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– Siempre lo he sido -respondió-. Solías decirlo cuando era pequeña.

– Esos enormes ojos marrones -dijo él, con un insensible chasquido de lengua-. Siguiéndome a todas partes. ¿Crees que no sé que te gustaba?

Los ojos de Miranda se llenaron de lágrimas. ¿Cómo podía ser tan cruel para decir eso?

– Eras muy amable conmigo cuando era pequeña -dijo, casi susurrando.

– Sí que lo era. Pero eso fue hace mucho tiempo.

– Nadie lo sabe mejor que yo.

Él no dijo nada, y ella tampoco. Y entonces, al final…

– Vete.

Su voz sonó ronca, desgarrada y llena de dolor.

Ella se fue.

Y, esa noche, no escribió nada en el diario.

Al día siguiente, Miranda se levantó con un objetivo claro: quería irse a casa. Le daba igual si no desayunaba y le daba igual si el cielo se abría y tenía que caminar bajo la intensa lluvia. No quería estar aquí, con él, en el mismo edificio, en la misma propiedad.

Todo era demasiado triste. Se había ido. El Turner que había conocido, el Turner que había adorado, había desaparecido. Lo había presentido, claro. Lo había presentido en sus visitas a casa. La primera vez, fueron los ojos. La siguiente, la boca y las líneas blancas de rabia que se le marcaban en la comisura de los labios.

Lo había presentido, pero, hasta ahora, no se había permitido saberlo.

– Estás despierta.

Era Olivia, vestida y con un aspecto encantador, a pesar de llevar el vestido de luto.

– Por desgracia -farfulló Miranda.

– ¿Qué has dicho?

Miranda abrió la boca, pero entonces recordó que Olivia no esperaría una respuesta, así que, ¿para qué gastar energías?

– Venga, date prisa -dijo Olivia-. Vístete y haré que mi doncella te dé los retoques finales. Hace magia con el pelo.

Miranda se preguntó cuándo Olivia se daría cuenta de que no había movido ni un músculo.

– Levántate, Miranda.

Miranda saltó de un brinco de la cama.

– Por todos los cielos, Olivia. ¿Es que nadie te ha dicho que es de mala educación gritar en el oído de otro ser humano?

Olivia pegó la cara a la suya, quizás incluso demasiado cerca.

– Para ser sincera, no pareces demasiado humana esta mañana.

Miranda se dio la vuelta.

– No me siento humana.

– Te sentirás mejor después de desayunar.

– No tengo hambre.

– Pero no puedes perderte el desayuno.

Miranda apretó los dientes. Aquella alegría debería ser ilegal antes de mediodía.

– Miranda.

Miranda se tapó la cabeza con una almohada.

– Si vuelves a repetir mi nombre, voy a tener que matarte.

– Pero tenemos trabajo que hacer.

Miranda hizo una pausa. ¿De qué diantres estaba hablando?

– ¿Trabajo? -repitió.

– Sí, trabajo. -Olivia apartó la almohada y la tiró al suelo-. He tenido una idea extraordinaria. Se me ha ocurrido en sueños.

– Es broma.

– De acuerdo, es broma, pero se me ha ocurrido esta mañana cuando estaba en la cama.

Olivia sonrió, una especie de sonrisa felina, y eso significaba que había tenido un momento de brillantez o que iba a destruir el mundo tal y como lo conocían. Y entonces esperó, aunque seguramente fuera la única vez en su vida que había esperado, y Miranda la recompensó con un:

– Está bien. ¿De qué se trata?

– De ti.

– De mí.

– Y de Winston.

Por un segundo, Miranda se quedó sin habla. Y luego dijo:

– Estás loca.

Olivia se encogió de hombros e irguió la espalda.

– O soy muy, muy inteligente. Piénsalo, Miranda. Es perfecto.

Miranda no podía pensar en nada que implicara a un caballero, y mucho menos a uno con el apellido Bevelstoke, aunque no fuera Turner.

– Lo conoces bien y ya tienes una edad -dijo Olivia, enumerando sus argumentos con los dedos.

