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—Supongo que esa expresión tuvo su origen en la Conferencia de Versalles; también están los famosos «Cuatro Grandes» del mundo del cine. Ese término se ha utilizado también para designar a personas de escasa importancia.

—Ya veo —dijo Poirot pensativamente—. He tropezado con la expresión en ciertas circunstancias en las que no es aplicable ninguna de esas explicaciones. Parece referirse a una banda de criminales internacionales o algo parecido. Sólo que...

—¿Qué? —le pregunté al ver que vacilaba.

—Que me imagino que se trata de algo en gran escala. No es más que una pequeña idea mía. ¡Ah! Pero he de terminar mi equipaje. Me queda muy poco tiempo.

—No se vaya —le dije—. Cancele su pasaje y salga en el mismo barco en que yo regreso.

Poirot se detuvo y me dirigió una mirada de reproche.

—¡Ah! Entonces no me ha entendido. He dado mi palabra, ¿comprende?, la palabra de Hércules Poirot. Ahora sólo una cuestión de vida o muerte podría detenerme.

—Y eso no es probable que suceda —murmuré con tristeza—. A menos que en el último instante se abra la puerta y entre un huésped inesperado.

De pronto nos llamó la atención un ruido procedente de la habitación interior.

—¿Qué es eso? —exclamé.

Ma foi!—dijo Poirot—. Parece como si su «huésped inesperado» estuviera en mi dormitorio.

—Pero en su dormitorio no puede haber nadie: no hay más puerta que la que comunica con esta habitación.

—Su memoria es excelente, Hastings. Sólo cabe deducir que...

—¡La ventana! ¿Es un ladrón, entonces? Pero es muy difícil trepar hasta ahí, por no decir imposible.

Me levanté y me dirigí hacia la puerta, cuando me detuvo el ruido producido por alguien que trataba de abrirla desde el otro lado.

Se abrió la puerta lentamente y el umbral enmarcó la figura de un hombre cubierto de polvo y barro de pies a cabeza. Su cara era delgada y estaba demacrada. Nos miró durante un momento, luego se tambaleó y cayó al suelo. Poirot se precipitó hacia él y levantando la vista me dijo:

—Alcánceme el coñac, deprisa.

Eché enseguida un poco de coñac en un vaso y se lo llevé. Poirot se las arregló para hacerle beber y juntos lo levantamos y llevamos al sofá. Al cabo de unos minutos abrió los ojos y miró a su alrededor con el aspecto del que tiene la mente en blanco.

—¿Qué es lo que desea, monsieur? —inquirió Poirot.

El hombre abrió sus labios y habló mecánicamente con voz extraña.

Monsieur Hércules Poirot, calle Farraway 14.

—Sí, sí. Soy yo.

El hombre no parecía entender y se limitó a repetir en el mismo tono:

Monsieur Hércules Poirot, calle Farraway 14.

Poirot le hizo varias preguntas. Unas veces el hombre no contestaba; otras repetía la misma frase. Poirot me hizo señas para que telefonease.

—Llame al doctor Ridgeway.

Afortunadamente el médico estaba en casa, y como ésta se encontraba a la vuelta de la esquina, a los pocos minutos se presentó.

—¿Qué sucede?

Poirot le dio una breve explicación y el médico empezó a examinar a nuestro extraño visitante, el cual no parecía darse cuenta en absoluto de su presencia ni de la nuestra.

—¡Hum! —exclamó el doctor Ridgeway una vez que hubo terminado de examinar a aquel hombre—. Curioso caso.

—¿Fiebre cerebral? —sugerí.

El doctor no pudo ocultar su escepticismo.

—¡Fiebre cerebral! ¡Fiebre cerebral! No existe tal cosa. Eso es una invención de los novelistas. No, este hombre ha sufrido alguna conmoción. Vino aquí impulsado por una idea persistente, la de encontrar a monsieur Poirot, calle Farraway 14, y repite esas palabras mecánicamente sin tener la menor idea de lo que significan.

