a Royce Claridon. Malone había ya consultado el mapa y decidido la mejor ruta para despistar a cualquier posible perseguidor.

Arrancó el coche y circularon lentamente hasta salir del pueblo. Una vez más allá de las puertas de la villa, y ya en el serpenteante sendero que bajaba desde la cima, observó que el Renault se mantenía a una discreta distancia.

– ¿Cómo piensa usted perderles?

Él sonrió.

– A la antigua usanza.

– Siempre planeando por anticipado, ¿verdad?

– Alguien para quien trabajé antaño me lo enseñó.

Encontraron la carretera D118 y se dirigieron al norte. El mapa indicaba una distancia de treinta y dos kilómetros hasta la A61, la autopista de peaje que salía justo al sur de Carcasona y conducía al nordeste, a Aviñón. Unos diez kilómetros más adelante, en Limoux, la carretera se bifurcaba, una de sus ramas cruzaba el río Aude hasta entrar en Limoux, y la otra continuaba hacia el norte. Decidió que ésa sería su oportunidad.

La lluvia empezó a caer. Suavemente al principio, luego con fuerza.

Puso en marcha los limpiaparabrisas delanteros y traseros. La carretera ante ellos estaba vacía de coches a ambos lados. El que fuera un sábado por la mañana había reducido aparentemente la intensidad del tráfico.

El Renault, sus luces de niebla atravesando la lluvia, igualó su velocidad y un poco más. Malone observó por el espejo retrovisor que el Renault se situaba directamente detrás de ellos, y luego aumentaba la velocidad hasta ponerse al mismo nivel del Peugeot en la calzada contraria.

La ventanilla del pasajero se bajó y apareció un arma.

– Agárrese -le dijo a Stephanie.

Apretó el acelerador y se pegó estrechamente a una curva. El Renault perdió velocidad y se quedó detrás de ellos.

– Parece que hay cambios de planes. Nuestras sombras se han vuelto agresivas. ¿Por qué no se echa usted al suelo?

– Soy mayor. Usted conduzca.

Se deslizó por otra curva y el Renault estrechó distancias. Mantener los neumáticos pegados a la calzada era difícil. El pavimento estaba revestido de una gruesa capa de condensación y se volvía más húmedo a cada segundo. No había líneas amarillas que definieran nada y el borde del asfalto quedaba parcialmente difuminado por unos charcos que con facilidad podían producir el efecto aquaplanning en el coche.

Una bala impactó en el parabrisas trasero.

El cristal templado no estalló, pero Malone dudaba de que pudiera aguantar otro impacto. Empezó a zigzaguear, haciendo conjeturas sobre dónde terminaba el pavimento a cada lado. Divisó a un coche que se acercaba por la calzada contraria y regresó a la suya.

– ¿Puede disparar un arma? -preguntó, sin quitar los ojos de la carretera.

– ¿Dónde está?

– Bajo el asiento. Se la quité al tipo de anoche. Lleva un cargador completo. No falle. Necesito separarme un poco de esos tipos.

Ella encontró la pistola y bajó el cristal de su ventanilla. Malone la vio alargar la mano, apuntar hacia atrás y disparar cinco tiros.

Los disparos tuvieron el efecto deseado. El Renault se alejó, aunque no abandonó la persecución. Malone derrapó alrededor de otra curva, haciendo funcionar freno y acelerador como unos años atrás le habían enseñado a hacer.

Ya estaba bien de hacer el zorro.

Hizo un brusco viraje para entrar en la calzada dirección sur y apretó con fuerza los frenos. Los neumáticos se agarraron al húmedo pavimento con un crujido. El Renault pasó disparado por la calzada en dirección norte. Entonces soltó el freno, redujo entonces a segunda, y luego apretó el acelerador hasta el fondo.

Los neumáticos giraron, y después el coche saltó hacia delante.

Llevó la palanca del cambio a la quinta.

El Renault estaba ahora delante de él. Dio más gas al motor. Noventa. Cien. Ciento diez kilómetros por hora. Todo el asunto estaba resultando curiosamente estimulante. Llevaba algún tiempo sin vivir este tipo de acción.

Se desvió ahora hacia la calzada contraria situándose en paralelo al Renault.

Los dos coches estaban ahora circulando a ciento veinte kilómetros por hora en un tramo relativamente estrecho de la carretera. De repente coronaron una loma y se elevaron trazando un arco sobre el pavimento, crujiendo sonoramente los neumáticos cuando la goma se reencontró con el empapado asfalto. Su cuerpo fue proyectado hacia delante y hacia atrás, sacudiéndole el cerebro, mientras el cinturón de seguridad le mantenía en su sitio.

– Eso ha sido divertido -dijo Stephanie.

Tanto a su izquierda como a su derecha se extendían verdes campos, la campiña entera un mar de espliego, espárragos y viñas. El Renault rugía a su lado. Malone dirigió una fugaz mirada a su derecha. Uno de los tipos de cabello corto se estaba encaramando por la ventanilla del pasajero, retorciéndose para poder disparar mejor.

– Tire a los neumáticos -le dijo a Stephanie.

Ella se disponía a tirar cuando Malone vio a un camión delante, ocupando la calzada norte del Renault. Había conducido lo suficiente por las carreteras de dos calzadas de Europa para saber que, a diferencia de Norteamérica, donde los camiones conducían con desconsiderada despreocupación, aquí se movían a la velocidad de un caracol. Había confiado en encontrar alguno más cerca de Limoux, pero las oportunidades había que aprovecharlas cuando se presentaban. El camión se encontraba a no más de doscientos metros. Estarían sobre él al cabo de un momento, y, por suerte, su propia calzada estaba limpia.

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[2] En español, en el original. (N. del t.)