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Totalmente incapaz de ocultar mi asombro, hice lo que se me decía. Arriaron un bote y fui trasladado a bordo del destructor. Allí fui recibido cortésmente, pero no obtuve más información. El comandante tenía instrucciones de desembarcarme en cierto lugar de la costa belga. Allí terminaba su conocimiento del asunto y su responsabilidad.

Todo fue como un sueño. La única idea que acudía una y otra vez a mi cabeza era la de que todo debía formar parte del plan de Poirot. Debía seguir adelante ciegamente, confiando en mi fallecido amigo.

Fui desembarcado en el lugar previsto. Allí me aguardaba un automóvil y pronto corríamos rápidamente por las llanuras flamencas. Aquella noche dormí en un pequeño hotel de Bruselas. Al día siguiente proseguimos el viaje. Atravesamos una región boscosa y montañosa. Me di cuenta de que penetrábamos en las Ardenas y de pronto recordé que Poirot había dicho que tenía un hermano que vivía en Spa.

Sin embargo, no fuimos a la propia población de Spa. Dejamos la carretera principal y serpenteamos por las frondosas fragosidades de las colinas hasta que atravesamos una pequeña aldea y llegamos a una casa blanca aislada en lo alto de la falda de la montaña. El automóvil se detuvo enfrente de la puerta verde de la casa.

La puerta se abrió cuando me apeaba del automóvil y un viejo criado se inclinó en el umbral.

Monsieur le capitaine Hastings? —dijo en francés—. Están esperando a monsieur le capitaine. Si quiere hacer el favor de seguirme.

Me condujo a través del vestíbulo y abriendo una puerta se hizo a un lado para dejarme pasar.

Parpadeé un poco, pues la habitación estaba orientada hacia poniente y el sol de la tarde la inundaba. Luego se aclaró mi visión y vi una figura que me aguardaba y que me daba la bienvenida con las manos extendidas.

Era... imposible, no podía ser... pero, efectivamente, lo era.

—¡Poirot! —exclamé, y por una vez no intenté escapar del abrazo con que me abrumó.

—Pues sí, efectivamente soy yo. ¡No es tan fácil matar a Hércules Poirot!

—Pero Poirot... ¿Por qué?

—Una ruse de guerre, amigo mío, una ruse de guerre. Ahora está todo preparado para nuestro gran coup.

—¡Pero podría habérmelo dicho!

—No, Hastings, no podía Nunca, nunca, podría haber desempeñado usted el papel que desempeñó en el entierro. Fue perfecto. No podía dejar de convencer a los Cuatro Grandes.

—Pero lo que he sufrido...

—No crea que carezco de sentimientos. En parte, el engaño lo preparé a causa de usted. A mí no me importaba poner en peligro mi propia vida, pero tenía mis dudas en cuanto a estar arriesgando continuamente la suya Así es que después de la explosión, tuve una idea muy brillante. El buen Ridgeway me ayudó a llevarla a buen fin. Yo estoy muerto, usted regresa a América del Sur. Pero, mon ami, eso último es lo que usted no hubiera querido hacer. Al final tuve que preparar la carta de los abogados y un largo galimatías. Pero, sea como fuere, lo importante es que ahora está usted aquí. Y aquí nos quedaremos, perdus, hasta que llegue el momento del último gran coup: la derrota definitiva de los Cuatro Grandes.

Capítulo XVII

El número cuatro gana una baza

Desde nuestro tranquilo retiro de las Ardenas observábamos el progreso de los asuntos del gran mundo. Estábamos abundantemente provistos de periódicos y Poirot recibía diariamente un abultado sobre que evidentemente contenía todo tipo de informes. Aunque nunca me enseñaba en su actitud si su contenido había sido satisfactorio o no. Nunca abandonó su convicción de que el plan desarrollado entonces era el único que tenía probabilidades de ser coronado por el éxito.

