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Áquila levantó la vista hacia la estrecha franja de luz entre los dos edificios a ambos lados de la calle, que parecían inclinarse uno hacia el otro en toda su altura. Había ropa puesta a secar en cada balcón, las mujeres se chillaban de un lado a otro de la calle, levantando la voz para así poder oírse por encima del bullicio que subía desde la calle, mientras los niños desnudos jugaban en las puertas de entrada, cuyos muros estaban cubiertos de dibujos y mensajes, unos groseros, otros quejosos. Pedigüeños, ciegos o mutilados, se sentaban apoyándose en los muros, con las rodillas dobladas para evitar el alcantarillado abierto que corría en medio de la calle.

– ¿Es esta la panadería de Demetrio Terencio? -preguntó por encima de las cabezas de los que esperaban para ser atendidos.

Había dos mujeres detrás de una mesa, una de mediana edad, encorvada, con el rostro estropeado por el dolor; la otra era mucho más joven. Las dos estaban cubiertas de harina y los cabellos se les pegaban a la cara por culpa del sudor. La mujer encorvada, que parecía no tener dientes, no le hizo caso; fue la más joven la que contestó. La más vieja habló con aspereza y la chica joven volvió a ponerse a servir a los clientes.

– Quisiera hablar con Demetrio.

– Ahí al fondo, si es que puedes soportar el calor.

Áquila no fue bienvenido, y no porque el dueño estuviera trabajando. Ya había terminado su trabajo del día y se ocupaba de reponer todo el sudor que había perdido bebiendo grandes cantidades de vino bien aguado, del cual no ofreció nada a su inesperado visitante. Demetrio era el hijo mayor de sus padres adoptivos y hacía mucho que se había marchado de casa cuando lo encontraron a él; no era más que un nombre y una profesión, aunque era alguien que lo conectaba con su pasado.

– ¡Aquí no te puedes quedar!

Demetrio estaba gordo, por lo que daba la sensación de que consumía más pan que el que vendía. Su enorme barriga rebosaba por encima de un grueso cinturón de cuero y su gorda cara redonda, aún de un rojo brillante por los hornos, parecía enfadada. Áquila no podía echarle en cara su desconfianza. Después de todo, tan sólo había oído hablar de aquel joven que ahora estaba frente a él de boca de los escasos viandantes que llegaban de los alrededores de Aprilium. Nunca lo había visto ni tampoco su mujer. Sabían que lo habían encontrado en los bosques, lo que era una vía poco convincente de reclamar parentesco.

– No recuerdo habértelo pedido -replicó el joven-, pero soy nuevo en Roma. Si pudieras ayudarme a encontrar alojamiento, puedo pagarte.

– ¿Con qué?

– Tengo dinero.

Su gordo hermano adoptivo se inclinó hacia delante, apoyando una mano gordinflona y la mitad de su estómago sobre su enorme muslo.

– ¿Cuánto dinero?

– El suficiente -contestó Áquila con frialdad.

Demetrio dejó que sus ojos se posaran sin disimulo sobre el águila dorada, que pareció reafirmarlo.

– Si puedes pagar, yo te alojaré y te inscribiré en la lista de votantes, siempre que no te importe compartir espacio con Fabio.

– ¿Quién es Fabio?

Demetrio rio, sin humor, pero con esfuerzo suficiente como para que su barriga se bamboleara.

– Pues, supongo que es algo así como tu sobrino, aunque apuesto a que es mayor que tú. ¿Cómo te llevabas con mi padre?

Áquila dudó. No quería contarle al gordo de Demetrio que amaba a Clodio como cualquier chico habría amado a alguien al que creía su papá, así que evitó todo rastro de emoción en su voz.

– Que yo recuerde me llevaba muy bien con Clodio. Se fue de casa en mí cuarto verano.

Demetrio se puso en pie con esfuerzo, con su gorda y roja cara coronada por una lúgubre sonrisa.

– Entonces te llevarás bien con Fabio. Es el cabrón más vago y borracho que he tenido la desgracia de conocer. No he sacado ningún placer de ser su padre.

