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— Vamos — cortó Szzan, el más joven de los tres.

— Habrá que hacer algunas modificaciones en el amplificador. Pero tengo todo lo necesario en mi laboratorio de la Isla — repuso Assza.

Nos embarcamos y partimos sin pérdida de tiempo. Assza pilotaba admirablemente y volamos rozando las montañas. Cuando nos adentrábamos sobre el mar, vituus u u artefacto enorme, fusiforme, que descendía rápidamente hacia el Monte de los Sabios.

El astronave sinzú regresa — dijo Szzan —. Habrá reunión del Consejo.

— ¿No tendrás que asistir — pregunté a Assza — Podemos aplazar el experimento si es necesario.

— No, el Consejo no se reunirá hasta la noche. Tenemos tiempo. Tú vendrás conmigo para ver a tüs casi hermanos, los Sinzúes.

La isla apareció sobre el mar azul. Apenas hubimos tocado tierra nos dirigimos apresuradamente hacia el laboratorio. Sianssi, el ayudante jefe, vigilaba los aparatos registradores.

— Está descansando — nos dijo —. Pero desde que el «Tserreno» lo visitó, se ha vuelto intratable, ha destrozado a un autómata.

Por vez primera, había oído vocalizando el nombre que nos han dado los Hiss. «Tserreno», corrupción de «Terreno».

Haz que modifiquen un amplificador del pensamiento para que el «Tserreno» pueda colocarlo bajo su escafandra. Volverá a bajar para intentar entrar en comunicación con «él».

El joven Hiss me miró un momento antes de salir. Desde luego, debía parecerle casi tan monstruoso como el Mislik.

Por medio de la pantalla estuvimos observando a éste. No se movía, parecía un bloque de metal inerte. Y, sin embargo, era un ser con un poder fenomenal, capaz de apagar las estrellas.

— Vigílalo bien cuando estés abajo — me dijo Assza —. Antes de tomar altura suele levantar un poco su parle delantera. Entonces dispones aproximadamente de una milésima de basike. Vuelve inmediatamente.

La transformación del amplificador duró un basike, o sea aproximadamente una hora y cuarto.

Enfundado en mi escafandra y equipado con el casco, entré lentamente en la cripta. El Mislik me daba «la espalda». Sin alejarme demasiado de la puerta, di el contacto.

Inmediatamente me sentí envuelto por un torrente de angustia que no venía de mi; era la angustia del Mislik: una espantosa sensación de aislamiento, de soledad, tan grande que casi grité. Lejos de ser la criatura intelectual, sin sentimientos, que había imaginado, el Mislik era, pues, un ser como nosotros, capaz de sufrir. Paradójicamente, lo encontró más horrible todavía por ser tan parecido siendo tan distinto.

No pude soportarlo y corté el contacto.

— ¿Qué hay? — preguntó Assza.

— Pues que sufre — dije desorientado

— Cuidado. Está despertando.

El Mislik se movía Como la otra vez, se dirigía hacia mí a velocidad moderada. Restablecí el contacto. Esta vez ya no llegó un mensaje de sufrimiento, sino que recibí

una oleada de odio, de odio absoluto, diabólico. El Mislik seguía avanzando. Empuñé mi pistola de calor. Se paró, emitió contra mi un odio violento, que casi me producía un dolor físico como un chorro cálido y viscoso. Entonces, a mi vez, emití:

«Oh, hermano de metal — pensé —, no te quiero ningún mal. ¿Qué necesidad hay de que los Hiss y vosotros os destruyáis los unos a los otros? ¿Por qué la ley del mundo parece ser la muerte? Yo no siento odio hacia ti. Mira, guardo mi arma en su funda.»

No esperaba ser comprendido. Sin embargo, a medida que pensaba, sentí que su odio decrecía, pasando a segundo término, mientras un sentimiento de sorpresa lo desplazaba, sin llegar a borrarlo.

El Mislik seguía inmóvil.

