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Un desconocido le devolvió la mirada. Por los cinco dioses, ¿cuándo me han salido canas en la barba? Tanteó el pulcro recorte con una mano temblorosa. Al menos el pelo recién cortado no había comenzado a alejarse de su frente, no mucho. Si Cazaril hubiera tenido que calificarse de mercader, lord o erudito así ataviado, habría optado por la última opción; uno de los más fanáticos, con los ojos hundidos y algo chiflado. Su atuendo necesitaba cadenas de oro o plata, sellos, un buen cinturón con remaches o joyas, gruesos anillos con piedras refulgentes, para proclamarlo de una categoría superior. Aunque las líneas vaporosas le favorecían, pensó. Se enderezó un poco más.

En cualquier caso, el vagabundo había desaparecido. En cualquier caso… no era éste un hombre que fuera a solicitar un puesto de pinche al cocinero de un castillo.

Había planeado alquilar una cama esa noche en una posada con el resto de sus vaidas y presentarse ante la provincara por la mañana. Intranquilo, se preguntó si se habría propagado mucho el rumor del propietario de los baños. Y si le negarían la entrada en cualquier casa segura y respetable…

Ahora, esta noche. Adelante. Subiría hasta el castillo y saldría de dudas sobre si podía solicitar refugio o no. No puedo soportar otra noche de inquietud. Antes de que faltara la luz. Antes de que me falten las fuerzas.

Volvió a guardar el cuaderno de notas en el bolsillo interior de la capa chaleco negra que aparentemente lo había ocultado antes. Olvidándose del atuendo del vagabundo, apilado encima de la cama, dio media vuelta y salió de la habitación.

2

Mientras Cazaril cubría el último tramo de pendiente que lo separaba de las puertas del castillo, se arrepintió de no haber podido proveerse de una espada. Los dos guardias ataviados con la librea verdinegra del provincar de Baocia asistían a su desarmado acercamiento sin evidenciar signos de alarma, pero también sin evidenciar el interés alerta que presagiaría respeto. Cazaril saludó al que exhibía la insignia de sargento en el sombrero con un ademán austero y calculado. Reservaba el servilismo que había practicado mentalmente para otra puerta, no ésta, no si esperaba llegar más lejos. Cuando menos, merced a la lavandera, había podido informarse de los nombres que necesitaba.

– Buenas noches, sargento. Vengo a ver al castellano, sir de Ferrej. Me llamo Lupe de Cazaril. -Dejando que el sargento dilucidara, a poder ser erróneamente, si había sido convocado.

– ¿A propósito de qué, sir? -preguntó el sargento, educado pero sin mostrarse impresionado.

Cazaril enderezó los hombros; no sabía de qué olvidado cuarto trastero del fondo de su alma brotaba su voz, pero brotó seca e imperiosa de todos modos:

– A propósito de él, sargento.

Automáticamente, el sargento se puso firme.

– Sí, señor. -Su gesto indicó a su compañero que adoptara un aire marcial, y él hizo señas a Cazaril para que lo siguiera a través de las puertas abiertas-. Por aquí, sir. Preguntaré si el alcaide puede verlo.

A Cazaril se le encogió el corazón cuando vio el amplio patio adoquinado tras las puertas del castillo. ¿Cuántas suelas de zapato había desgastado deambulando por estas piedras haciendo recados para la suma familia? El maestre encargado de los pajes se había quejado de que el consumo de borceguíes iba a suponerles la bancarrota, hasta que la provincara, entre risas, había inquirido si no preferiría en vez de eso un paje perezoso que desgastara la culera de sus pantalones, pues en tal caso, ella podría conseguirle unos cuantos para que bregara con ellos.

Seguía regentando su casa con buen ojo y mano firme, al parecer. Las libreas de los guardias estaban en excelente estado, el empedrado de este patio estaba impecable, y los pequeños árboles desnudos, plantados en maceteros que flanqueaban las puertas principales, estaban rodeados de flores que acariciaban el pie de sus troncos, lozanas, alegres y perfectamente oportunas para la celebración del Día de la Hija que había de tener lugar mañana.

El guardia hizo un gesto a Cazaril para que aguardara sentado en un banco fijo a una pared, agradablemente cálido aún por el sol de ese día, mientras él se dirigía a la puerta que comunicaba con los aposentos del servicio y hablaba con un criado que podría, o quizá no, avisar al alcaide de que lo buscaba un desconocido. Todavía no se encontraba ni a medio camino de regresar a su puesto cuando su camarada asomó la cabeza por la puerta para anunciar:

– ¡Vuelve el róseo!