Fabio fue una conmoción, se parecía tanto a su abuelo que resultaba extraño; mientras él y su nuevo compañero de habitación hablaban, Áquila tuvo que esforzarse para recordar que aquel no era Clodio y que el parecido era algo más que sólo físico. Su risa era la misma y la manera que tenía de fruncir el ceño cuando su madre le regañaba por volver a casa oliendo a vino era el vivo retrato del aspecto que tenía Clodio cuando Fúlmina le reprendía por la misma ofensa. Era una compañía cordial y divertida, y cuando había bebido bastante, nada le gustaba más, decía, que sentarse con los pies metidos en el Tíber y cantar.

– Tu abuelo solía ir a los bosques. Fue por eso por lo que me encontró.

– ¿Él me habría gustado?

– A mí me gustaba. Lo quería, pero se fue a las legiones cuando yo era pequeño.

La historia de cómo había sustituido Clodio a Piscio Dabo ya no aparecía en su relato y nadie supo si el abuelo de Fabio se había alistado porque Dabo lo había emborrachado o simplemente porque quería dejar de ser un jornalero sin tierra. Se suponía que sería un año o dos, pero había aguantado diez y terminó con la muerte de Clodio en Thralaxas.

– Qué putada lo de ser abandonado -dijo Fabio-. Pero, mira, te dejaron con esa cosa que llevas al cuello, así que uno de tus padres quería que regresaras.

– La vendería por saber quiénes son.

– Estás tonto. ¿A quién le importan los padres?

– Eso es fácil decirlo cuando tienes a los tuyos.

– Puedes quedártelos, pero ten cuidado, ese viejo cabrón gordo de mi padre te sacará hasta la última moneda que tengas -Fabio acompañó sus palabras con un gran trago de su jarra, mientras Áquila se preguntaba si su «sobrino» no estaría siendo un sinvergüenza, puesto que llevaba varias horas sentado en aquella taberna gastando alegremente el dinero de Áquila-. Y no dejes por ahí ese amuleto que llevas al cuello, o ese miserable hijo de puta te lo robará.

– Tu padre también habla bien de ti -dijo Áquila.

Aquello levantó un profundo gruñido y Fabio dijo por centésima vez:

– Y resulta que tú eres mi tío.

Resultaba difícil; Fabio era diez años mayor que Áquila y parecía que fueran veinte. El más joven, aún en sus veintipocas primaveras, había pasado toda su vida al aire libre, comía cuando estaba hambriento y bebía cuando estaba sediento. A Fabio le gustaban las tabernas llenas de humo y oscuras, tanto de día como de noche. Era de complexión fofa y sus ojos estaban legañosos, y aunque no tanto como su padre, tenía tendencia a engordar.

– Tengo que encontrar algún tipo de trabajo.

– ¡Trabajo! -escupió Fabio, y después echó un vistazo por la taberna, llena de gente que compartía sus gustos y su aspecto-. Eso es sólo para idiotas.

– ¿Tú no trabajas?

– De vez en cuando aquí y allí, en los almacenes del Tíber, pero hay otras formas de sacarse unos mendrugos -Fabio echó la cabeza hacia atrás y rio-. Incluso para el hijo de un panadero.

Áquila descubrió enseguida como conseguía Fabio aquellos «mendrugos». No había malas intenciones en sus robos: eran insignificantes, oportunistas y no causaban daño alguno, y dependían de una vista rápida y de unos reflejos aún más veloces. Recorrer una calle junto a su «sobrino» era toda una experiencia. Los ojos de Fabio buscaban algo sin descanso, cualquier cosa que birlar como si fuera una especie de juego en el que su ingenio se enfrentaba al resto del mundo. Cogía cosas que no tenían uso ni valor para él, sólo para reírse después de ello en la taberna, mientras vendía lo robado si podía conseguir el precio de un trago.

Su «sobrino» se había comprometido a mostrarle Roma, subiendo y bajando por las siete colinas, y señalándole todos los lugares de interés: la colina Capitolina, el foro y el templo de Jano. Estaban en la colina Palatina, entre las grandes casas de los muy ricos, cuando Fabio descubrió unos zapatos rojos, secándose al sol tras una reciente limpieza, en la repisa de la ventana de un primer piso.