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– Eres un divino, un inquisidor entrenado. Me imaginaba que no podrías, ni querrías, eludir tus juramentos y disciplinas. Me inmovilizaste para darte tiempo a informar, y conferenciar. -Cazaril vaciló-. El que no haya sido arrestado todavía debería indicarme… algo acerca de esa conferencia, pero no estoy seguro de qué.

Umegat se estudió las manos, abiertas sobre las rodillas.

– Como divino, respondo ante mis superiores. Como santo, respondo ante mi dios. Ante nadie más. Si Él confía en mi juicio, por fuerza yo también. Al igual que mis superiores. -Levantó la cabeza, y ahora su mirada era inquietantemente directa-. El que la diosa te haya embarcado en algún tipo de empresa en su nombre, en calidad de correo, resulta prístinamente obvio porque es Ella la que te mantiene con vida. El Templo no está… a tu servicio, sino al Suyo. Creo que puedo prometerte que nadie se entrometerá en tu camino.

Aquello arrancó un gemido a Cazaril.

– Pero ¿qué se supone que tengo que hacer?

La voz de Umegat sonó casi compungida.

– Por experiencia propia, te aconsejo… que desempeñes tus quehaceres diarios como de costumbre.

– Menudo consejo.

– Sí. Ya lo sé. -Umegat sonrió, con sarcasmo-. Supongo que así es como humillan los dioses a los que se las dan de sabios. -Transcurrido un instante, añadió-: Hablando de quehaceres diarios, ahora debo regresar a los míos. Orico no se siente bien hoy. Visita el zoológico cuando te apetezca, mi lord de Cazaril.

– Espera… -Cazaril tendió una mano a Umegat cuando se levantó éste-. ¿Puedes decirme… sabe Orico el milagro que obra en él su colección de fieras? Juro que Iselle no sabe nada, ni Teidez. -Ahora bien, la royina Ista…-. ¿O cree el roya que el contacto con los animales lo reconforta, sin más?

Umegat asintió.

– Orico lo sabe. Su padre Ias se lo dijo en el lecho de muerte. El Templo ha realizado numerosos intentos en secreto por romper esta maldición. El zoológico es lo único que parece servir de algo.

– ¿Y qué hay de la viuda royina Ista? ¿Está manchada igual que Sara?

Umegat se tiró de la coleta y frunció el ceño, meditabundo.

– Lo sabría si la tuviera delante. La familia de Baocia la apartó de Cardegoss poco antes de que llegara yo.

– ¿Lo sabe el canciller de Jironal?

El ceño de Umegat se ensombreció aún más.

– Si lo sabe, no es porque yo se lo haya dicho. He advertido a Orico a menudo para que no comente este milagro, pero…

– El milagro sería que Orico le ocultara algo a de Jironal.

Umegat se encogió de hombros, asintiendo, pero añadió:

– Dados los aciagos comienzos de este reino, Orico cree que cualquier acción que ose acometer redundará en detrimento de Chalion. El canciller es la herramienta mediante la cual el roya intenta arreglar todas las cuestiones de estado sin propagar su maldición.

– Cualquiera se preguntaría si de Jironal es la respuesta a la maldición, o parte de la misma.

– Parece que el apaño funcionaba al principio.

– ¿Y ahora?

– Ahora… hemos redoblado nuestras peticiones de auxilio a los dioses.

– ¿Y responden los dioses?

– Parece que sí… te han enviado.

Cazaril se sentó con renovado terror, aferrado a las sábanas.

– ¡A mí no me ha enviado nadie! Llegué aquí por azar.

– Me gustaría escuchar el relato de esos azares, un día de éstos. Cuando os plazca, mi lord.

Umegat, con una mirada profundamente esperanzada que atemorizaba a Cazaril casi tanto como sus comentarios de santo, hizo una reverencia y salió del dormitorio.

Tras unas cuantas horas más cobijado bajo las mantas, Cazaril decidió que a menos que un hombre pudiera morir de dudas, él no moriría esa tarde. O, por lo menos, no podía hacer nada para evitarlo. Además, le rugía el estómago de manera harto antisobrenatural. Salió de la cama cuando menguaba la fría luz otoñal, desentumeció los músculos doloridos, se vistió y bajó a cenar.

El Zangre se notaba sumamente apagado. Con la corte inmersa en su profundo duelo, esa noche no había fiestas ni música que ofrecer. Cazaril encontró el salón de banquetes bastante despoblado; ni la casa de Iselle ni la de Teidez estaban presentes, la royina Sara estaba asimismo ausente, y el roya Orico, revestido de su negra sombra, dio cuenta de su cena apresuradamente y se excusó poco después.

