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Shevek se sentó en el sillón blando y confortable y miró alrededor. En la pantalla la curva brillante de Urras colgaba aún en el espacio negro como un ópalo azul. Durante los últimos días se había familiarizado con aquella imagen encantadora, y aun con la sala de oficiales, pero ahora los colores brillantes, los asientos curvilíneos, las luces veladas, las mesas de juego, las pantallas de televisión y las alfombras mullidas, todo le parecía tan extraño como cuando lo viera por primera vez.

—No creo pretender demasiado, Kimoe —dijo.

—Por supuesto, he conocido mujeres capaces de pensar como un hombre —se apresuró a decir el médico, consciente de que había estado hablando a los gritos, como aporreando con las manos, pensó Shevek, una puerta cerrada.

Shevek cambió de tema. La cuestión de la superioridad y la inferioridad parecía tener gran importancia en la vida social de los urrasti. Si para respetarse a sí mismo Kimoe tenía necesidad de considerar que la mitad del género humano era inferior a él, ¿cómo harían las mujeres para respetarse ellas mismas? ¿Acaso considerarían inferiores a los hombres? ¿Y de qué modo afectaría todo eso la vida sexual de los urrasti? Sabía por los escritos de Odo que doscientos años atrás las instituciones sexuales más importantes de los urrasti eran el «matrimonio», una asociación autorizada y reforzada por sanciones legales y económicas, y la «prostitución», un término que al parecer sólo se diferenciaba del primero por una mayor liberalidad: la copulación dentro de un contexto económico.

Odo había condenado una y otra, y sin embargo Odo había estado «casada». De todos modos, era posible que las instituciones hubiesen cambiado considerablemente en doscientos años. Si iba a vivir en Urras y con los urrasti, le convenía informarse.

Le parecía extraño que hasta el sexo, fuente de tanto solaz y deleite durante muchos años, pudiese transformarse de la noche a la mañana en un territorio desconocido, en el que tendría que pisar con cautela, consciente de su ignorancia, pero era así. No sólo los insólitos estallidos de sarcasmo y de furia de Kimoe lo habían puesto en guardia, sino también una oscura impresión anterior, que el incidente entre ellos había iluminado de algún modo. Cuando se encontró a bordo de la nave, en los primeros días, durante las largas horas de fiebre y desesperación, lo había sorprendido la blandura complaciente de la cama, una sensación a ratos placentera, a ratos irritante. Aunque no era más que una tarima, el colchón se hundía bajo su cuerpo con una elasticidad acariciadora. Se hundía, cedía con tanta insistencia que todavía ahora, mientras se dormía, tenía siempre conciencia de aquella molicie. Y tanto el placer como la irritación eran de naturaleza claramente erótica. También el artefacto aquel, la boquilla-toalla: el mismo efecto. Un cosquilleo. Y el diseño del mobiliario en la sala de oficiales, las curvas suaves impuestas a la dureza de la madera y el metal, la tersura y la delicadeza de las superficies y texturas: ¿no eran también vaga, sutilmente eróticas? Shevek se conocía lo bastante como para saber que unos pocos días sin Takver, incluso bajo los efectos de una gran tensión, no podían ser suficientes para que se excitara al punto de sentir una mujer en la superficie pulida de cada mesa. No a menos que la mujer estuviese realmente presente.

¿Serían célibes todos los ebanistas urrasti?

Renunció a dilucidar el enigma; no tardaría en resolverlo en Urras.

Momentos antes de que volvieran a atarlo para el descenso, el médico fue a la cabina a verificar los progresos de las diversas inmunizaciones, la última de las cuales, la inoculación de una peste, había dejado a Shevek mareado y con náuseas. Kimoe le dio una nueva píldora.