Miranda meneó la cabeza y salió por el otro lado de la cama.

Sin embargo, Olivia se movió con agilidad y enseguida se colocó a su lado.

– No te apetece vivir la temporada en Londres -continuó-. Lo has dicho en numerosas ocasiones. Y odias establecer una conversación con personas que no conoces.

Miranda intentó evitarla entrando en el vestidor.

– Pero, al conocer a Winston, como ya te he dicho, eso elimina la necesidad de establecer conversación con extraños y, además -Olivia asomó su cara sonriente-, eso significa que seremos hermanas.

Miranda se quedó inmóvil y apretó entre los dedos el vestido que había elegido.

– Sería precioso, Olivia -dijo, porque, ¿qué otra cosa podía decir?

– Ah, ¡me encanta que estés de acuerdo! -exclamó Olivia, y la abrazó-. Será maravilloso. Espléndido. Más que espléndido. Será perfecto.

Miranda no se movió mientras se preguntaba cómo se había metido en aquel embrollo.

Olivia se separó, todavía sonriente.

– Winston no tendrá ni idea de cómo ha pasado.

– ¿El propósito de esto es unir a dos personas o darle una lección a tu hermano?

– Bueno, ambas cosas, claro -admitió abiertamente Olivia. Soltó a Miranda y se dejó caer en una silla cercana-. ¿Importa?

Miranda abrió la boca, pero Olivia fue más rápida.

– Por supuesto que no -dijo-. Lo único que importa es que se trata de un objetivo compartido, Miranda. En serio, no sé por qué no se nos había ocurrido antes.

Mientras estaba de espaldas a Olivia, Miranda hizo una mueca. Claro que no se le había ocurrido. Había estado demasiado ocupada soñando con Turner.

– Y vi cómo te miraba Winston anoche.

– Olivia, sólo había cinco personas en la sala. Era imposible que no me mirara.

– Pero la diferencia está en el cómo -insistió Olivia-. Era como si no te hubiera visto nunca.

Miranda empezó a arreglarse la ropa.

– Estoy segura de que te equivocas.

– No me equivoco. Ven, date la vuelta. Te abrocharé los botones. Nunca me equivoco con cosas como ésta.

Miranda esperó pacientemente mientras Olivia le abotonaba el vestido. Y entonces se le ocurrió…

– ¿Cuándo has tenido la ocasión de no equivocarte? Vivimos aislados en el campo. No hemos visto a nadie enamorándose.

– Claro que sí. Billy Evans y…

– Tuvieron que casarse, Olivia. Ya lo sabes.

Olivia le abrochó el último botón, la agarró por los hombros y le dio la vuelta, para tenerla frente a frente. Tenía una expresión pícara, incluso para ella.

– Sí, pero ¿por qué tuvieron que casarse? Porque estaban enamorados.

– No recuerdo que predijeras esa unión.

– Bobadas. Claro que lo hice. Estabas en Escocia. Y no podía explicártelo por carta; me parecía muy sórdido ponerlo por escrito.

Miranda no entendía por qué, puesto que un embarazo no planeado era un embarazo no planeado. Escribirlo no iba a cambiar nada. No obstante, Olivia tenía razón. Ella se iba seis semanas a Escocia cada año a visitar a sus abuelos maternos, y Billy Evans se casó mientras estaba fuera. Era propio de Olivia esgrimir el único argumento que ella no podía rebatir.

– ¿Bajamos a desayunar? -preguntó Miranda, algo cansada. No iba a poder evitarlo y, además, Turner había bebido mucho la noche anterior. Si existía la justicia divina, estaría en la cama con dolor de cabeza toda la mañana.

– No hasta que María te peine -dijo Olivia-. No debemos dejar nada al azar. Tu trabajo es estar guapa. Venga, no me mires así. Eres mucho más guapa de lo que crees.

– Olivia.

– No, no, lo he dicho mal. No eres guapa. Yo soy guapa. Guapa y aburrida. Tú tienes algo más.

– Una cara alargada.

– No. Al menos, no tanto como cuando eras pequeña. -Olivia ladeó la cabeza y no dijo nada.