—Como cuestión de menor importancia, Hastings —observó un día—, yo temía continuamente ser el causante de su muerte. Y eso me ponía nervioso. Pero ahora estoy satisfecho. Aun en el caso de que descubran que el Hastings que desembarcó en América del Sur es un impostor (y no creo que lleguen a descubrirlo, pues no es probable que envíen un agente que le conozca a usted personalmente), lo único que creerán es que usted trata de burlarles de algún modo hábil, a su manera, y no prestarán mucha atención al descubrimiento de su paradero. De un hecho vital, mi supuesta muerte, están totalmente convencidos. Seguirán adelante y madurarán sus planes.

—¿Y luego? —pregunté con ansiedad.

—Pues luego, mon ami, ¡la gran resurrección de Hércules Poirot! En el último minuto reaparezco, siembro por doquier la confusión, y logro la suprema victoria de la forma que me caracteriza

Me di cuenta de que la vanidad de Poirot era de la variedad más resistente. Le recordé que en más de una ocasión los triunfos habían sido para nuestros adversarios. Pero yo debiera haber comprendido que era imposible reducir el entusiasmo de Hércules Poirot por sus propios métodos.

—Ya vé Hastings. Es como ese pequeño truco que se hace con las cartas y que sin duda usted conocerá. Se toman cuatro sotas, se dividen, una en la parte superior de la baraja, otra debajo, etc. Luego se corta y se baraja y vuelven a quedar juntas de nuevo. Hasta aquí he estado luchando contra uno de los Cuatro Grandes, luego contra otro. Pero déjeme que los junte, como las cuatro sotas en la baraja, y entonces, coup, ¡los destruiré a todos!

—¿Y cómo se propone reunirlos? —pregunté.

—Esperando el momento supremo. Estando perdu hasta que ellos se encuentren preparados para asestar su golpe.

—Eso puede significar una larga espera.

—¡Siempre impaciente, el bueno de Hastings! Pero no, no tendremos que esperar tanto. El hombre al que temían, es decir, Hércules Poirot, ya no es un obstáculo. Cosa de unos meses como máximo.

Al hablar de que alguien ya no es un obstáculo me acordé de Ingles y de su trágica muerte y me di cuenta de que todavía no le había dicho a Poirot nada acerca del chino moribundo del hospital de St. Giles.

Poirot escuchó con gran atención mi relato.

—¿El criado de Ingles, eh? Y las pocas palabras que pronunció parecían italianas. Es curioso.

—Por eso es por lo que sospeché que podría tratarse de una estratagema de los Cuatro Grandes.

—Su razonamiento es erróneo, Hastings. Emplee las pequeñas células grises. Si sus enemigos hubieran querido engañarle, se habrían asegurado que el chino hablase el inglés inteligible y simplificado que se habla en China No, el mensaje era auténtico. Cuénteme de nuevo todo lo que oyó.

—En primer lugar hizo una referencia al Largo de Handel. Se refirió después a algo que sonaba a «carrozza», que supongo que es «carruaje».

—¿Nada más?

—Bueno, justamente al final murmuró algo así como «cara» seguido de una palabra que parecía el nombre de una mujer. Me parece que dijo Zia. Pero no creo que esto tuviera relación con lo anterior.

—No suponga eso. Cara Zia es muy importante, sin duda muy importante.

—No comprendo...

—Mi querido amigo, usted nunca comprende. Aunque, de todos modos, los ingleses no saben geografía.

—¿Geografía? —exclamé—. ¿Qué tiene que ver con esto la geografía?

—Me figuro que monsieur Thomas Cook vendría más al caso.

Como de costumbre, Poirot se negó a decir nada más, lo que constituía una de sus costumbres más irritantes. Pero observé que su actitud se hizo extremadamente alegre, como si se hubiera apuntado algún tanto.

De un modo agradable, aunque algo monótono, pasaron los días. Había una buena biblioteca y deliciosos lugares para pasear, pero yo me enojaba algunas veces por la forzada inactividad de nuestra vida y me maravillaba del estado de plácida satisfacción en que vivía Poirot. No ocurría nada que perturbara nuestra tranquila existencia y hasta finales dé junio, es decir, muy cerca del límite del plazo que Poirot había previsto, no tuvimos noticias de los Cuatro Grandes.