—Esto lo reanimará para el aterrizaje. —Estoico, Shevek tragó la píldora. El médico buscó algo en el botiquín y de pronto se puso a hablar, agriadamente:

—Doctor Shevek, no creo que se me permita volver a atenderlo, aunque quizá… pero aun así quería decirle que… que yo, que ha sido un inmenso privilegio para mí. No porque… sino porque he aprendido a respetar… a apreciar… simplemente como ser humano, la bondad, la genuina bondad que hay en usted…

No encontrando una respuesta adecuada, atormentado por el dolor de cabeza, Shevek se adelantó, tomó la mano de Kimoe, y dijo:

—¡Entonces volvamos a vernos, hermano!

Kimoe le estrechó la mano nerviosamente, a la usanza urrasti, y salió de prisa de la cabina. Sólo cuando el médico se hubo marchado, Shevek advirtió que le había hablado en právico, que lo había llamado ammar, hermano, en una lengua que Kimoe no entendía.

El parlante del muro estaba vociferando órdenes. Shevek escuchaba, atado a la litera; se sentía mareado y distante. Los movimientos del descenso lo mareaban más aún; fuera de la secreta esperanza de que llegaría a vomitar, tenía la conciencia casi adormecida. No supo que habían aterrizado hasta que Kimoe entró corriendo otra vez y lo empujó a la sala de oficiales. La pantalla en la que durante tanto tiempo había visto a Urras, flotante, luminoso, envuelto en espírales de nubes, ahora estaba en blanco. En la sala se apretaba mucha gente. ¿De dónde había salido? Notó, con sorpresa y con placer, que era capaz de mantenerse en pie, de caminar, de estrechar manos. Se concentró en todo esto sin preocuparse de lo que pudiera significar. Voces, sonrisas, manos, palabras, nombres. El suyo repetido una y otra vez: doctor Shevek, doctor Shevek… Ahora él y todos los desconocidos de alrededor descendían por una rampa techada, todos hablaban en voz muy alta, las palabras reverberaban en las paredes. El ruido de las voces se fue atenuando. Un aire extraño le rozó de pronto la cara.

Alzó los ojos, y al salir de la rampa al nivel del suelo, trastabilló y estuvo a punto de caer. Pensó en la muerte, en ese abismo que se abre entre el comienzo y el final de un paso, y al final del paso estaba en una tierra nueva.

Lo rodeaba una noche vasta y gris. Luces azules, neblinosas, brillaban a lo lejos entre las brumas del campo. £1 aire que sentía en la cara y en las manos, en la nariz, la garganta y los pulmones, era frío y húmedo, aromático, balsámico. Era el aire que habían respirado los colonizadores de Anarres, el aire de su propio mundo.

Alguien le había aferrado el brazo cuando tropezó. Unas luces estallaron sobre él. Los fotógrafos estaban filmando la escena para los noticieros: El Primer Hombre de la Luna: una figura alta, delgada en medio de una muchedumbre de dignatarios y profesores y agentes de seguridad, la delicada cabeza peluda muy erguida (de modo que los fotógrafos podían captar todas las facciones), como si tratase de mirar al cielo más allá de los torrentes de luz, el vasto cielo brumoso que ocultaba las estrellas, la Luna, todos los otros mundos. Los periodistas trataban de franquear los cordones de la policía.

—¿Hará usted una declaración, doctor Shevek, en este momento histórico? —Los obligaron a retroceder. Los hombres que rodeaban a Shevek le instaban a seguir adelante. Lo escoltaron hasta el automóvil, fotogénico siempre, de elevada estatura, cabello largo, una expresión rara en el rostro: tristeza y reconocimiento.

Las torres de la ciudad, grandes escalinatas de luz empañada, trepaban hacia la bruma. Arriba corrían los trenes, estelas luminosas y ululantes. Muros de piedra maciza y vidrio flanqueaban las calles por encima efe la marejada de automóviles y autobuses. Piedra, acero, vidrio, luz eléctrica. Ningún rostro.

—Esta es Nio Esseia, doctor Shevek. Hemos preferido que permanezca alejado de las multitudes urbanas, al menos al principio. Iremos directamente a la Universidad.