El sargento volvió el rostro hacia los aposentos de la servidumbre para hacerse eco de la llamada, aullar a su vez: "¡Vuelve el róseo! ¡Todo el mundo atento!" y acelerar el paso.

Los mozos y las criadas surgieron a trompicones de las diversas puertas que rodeaban el patio en el preciso instante que se percibían tras las puertas exteriores el repiqueteo de las pezuñas y los gritos de saludo. Las primeras en trasponer los arcos de piedra, inmersas en una fanfarria de cosecha propia de voces triunfales impropias de una dama, fueron una pareja de muchachas a lomos de sendos caballos piafantes con el vientre cubierto de barro.

– ¡Ganamos, Teidez! -exclamó la primera por encima del hombro. Iba vestida con una zamarra de montar de terciopelo azul, a juego con su falda abierta de lana. Su cabello escapaba al cerco de una gorra de encaje, algo torcido, en rizos que no eran rubios ni rojos sino una especie de ámbar refulgente a la agonizante luz del ocaso. Tenía una boca generosa, la piel pálida y los ojos curiosamente ribeteados por densas pestañas, entornados ahora por la risa. Su compañera, más alta, una morena jadeante vestida de rojo, sonrió y se giró en su silla para comprobar que las seguía el resto de la cabalgata.

Un caballero todavía más joven, cubierto por una chaquetilla escarlata con bestias bordadas con hilo de plata, apareció montando un caballo aún más impresionante, de un negro lustroso, cuya cola semejaba un estandarte de seda. Lo escoltaban dos mozos de rostro impasible, y lo seguía un caballero de gesto huraño. Guardaba parecido con su hermana (¿sus hermanas?). Sí, sin duda, pelo rizado, si acaso más rojizo, y la boca ancha, más fruncida.

– La carrera terminó al pie de la colina, Iselle. Has hecho trampas.

La aludida dedicó un gesto de "oh, pobrecito" a su regio hermano. Antes de que el tambaleante sirviente tuviera tiempo de colocar el banco de montar para damas que intentaba acercarle, ella se escurrió de la silla y botó sobre la puntera de sus botas.

Su compañera morena desmontó adelantándose a su vez al mozo, al que entregó las riendas, diciendo:

– Deni, dales un paseo extra a estas pobres bestias, hasta que se tranquilicen. Les hemos pegado una paliza tremenda. -Desmintiendo un tanto sus palabras, besó a su caballo en el centro de la mancha blanca que le adornaba el hocico y, cuando el animal le hubo devuelto la caricia con la seguridad que da la costumbre, se lo agradeció con alguna chuchería que sacó del bolsillo.

La última en cruzar las puertas, con un par de minutos de retraso, fue una mujer mayor de rostro congestionado.

– ¡Iselle, Betriz, no corráis! ¡Madre e Hija, dos chiquillas como vosotras no pueden atravesar medio interior de Valenda al galope como un par de lunáticas!

– Ya hemos dejado de correr. Lo cierto es que ya nos hemos detenido -señaló la muchacha morena, en toda lógica-. Por mucho que corramos, corazón santo, no podremos dejar atrás vuestra lengua. Es más rápida que el más veloz de los caballos de Baocia.

La anciana compuso una mueca de exasperación y esperó a que su mozo terminara de afianzar su banco para descabalgar.

– Vuestra abuela os regaló aquel adorable mulo blanco, rósea, ¿por qué no lo montáis nunca? Sería mucho más apropiado.

– Y mucho más leeeento -repuso la joven de cabello ambarino, riendo-. Además, han lavado y cepillado al pobre Copo de Nieve para la procesión de mañana. Los mozos se habrían sentido desconsolados si lo hubiera sacado para correr por el fango. Piensan tenerlo envuelto en sábanas toda la noche.

Sin resuello, la anciana permitió que su mozo la ayudara a desmontar. Una vez de pie, se sacudió la falda y estiró la espalda, aparentemente dolorida. El muchacho partió en medio de un racimo de sirvientes ansiosos, y las dos jóvenes, ajenas a los incesantes murmullos de queja de su fámula, echaron una carrera hasta la puerta del torreón principal. Las siguió, meneando la cabeza.