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— Me lo imagino. — Las puertas del ascensor se abrieron y entramos -. ¿Pero no resulta algo confuso?

Ahora su sonrisa fue una agradable realidad.

— Me temo que no soy una mujer muy bien organizada… por lo menos, no con las personas. Tercer piso, por favor dijo al tablero de control del ascensor.

Necesité casi una hora para rellenar los formularios de la Sección de Servicios, que harían que las predicciones recién emitidas por el doctor Rossman llegasen a nuestras oficinas de Honolulú. Barney me ayudó y proporcionó los impresos terminados al cerebro electrónico automático, que los condujo después a la mayor parte de los Departamentos de la Sección.

Entonces dijo:

— ¿No ha visto usted el resto del edificio? Si gusta, seré su guía oficial.

Nada podía haberme aburrido más, pensé…, excepto estar sentado en el aeropuerto, esperando el vuelo de la tarde.

— Está bien, guíeme.

El recorrido nos empleó el resto de la mañana. El edificio era mucho mayor de lo que parecía desde el exterior e incluso tenía un anexo en la parte de atrás en donde estaban los talleres y el equipo de mantenimiento. Barney me mostró los laboratorios en donde hombres y mujeres estudiaban la naturaleza del aire a diversas presiones y temperaturas… su composición química, el modo en que absorbe la energía calorífica, los efectos del vapor de agua, partículas de polvo y millares de otras cosas. Luego fuimos cruzando la sección teórica, en nuestro descenso hacia los computadores y cerebros electrónicos.

— Los teóricos no tienen mucho que hacer — me dijo ella mientras pasábamos por el despacho general en forma de cabina -. Se sientan ante sus escritorios y redactan ecuaciones que tenemos que resolver en el centro de computadores.

La zona de computaciones era impresionante. Fila tras fila de gigantescas consolas con los dispositivos de los cerebros electrónicos, vibrando; cintas girando en sus carretes; las chicas van de una parte a otra; las máquinas de escribir emitiendo largas hojas plagadas de números incomprensibles y de símbolos.

— Aquí es donde yo trabajo — dijo Barney por encima del ruido de las máquinas -. Mi especialidad son las matemáticas.

Solté una carcajada.

— Para una persona no muy organizada, eligió usted una singular ocupación.

— Sólo soy desorganizada con las personas Contestó ella -. Los computadores son distintos. Me llevo estupendamente bien con las grandes máquinas. No se impacientan, no tienen mal genio. Son estrictamente lógicas; se puede decir lo que harán dentro de un momento, lo que necesitarán. Son mucho más fáciles de llevar que las personas.

— Pero tienen un sonido muy aburrido dije.

— Bueno, hay personas más excitantes que otras — admitió ella.

— Este lugar — dije contemplando a las chicos que atendían a las máquinas -, parece el harén de un meteorólogo.

Barney asintió.

— Aquí han florecido en cantidad pequeños romances. Con frecuencia he dicho que si tuviésemos programadores masculinos aquí no vendrían ni la mitad de los hombres del personal con solicitudes para programación especial de las máquinas.

— Me imagino que las chicas trabajan a menos sueldo.

— Y mejor, en cuanto al detalle y a la exactitud se refiere — afirmó Barney con energía,.

— Lo siento… hablé sin pensar. Es una mala costumbre mía. Yo no quería decir…

— No se preocupe — contestó ella, sonriendo.

Para cambiar de conversación, dije:

— Conocí anoche a un tal doctor Barneveldt. ¿Es su padre o abuelo o…?

— Tío — repuso Barney -. Jan Barneveldt. Recibió el Premio Nobel por su trabajo en la química física del aire. Desarrolló los primeros productos químicos para sembrado de nubes que funcionaban en masas nubosas no superfrías.

Parecía importante, aunque no tenía ni la más mínima idea de lo que ella me estaba hablando.

Mi padre es James Barneveldt; él y mi madre se encuentran en el Observatorio de Astronomía, Africa del Sur.

¿Astrónomos?

— Mi padre. Mamá se dedica a las matemáticas. Trabajan juntos.

