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En voz alta leyó la siguiente carta:

Querido señor:

Quizá no me recuerde, pero una vez le hice un gran favor en Shangai. Hágame usted ahora uno a mí. Necesito dinero para salir del país. Aunque estoy bien escondido aquí, o por lo menos eso creo, cualquier día pueden matarme. Me refiero a los Cuatro Grandes. Es una cuestión de vida o muerte. Dispongo de mucho dinero; pero no me atrevo a llegar a él por temor a que averigüen en dónde estoy. Envíeme doscientas libras en billetes. Tenga la seguridad de que se las devolveré. Se lo prometo. Le saluda atentamente.

Jonathan Whalley.

—Está fechada en el Chalet de Granito, Hoppaton, Dartmoor. Creí que se trataba de un método burdo de sacarme doscientas libras, cantidad de la que no me hubiera sido fácil prescindir. Si le sirve de algo...

Y le entregó la carta a Poirot.

Je vous remercie, monsieur. Voy a Hoppaton ahora mismo.

—¡Caramba! Esto es muy interesante. ¿Le importaría que les acompañase? —Me encantaría contar con su compañía, pero debemos ponernos en camino inmediatamente. Saliendo ahora mismo no llegaremos a Dartmoor hasta el anochecer.

John Ingles se apresuró y no tardamos en salir los tres de Paddington en tren, con dirección a la parte occidental del país. Hoppaton era un pueblecito que se arracimaba en una hondonada situada justamente enfrente de unos terrenos pantanosos. Al pueblo se llegaba por una carretera de nueve millas que nacía en Moretonhampstead. A pesar de que llegamos alrededor de las ocho, como era una tarde del mes de julio, la luz diurna era intensa todavía.

Pasamos por la estrecha calle del pueblo y nos detuvimos para preguntar a un viejo aldeano sobre el camino que debíamos seguir.

—El Chalet de Granito —dijo el viejo reflexionando—, ¿quieren ir al Chalet de Granito? ¿eh?

Le aseguramos que eso era efectivamente lo que queríamos.

El viejo señaló un pequeño chalet gris situado al final de la calle.

—Allí está el chalet. ¿Quieren ver al inspector?

—¿Qué inspector? —preguntó Poirot bruscamente—; ¿qué quiere decir?

—Entonces, ¿todavía no se han enterado del crimen? Al parecer es un asunto muy grave. Hablan de charcos de sangre.

Mon dieu! —murmuró Poirot—. Entonces tengo que ver enseguida a ese inspector.

Cinco minutos más tarde nos encerrábamos con el inspector Meadows. Éste adoptó al principio una actitud un tanto fría, pero ante el nombre mágico del inspector Japp de Scotland Yard sus modales se suavizaron.

—Sí, señor, fue asesinado esta mañana. Un asunto chocante. Telefonearon a Moreton y vine enseguida. A primera vista parecía un caso misterioso. El viejo, que tenía unos setenta años y por lo que he oído ora aficionado a empinar el codo, yacía en el suelo del cuarto de estar. Se le apreciaba una contusión en la cabeza y le habían cortado la garganta de oreja a oreja. Había sangre por todas partes, como puede usted comprender. La mujer que le guisaba, Betsy Andrews, nos dijo que su patrono tenía varias figuritas chinas de jade, que le dijo eran muy valiosas. Pues bien, las figuritas han desaparecido. Hasta ahí parecía tratarse de un caso de agresión y robo; pero esta solución ofrecía toda clase de dificultades. El viejo tenía dos personas en la casa. Una de ellas era la ya mencionada Betsy Andrews, una mujer de Hoppaton. Pero estaba también una especie de criado, Robert Grant. Grant había ido a la granja en busca de leche, como hace todos los días, y Betsy había salido a charlar con una vecina. Ella sólo estuvo fuera veinte minutos —aproximadamente entre las diez y las diez y media— y el crimen debe haberse cometido en ese lapso de tiempo. Grant fue el primero que volvió a la casa. Entró por la puerta trasera, que estaba abierta porque aquí nadie las cierra (al menos en pleno día); puso la leche en la despensa y se fue a su habitación a leer el periódico y fumar. No tenía ni la menor idea de que hubiese ocurrido algo inusitado. Por lo menos, eso es lo que dice. Luego llegó Betsy, entró en el cuarto de estar, vio lo que había sucedido y salió gritando como para despertar a los muertos. Y eso es todo lo que ha pasado, contado con absoluta escrupulosidad. Alguien entró mientras ellos dos estaban fuera, y mató al pobre viejo. Pero enseguida me llamó la atención el hecho de que el asesino debía ser un fulano con mucha sangre fría. Tuvo que llegar directamente por la calle del pueblo o saltar a través del patio trasero de alguna casa. Como puede ver, el Chalet de Granito está rodeado de casas por todas partes. ¿Cómo es posible que nadie lo viera?

