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En lo que respecta a Ulises Lima, da la impresión de ir siempre drogado y su francés es aceptable. Además, contó una historia bastante singular acerca del poema de Rimbaud. Según él, Le Coeur Volé era un texto autobiográfico que narraba el viaje de Rimbaud desde Charleville a París para unirse a la Comuna. En dicho viaje, realizado ¡a pie!, Rimbaud se encontró en el camino con un grupo de soldados borrachos que tras mofarse de él procedieron a violarlo. Francamente, la historia era un poco sórdida.

Pero aún había más: según Lima, algunos de los soldados o al menos el jefe de éstos, el caporal de mon coeur couvert de caporal, eran veteranos de la invasión francesa a México. Por supuesto, ni Luisito ni yo le preguntamos en qué se basaba para hacer tal afirmación. Pero a mí me interesó la historia (Luisito no, él más bien se interesaba por lo que pasaba o dejaba de pasar a nuestro alrededor) y quise saber más. Entonces Lima me contó que en 1865 la columna del coronel Libbrecht, que tenía que ocupar Santa Teresa, en Sonora, dejó de enviar noticias, y que un tal coronel Eydoux, comandante en la plaza que servía de depósito de suministros de las tropas que operaban en esa zona del noroeste mexicano, envió un destacamento de treinta jinetes en dirección a Santa Teresa.

El destacamento iba al mando del capitán Laurent y de los tenientes Rouffanche y González, este último monárquico mexicano. Dicho destacamento, según Lima, llegó a un pueblo cercano a Santa Teresa, llamado Villaviciosa, al segundo día de marcha, y nunca pudo encontrar a la columna de Libbrecht. Todos los hombres, menos el teniente Rouffanche y tres soldados que murieron en el acto, fueron hechos prisioneros mientras comían en la única fonda del pueblo, entre ellos el futuro caporal, entonces un recluta de veintidós años. Los prisioneros, atadas las manos y amordazados con cuerdas de cáñamo, fueron llevados ante el que fungía como jefe militar de Villaviciosa y un grupo de notables del pueblo. El jefe era un mestizo al que llamaban indistintamente Inocencio o el Loco. Los notables eran campesinos viejos, la mayoría descalzos, que miraron a los franceses y luego se retiraron en conciliábulo a un rincón. Al cabo de media hora y tras un breve tira y afloja entre dos grupos claramente diferenciados, los franceses fueron llevados a un corral cubierto en donde los despojaron de ropas y zapatos y poco después un grupo de captores se dedicó a violarlos y torturarlos durante el resto del día.

A las doce de la noche degollaron al capitán Laurent. El teniente González, dos sargentos y siete soldados fueron llevados a la calle principal y a la luz de las antorchas fueron lanceados por sombras que montaban sus propios caballos.

Al amanecer, el futuro caporal y otros dos soldados consiguieron romper sus ligaduras y huir a campo traviesa. Nadie los persiguió, pero sólo el caporal logró sobrevivir y contar su historia. Al cabo de dos semanas de vagar por el desierto llegó a El Tajo. Fue condecorado y aún permaneció en México hasta 1867, fecha en que regresó a Francia con el ejército de Bazaine (o de quien comandara a los franceses por entonces), que se retiraba de México abandonando a su suerte al Emperador.

Carlos Monsiváis, caminando por la calle Madero, cerca de Sanborns, México DF, mayo de 1976. Ni encerrona ni incidente violento ni nada de nada. Dos jóvenes que no llegarían a los veintitrés, los dos con el pelo larguísimo, más largo que el de cualquier otro poeta (y yo puedo dar fe de la longitud de la cabellera de todos), obstinados en no reconocerle a Paz ningún mérito, con una terquedad infantil, no me gusta porque no me gusta, capaces de negar lo evidente, en algún momento de debilidad (mental, supongo), me recordaron a José Agustín, a Gustavo Sainz, pero sin el talento de nuestros dos excepcionales novelistas, en realidad sin nada de nada, ni dinero para pagar los cafés que nos tomamos (los tuve que pagar yo), ni argumentos de peso, ni originalidad en sus planteamientos. Dos perdidos, dos extraviados. En cuanto a mí, creo que fui excesivamente generoso (aparte de los cafés). En algún momento incluso le sugerí a Ulises (el otro no sé cómo se llama, creo que era argentino o chileno) que escribiera una crítica del libro de Paz del que estábamos hablando. Si es buena, le dije, pero remarqué la palabra buena, yo te la publico. Y él dijo que sí, que lo haría, que me la llevaría a mi casa. Entonces yo le dije que a mi casa no, que mi madre podía asustarse de verlo. Fue la única broma que les hice. Pero ellos se lo tomaron en serio (ni una sonrisa) y dijeron que me la mandarían por correo. Todavía la estoy esperando.

