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No puedo creerme que dijera eso.

Miranda miró las palabras que acababa de escribir. Iba por la página cuarenta y dos de su decimotercer diario, pero era la primera vez, la primera vez desde aquel fatídico día hacía nueve años, que no tenía ni idea de qué escribir. Incluso en los días más aburridos, y eran frecuentes, conseguía completar una entrada decente.

En mayo de su decimocuarto año escribió:

Me he despertado.

Me he vestido.

He desayunado: tostadas, huevos y beicon.

He leído Sentido y sensibilidad, cuya autora es una dama desconocida.

He escondido Sentido y sensibilidad de mi padre.

He comido: pollo, pan, queso.

He conjugado los verbos en francés.

He escrito una carta a la abuela.

He cenado: ternera, sopa y pudín.

He leído un poco más de Sentido y sensibilidad. La autora sigue siendo desconocida.

Me he acostado.

He dormido.

He soñado con él.

Aunque no debía confundirse con la entrada del doce de noviembre de ese mismo año:

Me he despertado.

He desayunado: tostadas, huevos y jamón.

He intentado leer una tragedia griega.

Sin éxito

Me he pasado casi todo el tiempo mirando por la ventana.

He comido: pescado, pan, guisantes.

He conjugado los verbos en latín.

He escrito una carta a la abuela.

He cenado: asado, patatas y pudín.

He bajado la tragedia a la mesa (el libro, no ninguna desgracia).

Papá no se ha dado cuenta.

Me he acostado.

He dormido.

He soñado con él.

Y ahora, ahora que había sucedido algo importante y trascendental (cosa que nunca sucedía), lo único que podía escribir era:

No puedo creerme que dijera eso.

– Bueno, Miranda -murmuró mientras observaba cómo la tinta se secaba en la punta de la pluma-, no alcanzarás la fama como escritora de diarios.

– ¿Qué has dicho?

Miranda cerró el diario. No se había dado cuenta de que Olivia había entrado en la habitación.

– Nada -respondió, enseguida.

Olivia cruzó la alfombra y se dejó caer en su cama.

– Qué día más terrible.

Miranda asintió y se volvió en la silla para estar de frente a su amiga.

– Me alegro de que estuvieras aquí -dijo Olivia, con un suspiro-. Gracias por quedarte a pasar la noche.

– Por supuesto -respondió Miranda. No lo había dudado, y menos cuando le había dicho que la necesitaba.

– ¿Qué estás escribiendo?

Miranda miró el diario y justo entonces se dio cuenta de que estaba aferrada a las tapas.

– Nada -respondió.

Olivia estaba mirando al techo, pero en ese momento giró la cabeza hacia Miranda.

– Eso es imposible.

– Por desgracia, lo es.

– ¿Por qué dices por desgracia?

Miranda parpadeó. Olivia siempre hacía las preguntas más obvias y las que tenían una respuesta menos obvia.

– Bueno -respondió Miranda, aunque como una táctica para ganar tiempo, porque en realidad estaba intentando entender lo que le pasaba. Apartó las manos y miró el diario, como si la respuesta fuera a aparecer inscrita por arte de magia en la portada-. Esto es todo lo que tengo. Es lo que soy.

Olivia la miró con recelo.

– Es un libro.

– Es mi vida.

– ¿Y por qué siempre dicen que la dramática soy yo? -se preguntó Olivia.

– No digo que sea mi vida -respondió Miranda con cierta impaciencia-, sólo que aquí está mi vida. Toda. Lo he escrito todo desde que tenía diez años.

– ¿Todo?

Miranda recordó los días en que había escrito lo que había comido y poco más.

– Todo.

– Yo no podría escribir un diario.

– No.

Olivia se colocó de lado, levantó la cabeza y la apoyó en la mano.

– No tenías que darme la razón tan deprisa.

Miranda sonrió.

Olivia volvió a dejarse caer en la cama.

– Supongo que vas a escribir que me es imposible concentrarme en algo.

– Ya lo he hecho.

Un silencio y, luego:

– ¿De verdad?

– Creo que escribí que te aburres con facilidad.

– Bueno -respondió su amiga, tras un segundo de reflexión-, eso es cierto.

