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Se inclinó sobre el hombre muerto y examinó las comisuras de su boca minuciosamente. De pronto levantó la vista.

—Ha estado amordazado, Hastings. Lo amordazaron y luego lo envenenaron.

—¡Cielo santo! —exclamé asombrado—. Supongo que cuando le hagan la autopsia averiguaremos lo que ha pasado.

—No averiguaremos nada Lo asesinaron haciéndole inhalar ácido cianhídrico concentrado. Le obstruyeron con él la nariz. Luego los asesinos abrieron todas las ventanas y se fueron. El ácido cianhídrico es extremadamente volátil, pero tiene un acentuado olor de almendras amargas. Al no dejar rastro alguno de olor ni de juego sucio, los médicos podrían atribuir la muerte a cualquier causa natural. De modo que este hombre pertenecía al Servicio Secreto, Hastings. Y hace cinco años desapareció en Rusia.

—Los dos últimos años ha estado en el manicomio —dije—. ¿Pero en dónde estuvo durante los tres años anteriores?

Poirot negó con la cabeza y luego me asió del brazo.

—El reloj, Hastings, mire el reloj.

Seguí su mirada hasta la repisa de la chimenea. El reloj estaba parado y señalaba las cuatro.

Mon ami alguien lo ha tocado. Todavía tenía cuerda para tres días. Es un reloj con cuerda para ocho días. ¿Comprende?

—¿Y qué pretendían con eso? ¿Darnos una pista falsa para que pareciera que el crimen tuvo lugar a las cuatro?

—No, no. Ponga en orden sus ideas, mon ami. Ponga a trabajar sus celulitas grises. Es usted Mayerling. Ha oído usted algo, quizá, y se da perfecta cuenta de que está condenado. Dispone del tiempo justo para dejar una señal. Las cuatro, Hastings. El Número Cuatro, el destructor. ¡Ah! ¡Una idea! Entró deprisa en la otra habitación y descolgando el teléfono pidió que le pusieran con Hanwell.

—¿Hablo con el manicomio? Tengo entendido que hoy se ha producido una fuga. ¿Qué dice? Un momento, por favor. ¿Quiere repetirme eso? ¡Ah!, parfaitement.

Colgó el auricular y se volvió hacia mí.

—¿Ha oído, Hastings? No se ha producido ninguna fuga.

—¿Pero el hombre que vino... el empleado? —dije.

—Me pregunto... Me sorprende mucho.

—¿Quiere decir...?

—El Número Cuatro; el destructor.

Me quedé pasmado mirando a Poirot. Momentos después, al recuperar el habla dije:

—Lo reconoceremos en cuanto le veamos de nuevo, y eso ya es algo. Era un hombre de una personalidad muy marcada.

—¿Lo era, mon ami? Yo creo que no. Parece fornido y francote, y tenía la cara roja, un grueso bigote y voz ronca. A estas horas ya no concurrirá en él ninguna de esas circunstancias; por lo demás, sus ojos son inclasificables y otro tanto ocurre con sus orejas. Usa una perfecta dentadura postiza. La identificación no es una cosa tan fácil como usted cree. La próxima vez...

—¿Cree usted que habrá una próxima vez? —le interrumpí. Poirot se puso muy serio.

—Es un duelo a muerte, mon ami. Usted y yo de un lado, los Cuatro Grandes del otro. Han ganado la primera baza; pero su plan para quitarme de en medio ha fracasado. En el futuro... ¡tendrán que habérselas con Hércules Poirot!

Capítulo III

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Durante los días que siguieron a la visita del falso empleado del manicomio, tuve la esperanza de que volvería y me negué a abandonar el apartamento, siquiera fuera por un momento. Por lo que yo sabía, él no tenía ninguna razón para sospechar que hubiéramos caído en la cuenta de su artimaña. Pensé que podría volver y tratar de llevarse el cadáver, pero Poirot se burló de mi razonamiento.

Mon ami —dijo—, puede perder el tiempo en eso si quiere, pero yo tengo otras cosas que hacer.

—Entonces, Poirot —razoné—, ¿por qué corrió el riesgo de venir? Su visita tendría algún sentido si estuviera destinada a volver más tarde a por el cadáver. De ese modo podría al menos eliminar pruebas contra él; sin embargo, y tal como están las cosas, no parece haber logrado nada.

