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Una risa escalofriante escapó de labios de Cazaril.

– ¡Bien por mi contribución a la teología quintariana! Dioses, Umegat, ¿qué voy a hacer? En mi familia no hay antecedentes de nada de esto, de esta locura de estar tocado por un dios. A mí no se me dan estas cosas. ¡Yo no soy ningún santo!

Umegat entreabrió los labios, pero volvió a cerrarlos. Al cabo, dijo:

– Uno se termina acostumbrando, con la práctica. La primera vez que fui huésped de un milagro tampoco me hizo mucha gracia, y eso que yo estoy metido en el negocio, por así decirlo. Si me permites un consejo, esta noche, yo que tú me emborracharía como una cuba y me iría a dormir.

– ¿Para levantarme mañana con resaca además de con un demonio en el cuerpo? -Eso sí, tampoco se imaginaba conciliando el sueño de otro modo, como no fuera tras recibir un golpe en la cabeza.

– Bueno, a mí me funcionó, una vez. La resaca merece la pena porque así se te quitan las ganas de hacer cualquier estupidez en una temporada. -La mirada de Umegat se ausentó por un momento-. Los dioses no conceden milagros para servir a nuestros fines, sino a los suyos propios. Si has de convertirte en su herramienta, será por un motivo importante, y urgente. Pero eres la herramienta. No el trabajo. Imagínate el trato que te espera.

Mientras Cazaril seguía intentando, sin éxito, encontrarle algún sentido a aquellas palabras, Umegat se inclinó hacia delante y le llenó la copa de nuevo. Cazaril decidió no resistirse.

Hicieron falta dos vasallos, aproximadamente una hora después, para guiar sus trastabillantes pasos por el húmedo adoquinado del patio del establo, hasta cruzar las puertas y subir las escaleras, donde depositaron su lánguido cuerpo encima de su cama. Cazaril no supo en qué momento exacto se despidió de su atribulada consciencia, pero nunca le había parecido más afortunada aquella separación.

14

Cazaril tenía que admitir una cosa con respecto al vino de Umegat: le hizo pasar las primeras horas de la mañana siguiente deseando la muerte en vez de temiéndola. Supo que los efectos de la resaca comenzaban a disiparse cuando el miedo hubo recuperado la voz cantante.

Resultaba extraño lo poco que lamentaba en su corazón la pérdida de su vida. Había visto más mundo que muchos hombres, y había tenido sus oportunidades, aunque bien sabían los dioses que no las había aprovechado todas. Al repasar sus pensamientos, refugiado bajo las sábanas, comprendió sorprendido que lo que más lamentaba era verse obligado a dejar su tarea sin finalizar.

Los miedos para los que no había tenido tiempo durante el día que pasó persiguiendo a Dondo se agolpaban ahora en su cabeza. ¿Quién velaría por sus damas si moría él ahora? ¿De cuánto más tiempo disponía para buscarles un mejor bastión? ¿A quién se podía encomendar su seguridad? Quizá Betriz encontrara refugio como esposa, digamos, de un fornido lord del campo como el marzo de Palliar. ¿Pero Iselle? Su abuela y su madre estaban demasiado lejos y eran demasiado débiles, Teidez era demasiado joven, Orico, al parecer, era el perro de su canciller. Iselle no estaría a salvo hasta que se hubiera alejado por completo de esta corte maldita.

Otro retortijón le llamó la atención sobre el letal infierno en miniatura que alojaba en su estómago, y se asomó debajo de la sábana para echarse un vistazo al dolorido estómago. ¿Cuánto más podía doler esa agonía? Esa mañana no había defecado mucha sangre. Miró en rededor, parpadeando, a la temprana luz. Las extrañas alucinaciones, pálidas manchas borrosas en la periferia de su visión que al principio había atribuido al vino de la noche anterior, seguían estando presentes. ¿Sería, quizá, otro síntoma?

Alguien llamó secamente a la puerta de su cámara. Cazaril salió a desgana de su cálido refugio y acudió, caminando sólo un poco encorvado, a abrirla. Umegat, cargado con un aguamanil tapado, le dio las buenas tardes, entró, y cerró la puerta a su espalda. Seguía radiando un tenue fulgor: por desgracia, el día de ayer no había sido ninguna extraña pesadilla.

– Santa palabra -añadió el mozo, mirando en rededor con asombro. Aleteó con una mano-: ¡Fuera! ¡Zape!

Los pálidos manchurrones difusos se dispersaron por toda la estancia y se refugiaron en las paredes.

