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—¿Cree usted...?

Me interrumpió.

—Llévelo a mi casa. No puedo perder un minuto más si quiero alcanzar el tren. Aunque a decir verdad preferiría perderlo. ¡Se lo digo en serio! Pero he dado mi palabra ¡Vamos, Hastings!

Dejamos a la señora Pearson, la patrona, encargada de atender al misterioso visitante, nos fuimos y alcanzamos el tren cuando ya estaba a punto de salir. Poirot se mostraba alternativamente silencioso y locuaz. Miraba por la ventanilla como un hombre perdido en sueños, y era evidente que no oía una sola palabra de las que yo le dirigía. Luego, volviendo a animarse de pronto, me abrumaba con órdenes y me recomendaba encarecidamente que le tuviese informado por cable.

Guardamos un largo silencio inmediatamente después de pasar por Woking. Como es costumbre, el tren no hacía ninguna parada hasta llegar a Southampton; sin embargo, una señal lo obligó a detenerse.

—¡Ah! Sacré mille tonnerres! —exclamó Poirot de pronto—. He sido un imbécil. Por fin lo veo claro. Es indudable que ha sido la divina providencia quien ha detenido el tren. Salte, Hastings; salte del tren, le digo.

En un instante abrió la puerta del vagón y saltó sobre la vía.

—Tire las maletas y salte usted.

Le obedecí cuando ya el tren reanudaba su marcha.

—Y ahora, Poirot —dije algo exasperado—, ¿puede decirme a qué viene esto?

—Es que amigo mío, acabo de ver la luz.

—Esa luz —dije irónicamente— me lo aclara todo.

—Así debería ser —agregó Poirot—, pero me temo... me temo mucho que no sea así. Si puede llevar dos de estas maletas, creo que me las arreglaré con las restantes.

Capítulo II

El hombre del manicomio

Afortunadamente, el tren había parado cerca de una estación. No fue preciso andar mucho hasta encontrar un garaje en donde pudimos alquilar un coche. Media hora después regresábamos a toda velocidad hacia Londres. Sólo entonces se dignó Poirot a satisfacer mi curiosidad.

—¿No lo ve? Lo mismo me pasaba a mí. Pero ahora ya lo veo. Hastings, me estaban quitando de en medio.

—¿Qué?

—Sí. Con mucha habilidad. Tanto el lugar como el método fueron elegidos con gran conocimiento y perspicacia. Tienen miedo de mí.

—¿Quiénes?

—Esos cuatro genios que se han asociado para actuar fuera de la ley. Un chino, un norteamericano, una francesa y otra persona. Quiera Dios que regresemos a tiempo, Hastings.

—¿Cree que nuestro visitante está en peligro?

—Con toda seguridad.

La señora Pearson nos saludó al llegar. Haciendo caso omiso de las muestras de asombro que dio al ver a Poirot, le pedimos información. Sus noticias nos tranquilizaron. Ni había llamado nadie ni nuestro huésped había dado señales de vida.

Con un suspiro de alivio subimos a las habitaciones. Poirot cruzó el cuarto exterior y entró en el interior. Luego me llamó con voz extrañamente agitada

—Hastings, ha muerto.

Corrí para reunirme con él. El hombre estaba en donde lo habíamos dejado, pero muerto, y debía estarlo desde hacía tiempo. Salí a toda prisa a por un médico. Sabía que Ridgeway no habría vuelto todavía. Sin embargo, encontré a un médico casi inmediatamente y volví con él.

—Este pobre hombre está muerto, en efecto. ¿Ha amparado usted a un vagabundo, eh?

—Algo por el estilo —dijo Poirot de un modo evasivo—. ¿Cuál fue la causa de la muerte, doctor?

—Es difícil saberlo. Quizá haya sido algún ataque. Presenta síntomas de asfixia. ¿Tienen gas instalado?

—No, la casa sólo dispone de luz eléctrica.

—Y las dos ventanas están abiertas. Diría que lleva muerto unas dos horas. Supongo que dará usted parte a quien corresponda. ¿No es así?

El médico se marchó y Poirot hizo las gestiones necesarias por teléfono. Después, y con cierta sorpresa por mi parte, llamó a nuestro antiguo amigo el inspector Japp y le rogó que acudiese.