El inspector hizo una pausa que subrayó con un ademán de triunfo.

—¡Ajá! Ya comprendo lo que quiere decir —dijo Poirot—. ¿Quiere continuar?

—Sí, señor. Aquí hay gato encerrado, me dije. Y empecé a mirar a mi alrededor. Esas figuritas de jade... un vulgar vagabundo, ¿iba a darse cuenta de que tenían valor? En cualquier caso, era una locura intentar una cosa así a plena luz del día. Suponga que el viejo hubiera gritado pidiendo ayuda —Supongo, inspector —dijo el señor Ingles—, que la contusión en la cabeza se la hicieron antes de matarlo.

—Exacto, señor. Primero el asesino lo golpeó para hacerle perder el sentido y luego le cortó la garganta. Eso es evidente. ¿Pero cómo demonios llegó o se fue? En un pueblecito como éste, los extraños llaman enseguida la atención. Examiné detenidamente los alrededores. Llovió la noche anterior y había huellas de pisadas bastante claras que iban y venían de la cocina. En el cuarto de estar sólo había dos grupos de huellas (las de Betsy Andrews terminaban en la puerta): las del señor Whalley, que llevaba zapatillas, y las de otro hombre, que había pisado las manchas de sangre. Seguí esas huellas ensangrentadas. Tenían su origen en la cocina, no más allá. Ése es el punto número uno. En el umbral de la puerta de Robert Grant había una mancha apenas perceptible, aunque sin duda se trataba de sangre. Ése es el punto número dos. El punto número tres es que cuando encontré las botas de Grant (él se las había quitado) vi que coincidían con las huellas. Esto zanjaba la cuestión: había sido un asunto interno. Así pues, detuve a Grant. ¿Y qué cree usted que encontré empaquetado en su baúl de viaje? Las figuritas de jade y un documento que demuestra que Robert Grant es en realidad Abraham Biggs y está en libertad provisional. Fue condenado hace cinco años por delito grave y allanamiento de morada.

El inspector hizo una pausa triunfal.

—¿Qué les parece, caballeros?

—Creo —dijo Poirot—, que el caso parece bastante claro... En realidad, de una claridad sorprendente. Este Biggs, o Grant, debe ser un hombre muy tonto y falto de instrucción, ¿verdad?

—En efecto, es un individuo inculto y vulgar. No tiene idea de lo que puede significar una huella.

—¡Es evidente que no lee novelas policíacas! Bien, inspector, le felicito. ¿Podemos echar una ojeada al lugar del crimen?

—Yo mismo les llevaré allí enseguida Me gustaría que viera usted las huellas de que le he hablado.

—A mí también me gustaría verlas. Sí, sí, será muy interesante.

Salimos inmediatamente. El señor Ingles y el inspector se adelantaron notablemente. Hice que Poirot se retrasara un poco para poder hablar con él de lo que nos había dicho el inspector.

—¿Qué piensa usted, Poirot? ¿Hay algo más de lo que se ve?

—Ésa es precisamente la cuestión, mon ami. Whalley explicaba con bastante claridad en su carta que los Cuatro Grandes andaban en su busca, y usted y yo sabemos que lo de los Cuatro Grandes no es un cuento de duendes para niños. Sin embargo, todo parece indicar que ese Grant fue quien cometió el crimen. ¿Por qué lo hizo? ¿A causa de las figuritas de jade? ¿O es un agente de los Cuatro Grandes? Confieso que esto último parece lo más probable. Por valioso que sea el jade, no es probable que un hombre como él se diera cuenta de ello... En cualquier caso, las figuritas no son lo suficientemente valiosas como para cometer un asesinato por ellas. (Eso, par exemple, debió ocurrírsele al inspector.) Podía haber robado el jade y haber huido a continuación en lugar de cometer un brutal asesinato. Sí, me temo que nuestro amigo de Devonshire no ha hecho uso de sus celulitas grises. Ha medido las huellas y se ha olvidado de reflexionar y estructurar sus ideas con el orden y el método necesarios.