sabía que me decía la verdad) había un elemento nuevo: cuando él se peleó con mi amigo, éste, al quedarse sin argumentos en su defensa nerudiana a ultranza, se había puesto a llorar. Allí mismo, en la sala del director compatriota suyo, sin el más mínimo recato, como un niño de diez años, aunque por esos días ya tenía bien cumplidos los diecisiete. Según el director, eran las lágrimas las que los separaban, las que mantenían alejado de su casa a mi amigo, seguramente avergonzado (según el director) de su reacción en una discusión que por lo demás tenía todas las características y atenuantes de lo trivial y de lo circunstancial. Dile que venga a visitarme, me dijo el director aquella tarde cuando me marché de su casa. Los dos días siguientes me los pasé meditando en lo que el director me había dicho y en el carácter de mi amigo y en los motivos que éste pudo tener para no contarme a mí la totalidad de la historia. Cuando lo fui a ver lo encontré en cama. Tenía fiebre y estaba leyendo un libro sobre los templarios, el misterio de las catedrales góticas, una cosa así, la verdad es que yo no sé cómo podía leer tamaña basura, aunque si he de ser sincera no era la primera vez que lo sorprendía con libros de ese tipo, a veces eran novelas policiales, otras veces libros seudocientíficos, en fin, lo único bueno de esas lecturas era que nunca pretendió que yo también las leyera, al contrario de lo que me ocurría a mí, que siempre que leía un buen libro acto seguido se lo pasaba y me quedaba a veces semanas enteras esperando que él lo terminara para poder discutirlo. Lo encontré en cama y lo encontré leyendo el libro sobre los templarios y nada más entrar en su habitación me puse a temblar. Durante un rato estuvimos hablando de cosas que he olvidado. O tal vez durante un rato estuvimos en silencio, yo sentada a los pies de la cama, él estirado con su libro, mirándonos de reojo, escuchando el ruido del elevador, como si los dos estuviéramos en una habitación a oscuras o perdidos en el campo, de noche, escuchando sólo el ruido de los caballos, yo hubiera seguido así el resto del día, el resto de mi vida. Pero hablé. Le conté mi última visita a la casa del director, le transmití su mensaje, que lo fuera a ver, que lo esperaba, y él dijo pues que espere sentado porque no voy a volver. Luego hizo como que volvía a leer el libro de los templarios. Argüí que los méritos de la poesía de Neruda no invalidaban los méritos de la poesía de Parra. Su contestación me dejó estupefacta, dijo: me vale verga la poesía de Neruda y la poesía de Parra. Atiné a preguntarle por qué entonces toda la discusión, la pelea, y no me contestó. Cometí entonces un error, me acerqué un poco más, me senté a su lado, en la cama y saqué un libro de mi bolsillo, el libro de un poeta, y le leí un fragmento. Él escuchó en silencio. El texto en cuestión hablaba de Narciso y de unos bosques casi ilimitados poblados de hermafroditas. Cuando terminé no hizo ningún comentario. ¿Qué te parece?, le pregunté. No sé, dijo, ¿qué te parece a ti? Le dije entonces que yo creía que los poetas eran unos hermafroditas y que sólo entre ellos podían comprenderse. Dije: los poetas son. Quise decir: los poetas somos. Pero él me miró como si mi rostro careciera de carne y sólo fuera una calavera, me miró sonriendo y dijo: no seas cursi, Perla. Sólo eso. Yo empalidecí, di un salto, sólo conseguí apartarme un poco, intenté levantarme pero no pude, y durante todo ese rato él permaneció inmóvil, mirándome y sonriéndome, como si de mi rostro se hubiera desprendido la piel, los músculos, la grasa, la sangre y sólo quedara el hueso amarillo o blanco. Al principio fui incapaz de hablar. Luego dije o susurré que ya era tarde y que me tenía que ir. Me puse de pie, le dije adiós y me marché. Él ni siquiera levantó la vista de su libro. Cuando atravesé la sala vacía, el pasillo vacío de su casa silenciosa pensé que nunca más lo volvería a ver. Poco después entré en la universidad y mi vida dio un giro de noventa grados. Años después, por pura casualidad, me encontré a su hermana repartiendo propaganda trotskista en la Facultad de Filosofía y Letras. Le compré un folleto y nos fuimos a tomar un café. Por entonces yo ya no frecuentaba al director, estaba a punto de terminar la carrera y escribía poemas que casi nadie leía. Inevitablemente, le pregunté por él. Su hermana, entonces, me hizo un pormenorizado resumen de sus últimas andanzas. Había viajado por toda Latinoamérica, había retornado a su país, había sufrido las inclemencias de un golpe de Estado. Sólo atiné a decir: qué mala suerte. Sí, dijo su hermana, él pensaba quedarse a vivir allí y a las pocas semanas de llegar a los milicos se les ocurre dar el golpe, es mala pata. Durante un rato no supimos qué más decirnos. Me lo imaginé perdido en un espacio en blanco, un espacio virginal que poco a poco se iba ensuciando, emborronándose, ajeno a su voluntad, e incluso la cara que yo recordaba se me fue desfigurando, como si a medida que hablaba con su hermana las facciones de él se fundieran con aquello que su hermana me contaba, unas pruebas de valor ridículas, unas pruebas de iniciación a la vida adulta aterrorizadoras, inútiles, tan lejos de aquello que yo una vez pensé que él llegaría a ser, y hasta la voz de su hermana que hablaba de la revolución latinoamericana y de las derrotas y victorias y muertes que iban a jalonarla comenzó a desfigurarse y entonces ya no pude seguir sentada un segundo más y le dije que tenía que marcharme a clases y que ya nos veríamos en otra ocasión. Recuerdo que dos o tres noches después soñé con él. Lo veía flaco, en los puros huesos, sentado bajo un árbol, con el pelo largo y mal vestido, mal calzado, incapaz de levantarse y caminar.