—¿Afasia? —dije con ansiedad.

Esta nueva sugerencia no debió parecerle al doctor tan fuera de lugar como la anterior. No respondió, pero le entregó una hoja de papel y un lápiz.

—Veamos lo que hace con esto —observó.

Aunque durante algunos momentos el hombre no se movió, de pronto empezó a escribir febrilmente. Con igual brusquedad se detuvo y dejó caer el papel y el lápiz al suelo. El médico los recogió y movió negativamente la cabeza

—Aquí no hay nada Sólo ha garabateado el número cuatro una docena de veces, cada una de ellas más grande que la anterior. Supongo que pretende escribir el número de esta casa. Es un caso interesante, muy interesante. ¿Puede mantenerle usted aquí hasta esta tarde? He de irme ahora al hospital, pero volveré después y haré lo que sea necesario. No quiero perderme un caso tan curioso.

Le expliqué que Poirot se iba y que yo me proponía acompañarle hasta Southampton.

—No importa. Dejen al hombre aquí. No creará dificultades; está completamente agotado. Probablemente dormirá ocho horas seguidas. Hablaré con esa excelente patrona suya y le diré que le eche un vistazo de vez en cuando.

Y el doctor Ridgeway se marchó con su habitual rapidez. Poirot terminó de hacer su equipaje sin perder de vista el reloj.

—El tiempo pasa con una rapidez increíble. Bueno, Hastings, no puede decirse que le he dejado sin nada que hacer. Es un caso francamente interesante. Un hombre que viene de lo desconocido. ¿Quién es? ¿Qué es? ¡Ah! Sapristi, daría dos años de vida porque mi barco retrasara el viaje veinticuatro horas. Pero hay que disponer de tiempo... tiempo. Quizá pasen días o incluso meses antes de que pueda contarnos lo que vino a decirnos.

—Haré lo que pueda, Poirot —le aseguré. Trataré de ser un sustituto eficiente.

—Sí...

En su forma de contestar observé cierta vacilación. Tomé en mis manos la hoja de papel.

—Si tuviera que escribir una novela —dije sin pensarlo mucho—, entretejería esto con su última excentricidad y la denominaría El Misterio de los Cuatro Grandes.

Mientras hablaba señalé las cifras escritas con lápiz. Fue entonces cuando me llevé un gran susto, pues nuestro inválido salió de pronto de su estupor, se irguió en su silla y dijo clara y distintamente:

—Li Chang Yen.

Tenía el aspecto de un hombre que ha sido despertado de pronto. Poirot me hizo señas de que me callara. El hombre siguió. Hablaba con voz clara y alta, y algo en su expresión me hizo pensar que estaba citando algún informe o lección escrita.

—A Li Chang Yen se le puede considerar el cerebro de los Cuatro Grandes. Es la fuerza que los domina y los motiva. Por consiguiente, lo he denominado el Número Uno. El Número Dos rara vez es mencionado por su nombre, su símbolo es una «S» con dos líneas que la atraviesan, es decir, el signo del dólar; también por barras y una estrella. Cabe suponer, por tanto, que se trata de un súbdito estadounidense y que representa el poder de la riqueza. Parece indudable que el Número Tres es una mujer y de nacionalidad francesa. Quizá sea una de las sirenas del demi-monde, pero en definitiva nada se sabe de ella. El Número Cuatro...

Su voz desfalleció y se quebró. Poirot se inclinó hacia adelante.

—Sí —apuntó con ansiedad—, ¿el Número Cuatro?

Sus ojos estaban fijos en el rostro del hombre. Un terror invencible parecía dominarle; sus facciones se deformaban y retorcían.

—El destructor —dijo el intruso con voz entrecortada. Luego, en una convulsión final, cayó hacia atrás desmayado.

Mon dieu! —susurró Poirot—, entonces yo tenía razón. Estaba en lo cierto.