– ¿Qué son esas cosas? -preguntó Cazaril, mientras se acostaba de nuevo-. ¿Tú también lo ves?

– Fantasmas. Toma, bébete esto. -Umegat inclinó el aguamanil sobre la copa vidriada que había junto a la palangana de Cazaril, y se la ofreció-. Te asentará el estómago y te despejará la cabeza.

Cazaril, a punto de rechazarlo asqueado, descubrió que no se trataba de vino sino de una especie de té de hierbas frío. Lo probó con cuidado. Agradablemente amargo, astringente hasta el punto de inundarle la boca de una agradable salivación. Umegat acercó un taburete a la cama y se sentó, risueño. Cazaril cerró los ojos con fuerza, volvió a abrirlos.

– ¿Fantasmas?

– Nunca había visto tantos fantasmas del Zangre reunidos en un mismo sitio. Deben de sentirse atraídos hacia ti, igual que los animales sagrados.

– ¿Puede verlos alguien más?

– Cualquiera que tenga el ojo interior. Eso significa tres personas en toda Cardegoss, que yo sepa.

Y dos de ellas están aquí.

– ¿Han rondado siempre por aquí?

– Los veo de vez en cuando. Suelen ser más esquivos. No tienes por qué temerlos. Carecen de poder y no pueden hacerte daño. Son sólo viejas almas perdidas. -En respuesta a la mirada de desconcierto de Cazaril, Umegat abundó-: Cuando, como ocurre a veces, no hay un dios que acoja un alma separada, ésta se ve obligada a vagar por el mundo, perdiendo poco a poco su comprensión del yo hasta desvanecerse en el aire. Los fantasmas recientes adoptan la forma que tenían en vida, pero la desesperación y la soledad les impiden mantenerla.

Cazaril se abrazó el estómago.

– Oh.

Su mente intentaba galopar en tres direcciones al mismo tiempo. ¿Qué destino aguardaba a las almas que aceptaban los dioses? ¿Qué era exactamente lo que le sucedía al furioso espíritu que tan milagrosa y repugnantemente se había instalado en su interior? Y… las palabras de la viuda royina Ista acudieron a él. El Zangre está hechizado, sabes. Parecía que, al fin y al cabo, no se trataba de ninguna metáfora ni delirio, sino de una mera observación. Así pues, ¿cuántas otras cosas espeluznantes que había dicho serían, no desvaríos, sino simples verdades… percibidas con unos ojos alterados?

Miró a Umegat, que lo observaba a su vez, pensativo. Educadamente, el roknari preguntó:

– ¿Cómo te sientes hoy?

– Mejor por la tarde que por la mañana. -A regañadientes, añadió-: Mejor que ayer.

– ¿Has comido algo?

– Todavía no. Luego, a lo mejor. -Se pasó una mano por la barba-. ¿Qué ocurre ahí fuera?

Umegat se arrellanó y se encogió de hombros.

– El canciller de Jironal, al no encontrar candidatos en la ciudad, ha salido de Cardegoss en busca del cadáver del asesino de su hermano y de los posibles cómplices que sigan con vida.

– Espero que no aprese a algún inocente por error.

– Lo acompaña un veterano inquisidor del Templo, lo que debería bastar para evitar ese tipo de errores.

Cazaril sopesó aquella información. Transcurrido un momento, Umegat añadió:

– Además, una facción de la orden militar de la casa de la Hija ha enviado jinetes a todos sus señores dedicados, para requerir su asistencia a un consejo general. Aspiran a impedir que el roya Orico les imponga otro comandante como lord Dondo.

– ¿Cómo piensan desafiarlo? ¿Mediante una revuelta?

Umegat rechazó con un ademán aquella desleal sugerencia.

– Desde luego que no. Peticiones. Solicitudes.

– Mm. Pero yo pensaba que ya protestaban todo el tiempo, en vano. De Jironal no querrá que se le escape de las manos el control de la orden.

– Esta vez la orden militar goza del respaldo de la totalidad de su casa.

– Y, ah… ¿qué has estado haciendo tú hoy?

– Rezar pidiendo consejo.

– ¿Y has obtenido respuesta?

Umegat ensayó una sonrisa ambigua.

– A lo mejor.

Cazaril pensó un momento en la manera más adecuada de exponer su siguiente comentario.

– Estás enterado de un rumor interesante. Supongo, entonces, que sería redundante bajar al templo y confesar el asesinato de Dondo al archidivino Mendenal.

Umegat arqueó las cejas.

– Supongo -dijo, al cabo-, que no debería sorprenderme que la Dama de la Primavera haya elegido una herramienta tan afilada.