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—Muy bien, así lo haré. Pero me gustaría hablar con él a solas.

El inspector se acarició el labio superior.

—Bueno, en cuanto a eso no sé si será posible, señor.

—Le aseguro que si puede usted ponerse en comunicación con Scotland Yard recibirá plena autorización.

—He oído hablar de usted, por supuesto, señor, y sé que nos ha hecho favores de vez en cuando. Pero va contra las normas.

—No obstante, es necesario —dijo Poirot con calma—. Y lo es por una razón: Grant no es el asesino.

—¿Cómo? Entonces, ¿quién es?

—Creo que el asesino es un hombre más joven. Fue hasta el Chalet de Granito en un carro, que dejó fuera. Entró, cometió el crimen, salió y se marchó de nuevo. Llevaba la cabeza descubierta y sus ropas estaban ligeramente manchadas de sangre.

—¡Pero todo el pueblo le habría visto!

—No necesariamente, si se dieron ciertas circunstancias.

—Si hubiese estado oscuro, quizá; pero el crimen se cometió en pleno día.

Poirot se limitó a sonreír.

—Y el caballo y el carro, señor... ¿Cómo podría usted saber eso? Por delante de la casa pasa un gran número de vehículos con ruedas. No puede verse la huella de uno en particular.

—Quizá no con los ojos del cuerpo; pero sí con los ojos de la imaginación.

El inspector me miró sonriendo y se tocó significativamente la frente. Yo estaba completamente desconcertado, pero tenía fe en Poirot. No se discutió más mientras regresábamos a Moreton con el inspector. A Poirot y a mí nos condujeron hasta donde estaba Grant y nos indicaron que durante la entrevista tenía que estar presente un policía. Poirot fue directamente al grano.

—Grant, sé que no ha cometido este crimen. Dígame a su modo, pero exactamente, lo que sucedió.

El detenido era un hombre de mediana estatura y facciones desagradables. Si alguien ha tenido alguna vez aspecto de presidiario era él.

—Le juro que yo no lo hice —gimoteó—. Alguien puso esas figuritas de vidrio entre mis cosas. Ha sido una trampa para echarme la culpa a mí, eso es lo que ha sido. Tal como dije, fui derecho a mis habitaciones cuando entré. No supe nada hasta que Betsy se puso a gritar. Le juro que yo no lo hice.

Poirot se levantó.

—Si no puede decirme la verdad, hemos terminado.

—Pero, jefe...

—Usted entró en el cuarto de estar. Usted sabia que su patrón había muerto y estaba preparándose para huir cuando la buena de Betsy hizo su terrible descubrimiento.

El hombre se quedó mirando fijamente a Poirot con la boca abierta

—Vamos, ¿fue así o no? Le digo solemnemente, bajo mi palabra de honor, que su única oportunidad depende de que hable con sinceridad.

—Me arriesgaré —dijo el hombre de pronto—. Fue como dice. Entré, y fui directamente hacia el patrón. Y allí estaba, muerto en el suelo y rodeado de sangre. Entonces me asusté. Ellos descubrirían mis antecedentes y con toda seguridad dirían que había sido yo quien le había matado. Sólo pensé en huir... enseguida... antes de que lo encontraran...

—¿Y las figuritas de jade?

El hombre se mostró indeciso.

—Verá usted...

—¿Las cogió por una especie de regresión al instinto, por decirlo así? Había oído decir a su patrón que las figuritas eran valiosas y pensó que ya puesto era mejor liarse la manta a la cabeza Eso lo comprendo. Ahora bien, contésteme a esto. Cuando se llevó las figuritas, ¿era la segunda vez que entraba en el cuarto de estar?

—No entré una segunda vez. Con una había tenido bastante.

—¿Está seguro de eso? —Completamente seguro.

—De acuerdo. ¿Cuándo salió usted de la cárcel?

—Hace dos meses.

—¿Cómo consiguió ese empleo?

—Por medio de una de esas sociedades de ayuda a los presos. Un individuo vino a mi encuentro cuando salí de la cárcel.

—¿Cómo era?

—No era exactamente un cura, pero lo parecía. Llevaba un sombrero de fieltro negro y hablaba de un modo un tanto rebuscado. Tenía un diente roto y llevaba gafas. Su nombre era Saunders. Dijo que esperaba que yo me hubiera arrepentido y que él me podría encontrar un buen puesto de trabajo. Fui a ver al viejo Whalley con su recomendación.