Tan pronto como se completaron los trámites, la señora Pearson apareció con los ojos redondos como platos.

—Se ha presentado aquí un hombre de Hanwell, del manicomio. ¿Ha visto algo semejante? ¿Debo hacerle pasar?

Asentimos, y la patrona trajo a nuestra presencia a un hombre corpulento, vestido de uniforme.

—Buenos días, caballeros —dijo con aire jovial—. Me parece que tienen aquí a uno de mis pájaros. Anoche se nos escapó.

—Estuvo aquí —dijo Poirot con calma.

—No se escaparía de nuevo, ¿verdad? —preguntó el individuo, con cierta preocupación.

—Está muerto.

El hombre pareció más aliviado que otra cosa.

—¿De veras? Bueno, quizá haya sido mejor para todos.

—¿Era... peligroso?

—¿Quiere decir que si padecía de manía homicida? No, en absoluto. Era inofensivo. Lo que padecía era una muy aguda manía persecutoria. Siempre estuvo diciendo que una sociedad secreta china había hecho que le encerraran. Todos dicen lo mismo.

Sentí un escalofrío.

—¿Cuánto tiempo llevaba encerrado? —preguntó Poirot.

—Unos dos años.

—Comprendo —dijo Poirot con calma—. ¿No se le ocurrió a nadie que pudiera estar cuerdo?

El loquero se echó a reír.

—Si hubiera estado en sus cabales, ¿por qué habríamos de tenerlo en un manicomio? Todos dicen que están en su sano juicio, ya sabe usted.

Poirot no añadió nada más. Condujo al hombre para que viera el cadáver. Lo identificó inmediatamente.

—Es él, desde luego —dijo el empleado del manicomio, y añadió cruelmente—: Era un tipo divertido, ¿eh? Bueno, caballeros, será mejor que me marche y tome las medidas necesarias. Les liberaremos del cadáver lo antes posible. Me temo que si se realiza una investigación judicial tendrán ustedes que comparecer. Buenos días, señores.

E inclinándose con bastante torpe/a salió de la habitación arrastrando los pies.

Minutos después llegó Japp, el inspector de Scotland Yard, tan desenvuelto v atildado como de costumbre.

—Aquí me tiene, monsieur Poirot. ¿En que puedo serle útil? Tenia entendido que se había marchado a no sé qué playas tropicales.

—Mi buen Japp, quiero saber si ha visto antes a este hombre.

Llevó a Japp al dormitorio. Con cara de asombro, el inspector miró fijamente al cadáver que se hallaba sobre la cama.

—Veamos, me resulta familiar... y además me precio de tener buena memoria. ¡Cómo! ¡Pero si es Mayerling!

—¿Y quién es, o era, Mayerling?

—No es ninguno de los nuestros. Se trata de un muchacho del servicio secreto que se fue a Rusia hace cinco años. Nunca volvimos a saber nada de él. Siempre supusimos que los bolcheviques se lo habían cargado.

—Todo encaja —dijo Poirot, cuando Japp se marchó—, salvo el hecho de que parece haber muerto de muerte natural.

Con un entrecejo fruncido, que revelaba su insatisfacción, Poirot se quedó contemplando el cadáver. Un soplo de aire levantó los visillos de la ventana y mi amigo dirigió una mirada penetrante hacia ellos.

—Supongo que abrió usted las ventanas cuando lo puso en la cama, ¿verdad, Hastings?

—No, no lo hice —repliqué—. Me parece recordar que estaban cerradas.

Poirot levantó la cabeza de pronto.

—Cerradas... y ahora están abiertas. ¿Qué puede significar eso?

—Que alguien entró por ellas —sugerí.

—Es posible —concedió Poirot. Hablaba distraídamente y sin convicción. Después de unos momentos añadió:

—No es eso exactamente lo que pienso, Hastings. No me intrigaría este hecho si sólo estuviera abierta una ventana. Lo que resulta curioso es que estén abiertas las dos.

Penetró rápidamente en la otra habitación.

—La ventana de la sala de estar está abierta también y la habíamos dejado cerrada ¡Vaya!