Miranda se volvió hacia el escritorio. La vela dibujaba sombras extrañas en la hoja de papel secante y, de repente, se notó cansada. Cansada pero, por desgracia, no dormida.

Agotada, quizás. Inquieta.

– Estoy exhausta -dijo Olivia, mientras se levantaba. La doncella le había dejado el camisón encima de la colcha y, respetuosamente, Miranda le dio la espalda mientras se lo ponía.

– ¿Cuánto tiempo crees que se quedará Turner aquí en el campo? -preguntó Miranda, intentando no morderse la lengua. Odiaba estar tan desesperada por verlo, pero había sido así durante años. Incluso cuando se había casado y ella lo había mirado desde los bancos de la iglesia, y mirarlo significaba ver cómo miraba a su mujer con todo el amor y la devoción que ardían en su propio corazón…

Aún así, lo había mirado. Lo seguía queriendo. Lo querría siempre. Era el hombre que le había hecho creer en sí misma. Turner no tenía ni idea de lo que le había hecho, de lo que había hecho por ella, y seguramente nunca lo sabría. Sin embargo, ella seguía deseándolo. Y seguramente siempre lo desearía.

Olivia se metió en la cama.

– ¿Estarás despierta mucho rato? -preguntó, con la voz grave ante los primeros signos de sueño.

– No mucho -le aseguró Miranda.

Olivia no podía dormirse con una vela encendida tan cerca. Miranda no lo entendía, puesto que el fuego de la chimenea parecía que no la molestaba, pero había visto con sus propios ojos cómo Olivia daba vueltas y vueltas en la cama, y cuando se dio cuenta de que su mente seguía funcionando y que ese «No mucho» había sido una pequeña mentira, se inclinó hacia delante y apagó la vela.

– Me iré a otro sitio -dijo, con el diario bajo el brazo.

– Gracias -murmuró Olivia y para cuando Miranda se puso una bata y llegó a la puerta, ya estaba dormida.

Miranda se colocó el diario bajo la barbilla y lo apretó contra el pecho mientras se ataba el cinturón de la bata. Solía quedarse a dormir con frecuencia en Haverbreaks, pero, aún así, no sería correcto pasearse por los pasillos de una casa ajena en camisón.

La noche era oscura, y lo único que iluminaba sus pasos era la luz de la luna, pero Miranda habría podido ir de la habitación de Olivia a la biblioteca con los ojos cerrados. Olivia siempre se dormía antes que ella (Olivia decía que era porque tenía demasiadas cosas en la cabeza), así que solía irse a escribir sus pensamientos en el diario a otra habitación. Suponía que podía haber pedido dormir en una habitación ella sola, pero la madre de Olivia no creía en las extravagancias innecesarias y no veía ningún motivo para calentar dos habitaciones cuando bastaba con una.

A Miranda no le importaba. De hecho, agradecía la compañía. Su casa estaba muy tranquila esos días. Su querida madre había fallecido hacía casi un año y ella se había quedado sola con su padre. En su dolor, éste se había encerrado con sus adorados manuscritos y abandonado a su hija a su suerte. Entonces, ella había acudido a los Bevelstoke en busca de cariño y amistad, y ellos la habían recibido con los brazos abiertos. Olivia incluso vistió de negro durante tres semanas en honor a lady Cheever.

– Si uno de mis primos muriera, me obligarían a hacer lo mismo -le había dicho en el funeral-. Y quería más a tu madre que a mis primos.

– ¡Olivia! -Miranda se emocionó pero, no obstante, pensó que tenía que extrañarle.

Olivia puso los ojos en blanco.

– ¿Conoces a mis primos?

Y se rió. Se rió en el funeral de su madre. Más tarde se dio cuenta de que era el mejor regalo que su amiga había podido hacerle.

– Te quiero, Livvy -le dijo.

Olivia la tomó de la mano.

– Ya lo sé -respondió, con delicadeza-. Y yo a ti. -Y luego irguió la espalda y asumió su gesto habitual-. Sería incorregible sin ti, ¿lo sabes? Mi madre suele decir que eres el único motivo por el que no he cometido alguna ofensa irremediable.