2

Amadeo Salvatierra, calle República de Venezuela, cerca del Palacio de la Inquisición, México DF, enero de 1976. Yo les dije, ah, Cesárea Tinajero, ¿dónde oyeron hablar de ella, muchachos? Entonces uno de ellos me explicó que estaban haciendo un trabajo sobre los estridentistas y que habían entrevistado a Germán, Arqueles y Maples Arce, y que habían leído todas las revistas y libros de aquella época, y entre tantos nombres, nombres de hombres cabales y nombres huecos que ya no significan nada y que no son ni siquiera un mal recuerdo, encontraron el nombre de Cesárea. ¿Y?, les dije. Ellos me miraron y se sonrieron, los dos al mismo tiempo, pinches muchachos, como si estuvieran conectados, no sé si me explico, nos extrañó, dijeron, parecía la única mujer, las referencias eran abundantes, decían que era una buena poeta. ¿Una buena poetisa?, dije yo, ¿dónde han leído algo de ella? No hemos leído nada de ella, dijeron, en ninguna parte, y eso nos atrajo. ¿Los atrajo de qué manera, muchachos, a ver, expliqúense? Todo el mundo hablaba muy bien de ella o muy mal de ella, y sin embargo nadie la publicó. Hemos leído la revista Motor Humano, la que sacaba González Pedreño, el directorio de vanguardia de Maples Arce, la revista de Salvador Salazar, dijo el chileno, y salvo en el directorio de Maples no aparece en ninguna parte. Sin embargo Juan Grady, Ernesto Rubio y Adalberto Escobar hablan de ella en sendas entrevistas, y en términos además elogiosos. Al principio pensamos que era una estridentista, una compañera de viaje, dijo el mexicano, pero Maples Arce nos dijo que nunca perteneció a su movimiento. Aunque puede que a Maples le falle la memoria, apostilló el chileno. Cosa que evidentemente no creemos, dijo el mexicano. Pues no la recordaba como estridentista, pero sí como poeta, dijo el chileno. Chingados muchachos. Chingada juventud. Interconectados. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Aunque en su extensa biblioteca no guardaba ningún poema de la susodicha que pudiera dar fe de su afirmación, dijo el mexicano. Resumiendo, señor Salvatierra, Amadeo, hemos preguntado aquí y allá, hemos hablado con List Arzubide, con Arqueles Vela, con Hernández Miró y el resultado más o menos es el mismo, todos la recuerdan, dijo el chileno, con mayor o menor claridad, pero nadie tiene textos suyos para que los incluyamos en nuestro trabajo. ¿Y ese trabajo, jóvenes, en qué consiste exactamente? Luego levanté la mano y antes de que me contestaran les serví más mezcal Los Suicidas y luego me senté en el borde del sillón y en las meras nalgas sentí, lo juro, como si me hubiera sentado en el borde de una hoja de afeitar.