Recordé las teorías de los filósofos, que pretenden que las matemáticas son lo mismo en todo el Universo — cosa que parecía confirmarse con las Hiss — y me puse a pensar en cuadrados, rectángulos, triángulos y círculos. Recibí a cambio una onda de sorpresa más intensa aún, y una serie de imágenes invadieron entonces mi pensamiento: el Mislik estaba contestando, pero tuve que rendirme ante la evidencia: jamás se podría establecer una comunicación útil, ya que las imágenes resultaban borrosas, como las de un sueño. Me pareció captar unas extrañas figuras, concebidas para un espacio que no es el nuestro, un espacio de más de tres dimensiones. Pero, antes de que llegara a comprenderlas se desvanecían, dejándome la frustrada sensación de haber estado a punto de captar un pensamiento totalmente extraño al nuestro. Hice una última tentativa; pensé unos números, pero no obtuve mayor éxito.

Recibí en respuesta unas nociones imposibles de traducir, incomprensibles, llenas de espacios vacíos, en los que nada recibía. Probé otras imágenes, pero no encontré nada que despertara un eco cualquiera en él, ni siquiera la figura de una estrella brillando en un cielo negro. La noción luz, tal como la concebimos nosotros, debía serle extraña. Abandoné, pues, mis vanos intentos, y sin duda captó algo de mi desencanto, pues volvió a llegarme una nueva oleada de angustia, huérfana de odio, mezclada con un agudo sentimiento de impotencia. Se marchó sin haber lanzado su radiación mortal. Así,pues, a pesar de la opinión de ciertos filósofos, el miedo y la tristeza son los mismos de un extremo al otro del universo, mientras que dos y dos no siempre suman cuatro. Había algo trágico en esta imposibilidad de intercambiar ideas simples, cuando sentimientos más complejos pasaban con facilidad del uno al otro.

Subí al laboratorio y confesé mi casi fracaso. Los Hiss me parecieron muy afectados por ello. Para ellos, un Mislik seguía siendo el Hijo de la Noche, el ser odioso por naturaleza, y el interés que habían puesto en la prueba, era puramente científico. Para mí no era lo mismo, y aún hoy me duele no haber podido, no ya comprender, pero sí al menos captar el más mínimo detalle de la esencia intelectual de esos extraños seres.

Al caer la noche, abandonamos la isla. Los dos satélites de Ela brillaban ya en el cielo sembrado de estrellas. Arzí tiene un brillo dorado, como el de nuestra Luna, pero Arí es de un siniestro color rojizo que despierta siempre en mi la idea de un astro maléfico. Aterrizamos en la terraza inferior de la Casa de los Sabios. En el otro extremo se veía la enorme masa fusiforme de la astronave sinzú, brillando débilmente en la noche. Con gran disgusto por mi parte, no me fue permitido entrar en la sala de reuniones. Szzan y yo tuvimos que dirigirnos a la Casa de los Extranjeros, que era una especie de hotel situado en los bosquecillos de la terraza inferior.

Cenamos juntos y salimos a dar un paseo. Nuestros pasos nos condujeron cerca de donde se hallaba la astronave. Al dar la vuelta a un sendero, un grupo de Hiss nos dieron el alto.

— No se puede pasar más allá — dijo uno de ellos. Los Sinzúes vigilan su aparato y nadie puede acercarse sin autorización. Pero… ¿quién va contigo? — preguntó a Szzan.

— Un habitante del planeta Tserra de la estrella Sol del decimoctavo universo. Por ahora es aquí el único representante de su raza. Vino con Aass y Souilik. Tiene la sangre roja y los Misliks no pueden matarlo.

— ¿Qué dices? ¿Es acaso el hombre de la Profecía? Según dicen, también los Sinzúes tienen la sangre roja, pero no conocen a los Misliks.

— El Tserreno ha bajado otra vez a la cripta de la isla Saussine y, como puedes ver, sigue vivo.

— Permite que te vea — dijo dirigiéndose a mi.

Un suave rayo de luz surgió de su casco. Observé que de su cinturón colgaba una pequeña arma. La guardia de la astronave no era pues una broma. Esa era la primera vez que constataba la presencia en Ela de algo parecido a fuerza pública.

— Te pareces a los Sinzúes — dijo. He visto a tres de ellos esta tarde cuando han desembarcado. Pero eres más alto, más pesado, y tienes cinco dedos en las manos. ¡Ah! estoy ansioso por poder participar en alguna expedición en Ksill. Aún estoy estudiando…