Poirot se encogió de hombros de un modo muy francés.

—Pero no se pone usted en el lugar del Número Cuatro, Hastings —dijo—. Habla de pruebas, pero ¿qué pruebas hay contra él? Es verdad que tenemos el cadáver. Pero ni siquiera podemos demostrar que el hombre fue asesinado: el ácido cianhídrico, cuando se inhala, no deja rastro. Además, no conocemos a ningún testigo que viera entrar a alguien en el apartamento durante nuestra ausencia ni hemos averiguado nada sobre los movimientos de nuestro difunto amigo Mayerling...

—No, Hastings, el Número Cuatro no ha dejado rastros, y él lo sabe. Su visita no fue más que una operación de reconocimiento. Quizá deseaba asegurarse de que Mayerling había muerto, pero lo más probable, creo yo, es que viniera a ver a Hércules Poirot para tener una conversación con el único adversario al que debe temer.

El razonamiento de Poirot me pareció típicamente egocéntrico, pero me abstuve de discutir.

—¿Y qué me dice de la investigación judicial? —pregunté. Supongo que allí explicará usted las cosas claramente y que facilitará a la policía una descripción completa del Número Cuatro.

—¿Y con qué fin? ¿Podemos presentar algo que impresione a un jurado indagador integrado por ingleses formalistas? ¿Tiene alguna utilidad nuestra descripción del Número Cuatro? No, les dejaremos que califiquen el hecho como «muerte accidental». Aunque no tengo muchas esperanzas, tal vez nuestro hábil asesino se felicite por haber engañado a Hércules Poirot en el primer asalto.

Como de costumbre, Poirot tuvo razón. No volvimos a ver al supuesto empleado, y la indagación judicial, en la que presté declaración, pero a la que Poirot ni siquiera asistió, no despertó interés alguno en el público.

Como, en vista de su proyectado viaje a América del Sur, Poirot había dado por concluidos sus asuntos antes de mi llegada, en este momento no tenía ningún caso entre manos; aunque él pasaba la mayor parte del tiempo en su apartamento, no conseguí que me comunicase gran cosa. Permanecía sentado en su sillón, absorto en meditaciones, y no daba pie a mis deseos de conversación.

Una mañana, aproximadamente una semana después del crimen, me preguntó si no me importaría acompañarle en una visita que deseaba hacer. Me complació, pues en mi opinión cometía una equivocación tratando de resolver las cosas enteramente por sí mismo. Además, yo deseaba cambiar impresiones con él sobre el caso. Pero no se mostró muy comunicativo. Ni siquiera me contestó cuando le pregunté adónde íbamos.

A Poirot le gusta envolverse en misterio. Si está en su mano no facilita una información hasta el último momento. En este caso, después de haber tomado sucesivamente un autobús y dos trenes y haber llegado a la vecindad de uno de los suburbios meridionales más deprimentes de Londres, aceptó por fin explicar el asunto.

—Vamos a ver, Hastings, al hombre que en este país sabe más de la vida clandestina de China.

—¿De veras? ¿De quién se trata?

—Un hombre del que usted nunca ha oído hablar, un tal John Ingles. En realidad, es un funcionario civil retirado, de inteligencia mediocre, que tiene la casa llena de curiosidades chinas con las que aburre a amigos y conocidos. Sin embargo, los que le conocen me han asegurado que el único hombre capaz de facilitarme la información que busco en este John Ingles.

Pocos momentos después subíamos los escalones de «Los Laureles», residencia del señor Ingles. No advertí la existencia de ningún arbusto de laurel, por lo que deduje que el nombre se lo habían puesto con arreglo a la acostumbrada y oscura nomenclatura de los barrios periféricos de Londres.

Un sirviente de cara inexpresiva nos hizo pasar hasta la habitación en que se hallaba su patrono. El señor Ingles era un hombre fornido, de cara algo amarilla, con unos ojos hundidos de naturaleza particularmente reflexiva. Se levantó para recibimos, dejando a un lado una carta abierta que había tenido en la mano y a la que hizo referencia después de saludarnos.