Perla Avilés, calle Leonardo da Vinci, colonia Mixcoac, México DF, mayo de 1976. Yo entonces tenía pocos amigos, pero cuando lo conocí a él ya no tuve ningún amigo. Yo hablo de 1970, de cuando los dos estudiábamos en la Prepa Porvenir. Muy poco tiempo, realmente, lo que demuestra la relatividad de nuestra memoria que magnifica o empequeñece a discreción, un lenguaje que creemos conocer y que en verdad no conocemos. Eso se lo solía decir, pero él apenas me escuchaba. Una vez lo acompañé hasta su casa, cuando todavía vivía cerca de la escuela y conocí a su hermana. No había nadie más en la casa, sólo su hermana y durante mucho rato estuvimos hablando. Poco después se cambiaron, se fueron a vivir a la colonia Nápoles y él dejó los estudios para siempre. Yo le decía: ¿no quieres ir a la universidad?, ¿te niegas a ti mismo los privilegios de una educación superior?, y él se reía y me decía que en la universidad seguramente iba a aprender lo mismo que en la prepa: nada. ¿Pero qué vas a hacer en la vida?, le decía yo, ¿de qué piensas trabajar?, y él me contestaba que no tenía ni idea y que además no le importaba. Una tarde que lo fui a ver a su casa le pregunté si tomaba drogas. No, no tomo, me dijo. ¿Nada de nada?, le dije yo. Y éclass="underline" fumé marihuana, pero hace mucho. ¿Y nada más? No, nada más, decía y luego se ponía a reír, se reía de mí, aunque a mí eso no me molestaba, al contrario, me gustaba verlo reír. Por aquel tiempo conoció a un famoso director de cine y de teatro. Un compatriota suyo. A veces me hablaba de él, me decía cómo lo había abordado, en la puerta del teatro en donde se representaba una obra suya sobre Heráclito o algún otro presocrático, una adaptación libre sobre los textos de este filósofo, una adaptación que causó cierto revuelo en el ambiente pacato del México de aquel entonces, pero no por lo que en la obra se decía sino por que casi todos los actores salían desnudos en algún momento. Yo todavía estudiaba en la Prepa Porvenir, entre los hedores del Opus Dei, y todo mi tiempo lo ocupaba en estudiar y en leer (creo que nunca más he vuelto a leer tanto) y mi única distracción, y también mi placer más intenso, consistía en las visitas que regularmente hacía a su casa, no muy seguido, porque no quería hacerme pesada o indeseable, pero sí con una cierta constancia, aparecía por las tardes, o cuando ya había anochecido, y nos pasábamos dos o tres horas hablando, generalmente de literatura, aunque él también solía contarme sus aventuras con el director de cine y teatro, se notaba que lo admiraba mucho, no sé si le gustaba el teatro, el cine le encantaba, de hecho, ahora que lo pienso, por aquel entonces no leía mucho, la que hablaba de libros era yo, yo sí que leía mucho, literatura, filosofía, ensayos políticos, él no, él iba al cine y también iba cada día o cada tres días, vaya, muy a menudo, a la casa del director, y una vez que yo le dije que tenía que leer más él dijo, qué presunción, que ya había leído todo lo que verdaderamente le importaba, a veces tenía salidas de este tipo, quiero decir que a veces parecía un niño malcriado, pero yo todo se lo perdonaba, todo lo que él hacía me parecía bien. Un día me contó que se había peleado con el director. Yo le pregunté por qué y él no me lo quiso decir. Es decir, dijo que fue por una diferencia de criterios literarios y poco más. En claro saqué que el director había dicho que Neruda era una mierda y que Nicanor Parra era el gran poeta de la lengua española. Algo así. Por supuesto, me pareció inverosímil que dos personas se peleasen por un motivo tan banal. En el país de donde yo provengo, me dijo él, la gente se pelea por cuestiones parecidas. Bueno, le dije yo, en México son capaces de matarse por nimiedades, pero no las personas cultas, desde luego. Ay, qué ideas tenía yo entonces de la cultura. Poco después, armada con un librito de Empédocles, fui a la casa del director. Me recibió su mujer y al poco rato el director en persona apareció en la sala y nos pusimos a hablar. Lo primero que me preguntó fue cómo había conseguido su dirección. Le dije que mi amigo me la había dado. Ah, él, dijo el director y enseguida quiso saber cómo estaba, qué hacía, por qué no iba a visitarlo. Le dije lo primero que se me ocurrió, luego nos pusimos a hablar de otras cosas. A partir de entonces yo ya tenía dos personas a quienes visitar, el director y él, y de repente me di cuenta que mi horizonte imperceptiblemente se ampliaba y enriquecía. Fueron unos días muy dichosos. Una tarde, sin embargo, el director, tras haberme preguntado otra vez por mi amigo, me contó cómo había sido la pelea que tuvieron. El relato del director no variaba mucho del que me hiciera mi amigo, la pelea fue por Neruda y Parra, por la validez de ambas poéticas, sin embargo, en lo que me contó el director (y yo