El motivo de la falta de Teidez, supo Cazaril enseguida, era que el canciller de Jironal se había llevado al róseo consigo en su misión de investigación. Cazaril parpadeó y enmudeció ante la noticia. ¿No intentaría de Jironal continuar la seducción por corrupción que tan bien había manejado su hermano? El canciller, austero en comparación con Dondo, no tenía gusto ni estilo para placeres tan pueriles. Resultaba imposible imaginárselo de parranda con un chaval. ¿Sería mucho esperar que revirtiera su estrategia dirigida a apoderarse del favor de Teidez, que se ocupara del joven como haría un padre correcto, que se ocupara de su educación en las artes de la política de estado? El joven róseo adolecía de ociosidad tanto como de disolución; casi cualquier exposición al trabajo propio de un hombre le sentaría bien. Lo más probable, pensó Cazaril con cansancio, era simplemente que el canciller no se atreviera a dejar su futuro control de Chalion lejos de su alcance ni por un instante.

Lord de Rinal, que estaba sentado enfrente de Cazaril, hizo una mueca observando la sala medio vacía y comentó:

– Todos desertan. Se van a sus haciendas, los que las tienen, antes de que caiga la nieve. La celebración del Día del Padre va a ser un velatorio, os lo digo. Sólo los sastres y las costureras tienen qué hacer, remendando ropas de luto.

Cazaril atravesó con la mano el fantasmagórico borrón que flotaba junto a su plato y trasegó el último bocado de su cena empujándolo con un buen trago de vino aguado. Cuatro o cinco almas en pena lo habían seguido hasta la sala y se arracimaban ahora en torno a él como niños ateridos alrededor de la chimenea. También él había escogido ropas sombrías para la velada, de forma automática; se preguntó si debería molestarse en conseguir los negros y lavandas tan correctos que exhibía de Rinal, siempre a la moda. ¿Se lo tomaría la abominación encarcelada en su barriga como un gesto de hipocresía, o de respeto? ¿Lo sabría siquiera? ¿Amputado de su cuerpo, hasta qué punto conservaba el alma de Dondo su repulsiva naturaleza? Estos espíritus apergaminados parecían verlo desde fuera; ¿lo vería Dondo desde dentro? Sonrió brevemente, por no sobresaltar al pobre de Rinal con un alarido. Consiguió preguntar, educadamente:

– ¿Os quedáis vos, u os vais?

– Me marcho, creo. Mañana salgo a caballo con la marquesa de Garza, rumbo a la propia Garza, y luego tomaré los pasos más bajos rumbo a casa. Quizá la anciana agradezca tanto otra espada en su partida que incluso me invite a quedarme. -Bebió un poco de vino y bajó la voz-. Si ni siquiera el Bastardo ha sido capaz de librarnos de lord Dondo, comprenderéis que podría andar suelto por cualquier parte. Hay quien espera que asole el palacio de los Jironal, donde murió, pero lo cierto es que podría estar en cualquier rincón de Cardegoss. Si antes de morir ya era de por sí enconado, ahora debe de clamar venganza. ¡Asesinado la noche antes de su boda, dioses!

Cazaril emitió un ruidito neutral.

– El canciller parece empecinado en echar las culpas a la magia de la muerte, pero a mí no me extrañaría que fuera veneno al final. Supongo que ahora, con el cuerpo incinerado, ya no hay manera de averiguarlo. A alguien le resultará de lo más conveniente.

– Pero si estaba rodeado de amigos. No le administraría nadie… ¿estabais vos allí?

De Rinal hizo una mueca.

– ¿Después de lo de lady Gocha? No. Gracias a sus chillidos, me perdí la matanza. -De Rinal miró en rededor, como si se temiera que pudiera acecharlo algún fantasma rencoroso. El que hubiera media docena al alcance de su mano era algo que, evidentemente, desconocía. Cazaril espantó uno que tenía delante, intentado no fijarse en lo que, para su compañero, debía de parecer simple aire.

Sir de Maroc, el maestre de guardarropía del roya, se acercó a su mesa, diciendo:

– ¡De Rinal! ¿Os habéis enterado de las noticias de Ibra? -Tarde, reparó en Cazaril, acodado en las tablas frente a su interlocutor, y vaciló, ruborizándose ligeramente.

Cazaril esbozó una sonrisa cínica.

– Espero que los rumores que os llegan últimamente de Ibra provengan de fuentes más fidedignas, Maroc.

De Maroc se envaró.

– Tratándose del propio correo de la Cancillería, sí. Se presentó atropelladamente mientras mi sastre en jefe arreglaba el atuendo de luto de Orico, al que tenía que sacar cuatro dedos… qué más da, es oficial. El Heredero de Ibra falleció la semana pasada, de repente, aquejado de tos ferina en Ibra del Sur. Su facción se ha derrumbado, y se dispone a pactar con el viejo Zorro, o a salvar la vida sacrificándose. La guerra del sur de Ibra ha terminado.