Poirot se levantó una vez más.

—Gracias. Ahora ya lo sé todo. Tenga paciencia.

Se detuvo en el umbral de la puerta y añadió:

—¿Le dio Saunders un par de botas?

Grant se quedó pasmado.

—Sí, me las dio. ¿Pero cómo lo sabe usted?

—Mi oficio consiste en saber cosas —dijo Poirot muy serio.

Después de conversar brevemente con el inspector, los dos nos fuimos al parador del Ciervo Blanco, y pedimos huevos con tocino y sidra de Devonshire.

—¿Ha aclarado algo ya? —preguntó Ingles con una sonrisa.

—Sí, el caso está ya suficientemente claro; pero me va a costar mucho trabajo demostrar mi teoría. Whalley fue asesinado por orden de los Cuatro Grandes; pero no fue Grant quien lo hizo. Un hombre muy hábil le consiguió a Grant el empleo y planeó deliberadamente hacer de él un chivo expiatorio, lo que no resultó difícil debido a los antecedentes penales de Grant. Compró dos pares de botas. Dio uno de ellos a Grant y se quedó con el otro. Fue muy sencillo. Mientras Grant estaba fuera de la casa y Betsy charlaba en el pueblo (que es lo que probablemente hizo todos los días de su vida), el asesino llegó calzando las botas duplicadas, entró en la cocina, pasó al cuarto de estar y derribó al viejo de un golpe. Luego le cortó la garganta. Volvió a la cocina, se quitó las botas, se puso otro par y llevando en las manos el primer par salió hasta su carro y se marchó.

Ingles miró fijamente a Poirot.

—Queda todavía una pega. ¿Por qué no le vio nadie?

—¡Ah! Estoy convencido de que ahí es en donde entra la habilidad del Número Cuatro. Todo el mundo lo vio y, sin embargo, nadie lo vio. ¡Se presentó en un carro de carnicero!

Proferí una exclamación.

—¿La pierna de cordero?

—Exactamente, Hastings, la pierna de cordero. Todo el mundo juró que nadie había estado en el Chalet de Granito aquella mañana; sin embargo, en la despensa encontré una pierna de cordero todavía congelada. Era lunes, por lo que la carne debía haber sido repartida aquella mañana. Si la hubieran llevado el sábado, con este tiempo caluroso, no habría permanecido congelada durante el domingo. Por consiguiente, alguien había estado en el chalet: un hombre que no atrajera la atención por dejar aquí o allí una huella de sangre.

—¡Tremendamente ingenioso! —exclamó Ingles aprobando lo que acababa de decir Poirot.

—Sí, el Número Cuatro es muy inteligente.

—¿Tanto como Hércules Poirot?

Mi amigo me lanzó una mirada de reproche con aire solemne.

—Hay bromas que no debe permitirse, Hastings —dijo sentenciosamente—. ¿Acaso no he salvado a un inocente de ser enviado al patíbulo? Para un día de trabajo creo que es más que suficiente.

Capítulo V

La desaparición de un científico

En mi opinión personal, ni siquiera cuando un jurado absolvió a Robert Grant, alias Biggs, de la acusación de asesinato en la persona de Jonathan Whalley, quedó plenamente convencido el inspector Meadows de su inocencia. Las pruebas que él había acumulado contra Grant (sus antecedentes penales, el jade que había robado, las botas que encajaban tan exactamente en las huellas de las pisadas) eran demasiado completas para perturbar fácilmente su mente práctica; pero Poirot, obligado a prestar declaración muy en centra de sus deseos, convenció al jurado. Fueron presentados dos testigos que habían visto cómo el carro del carnicero llegaba hasta el chalet el lunes por la mañana, y el carnicero local declaró que su carro sólo pasaba por allí los miércoles y los viernes.

También hubo una mujer que, al ser interrogada, recordó haber visto al hombre de la carnicería abandonando el chalet; con todo, no fue capaz de proporcionar una descripción útil del sujeto. La única impresión que parecía haber dejado en la memoria de aquella mujer fue la de que iba bien afeitado, era de estatura mediana y tenía exactamente el mismo aspecto que un dependiente de carnicería. Ante esta descripción, Poirot se encogió de hombros filosóficamente.