Sonreí.

— Entonces está usted siguiendo las huellas de su madre.

— Sí, cierto… Venga por aquí — me tomó por el brazo y me guió a través de las filas de consolas de los computadores -. Existe algo sin lo cual una visita no seria completa.

Cruzamos una puerta y entramos en un recinto oscuro. Barney cerró a nuestras espaldas y el estrépito de los computadores quedó cortado. La habitación era fresca y suavemente tranquila. Sólo poco a poco, mientras mis ojos se ajustaban al nuevo nivel luminoso, me di cuenta de lo que había allí.

Emití un respingo.

Estábamos plantados ante una pantalla visora que tendría unos seis metros de alto y mostraba todo el hemisferio occidental completo. Distinguí claramente los continentes Norte y Suramericano, incluso a través de las nubes que oscurecían amplias zonas de tierra y mas. El Artico relucía cegador y el barrido de colores… verde, azul, rojo, blanco… era literalmente impresionante.

En el otro lado del cuarto, el otro lado del mundo:

Europa, Africa, Asia, el amplio Pacifico, cubrían por completo otras dos pantallas visoras más.

— Esto siempre impresiona a la gente — dijo Barney en voz baja -. Incluso a mí, que lo veo con frecuencia.

— Es… — busqué la palabra justa- … increíble.

— Las imágenes están siendo transmitidas desde las estaciones espaciales sincrónicas. Podemos ver el tiempo de todo el mundo de una simple ojeada.

Caminó hasta el podio que se alzaba en el centro de la sala. Unos cuantos toques de los interruptores y mapas del tiempo asomaron a las pantallas visoras, sobreimponiéndose a las imágenes televisadas.

— Podemos seguir el rastro — dijo — sus dedos danzando entre los mandos -, y ver qué aspecto tenían los mapas del tiempo de ayer… el mapa cambió y lo hizo ligeramente, o de anteayer… o de la semana pasada… o del último año…

— ¿Y qué hay de mañana, o de la semana próxima, o del año que viene?

— Mañana no constituye problema el mapa volvió a cambiar -. Pude ver que la tempestad que ahora cubría la zona en donde trataban de funcionar los dragados Thornton se marcharía de allí en el curso de las próximas veinticuatro horas.

— Podemos proporcionarle una deducción sólida sobre lo que ocurrirá la semana que viene — dijo Barney -, pero todo es tan vago que no nos molestamos en elaborar mapas. En cuanto al año próximo — bajó la voz con aire de conspirador -, tendrá que consultar con el Almanaque Zaragozano. Eso es lo que hacemos ahora.

— ¿Y Ted Marrett también lo hace?

Sorprendida, me preguntó:

— ¿Conoce usted a Ted?

— Le conocí anoche. ¿No se lo dijo su tío?

— No, no lo mencionó. Es bastante olvidadizo; parece que es un rasgo familiar hereditario.

— ¿Se encuentra por aquí? Me gustaría hablar con él.

— Por la mañana está en el MIT Contestó Barney -. Generalmente le vemos a la hora del almuerzo.

Consulté mi reloj de pulsera. Era casi mediodía.

— ¿Dónde comen ustedes?

— Hay una cafetería en el edificio. ¿Querría acompañarme?

— Si a usted no le importa…

— Le prevengo — dijo ella muy seria -, que de ordinario sólo se oyen chismorreos.

— Si el chismorreo se refiere al control del tiempo, quiero escucharlo.

III

AERODINAMICA, MAS AGUA

La cafetería de la División de Climatología era grande, muy atestada y ruidosa y terriblemente deprimente. Las paredes estaban pintadas de un gris muerto y los pocos intentos que alguien había hecho de decorarías desaparecieron tiempo atrás. Torrentes de personas cruzaron las líneas de entrada y atestaban las desnudas mesas de plástico. Prácticamente no había verdadera comida; sólo alimentos sintéticos y concentrados. Nada apetitoso, aunque Barney parecía bastante complacida por la selección.

— ¿No tiene usted hambre? — me preguntó mientras buscábamos una mesa libre.