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— Sí, sí, excelente — dije con sinceridad. Pero será enojoso para mí tener que pasar ante mi propia efigie todos los días.

Souilik y la Sinzu estaban en animada conversación desde hacia un rato y, por la expresión del Hiss, comprendí que algo no marchaba bien del todo. Habló un momento con Essine, pero debido a la precipitación, no pude comprender lo que decían. Me pareció distinguir la palabra «injuria».

La joven Sinzu bajó las escaleras dirigiéndose al encuentro de un grupo de individuos de su raza. Souilik parecía preocupado.

— De prisa. Hay que ver a Assza y a Azzlem, si es posible.

— ¿Qué pasa?

— Espero que nada grave. Pero a esos Sinzúes les corroe el orgullo y tal vez habrá sido un error el poner su estatua a la izquierda.

Fuimos introducidos inmediatamente, Azzlem estaba en su despacho con Assza y un joven Hiss, su hijo Asserok, que acababa de llegar del Universo de los Sinzúes.

— La situación es delicada — declaró Souilik sin preámbulos. Durante mi ausencia, el Tserreno ha bajado a la cripta de la Isla Sanssine y ha vencido al Mislik.

— Si, ¿qué pasa con eso? — dijo Assza —. Yo mismo, de acuerdo con el Consejo, tomé la responsabilidad de esta decisión.

— Pero según me ha dicho Ulna, la Sinzu, habíamos prometido a los Sinzúes que ellos serían los primeros seres de sangre roja que se enfrentarían con los Misliks. Con su orgullo, es muy posible que nos hagan una escena.

— Su astronave está bien armada — intervino Asserok —. Y además conocen el paso del ahun.

— Sí, Asserok — respondió su padre —, pero en nuestro planeta dominamos la situación. Cuando, por primera vez, recibimos la visita de los Sinzúes, no quisieron enfrentarse con el Mislik, alegando que precisaban ciertos preparativos. El «Tserreno» no los necesitó. A fin de cuentas la Promesa fue hecha a los Hiss, no a los Sinzúes. No estamos en situación de despreciar su ayuda pero tampoco podemos renunciar a la dirección de la lucha. Y si ellos tienen armas…, también nosotros las poseemos.

Apretó un botón situado sobre su mesa. Se iluminó una pantalla mural en la que apareció la escalinata de las Humanidades. Ante mi estatua había cuatro Sinzúes discutiendo, Ulna era uno de ellos. Los demás se dirigían precipitadamente hacia su astronave.

Entonces Azzlem pronunció unas palabras que, desde hacía siglos no se habían oído en Ela:

— Estado de alerta n.° 1 — dijo inclinándose sobre un micrófono —. Reunión inmediata de los Diecinueve. Queda terminantemente prohibido el despegue a todos los aparatos extranjeros —. El eufemismo nos hizo sonreír ya que la única nave extranjera que se hallaba en Ela, era la Sinzu.

— Ya veremos si pueden sortear nuestros campos gravitatorios intensos — nos dijo.

Los Simios estaban entrando en la Casa de los Sabios.

— Venid — dijo Azzleiu —. Vamos a recibirles. Souilik y Essine, venid vosotros también ya que sois, junto con mi hijo, los únicos Hiss aquí presentes que hayan sobrepasado el decimosexto universo.

Nos dirigimos a la Sala donde me recibieron por primera vez los Sabios. Tomé asiento entre Essine y Souilik, en el fondo de la Sala. El Consejo de los Diecinueve se completó, y los Sinzúes fueron introducidos. Eran cuatro, tres hombres y la joven. Su aspecto era magnífico. Altos, rubios y esbeltos. En la Tierra habrían podido pasar por suecos. Adoptaron una actitud fría y distante, mientras les proporcionaban los cascos amplificadores.

El que aparentaba más edad, se dirigió a Azz-lem y empezó su discurso: había hecho el largo viaje desde su lejano planeta para enfrentarse con el Mislik, habían traído consigo las armas más poderosas que sus científicos habían podido construir, y ahora resultaba que un ser inferior, procedente de un planeta semisalvaje se les había adelantado. Esto constituía una grave ofensa inferida a su planeta, Arbor, y se marcharían inmediatamente para no volver nunca, a no ser que los Shé-inons juzgasen que la injuria era demasiado grave para ser olvidada, en cuyo caso… Exigía una explicación y la inmediata destrucción de aquella estatua que había sido puesta a la misma altura que la suya.

Mientras el Sinzu hablaba, observé a los Sabios. Sus caras permanecieron impasibles. Ni el menor indicio de desaprobación apareció en ellas.

Azzlem fue el que respondió y lo hizo con gran calma:

— Vosotros Sinzúes, sois realmente sorprendentes. Jamás os prometimos que seríais los primeros en hacer frente al Mislik. Ignorábamos entonces si podrían existir otras humanidades de sangre roja y seguimos ignorando si todas ellas son invulnerables a la radiación del Mislik. Por otra parte, no alcanzamos a comprender la importancia que pueda tener el ser el primero. Estas tonterías desaparecieron hace tiempo de Ela, con el último jefe militar y el último político. Tampoco parecéis daros cuenta de que vamos a necesitar a todas las Humanidades del cielo para vencer a los Misliks. De momento estamos solos, o casi solos, en la lucha contra ellos. El Tserreno ha tenido el arrojo necesario para enfrentarse con el Mislik, sin preparativo alguno. Es pues justo que su estatua sea cual es. Haced vosotros lo mismo y no tendremos inconveniente alguno en añadir un Mislik, o dos, o tres si queréis, a los pies de vuestra estatua. Vuestra colaboración puede sernos muy útil, pero no imprescindible. Los Tserrenos tienen la resistencia necesaria. Nosotros poseemos la técnica, y la de ellos, aunque primitiva, no es ni mucho menos, despreciable. En el cielo, hay numerosas humanidades de sangre azul o verde cuyas armas también son poderosas. Nadie sabe dónde atacarán los Misliks la próxima vez. Tal vez se dirigen ya contra vuestra galaxia. Os ruego que renunciéis a este orgullo absurdo que, por cierto, me ha sorprendido tratándose de una raza tan evolucionada como la vuestra. Os conjuro a que entréis en la Gran Alianza, en la Liga de Tierras Humanas. Nuestro único enemigo es el Mislik. Aun cuando fuerais insensibles a su rayo, no podríais vivir cerca de un sol apagado.

Recapacitadlo y volved esta noche con palabras de amistad en vuestra boca, no de desafío. Estáis en Ela, no en Arbor, y aquí, nosotros somos los dueños, esta noche os volveremos a ver. El Sinzu quiso replicar.

— No; es inútil. Reflexionad primero. Hasta la noche.

Los Diecinueve abandonaron la sala dejándonos a Souilik, Essine y yo, solos, frente a los Sinzúes. En aquel momento parecieron darse cuenta de mi presencia. Los tres hombres se dirigieron hacia mí con aire amenazador. La joven intentó retenerlos, pero no lo consiguió. Me levanté. Con gesto lento Souilik apoyó su mano sobre la culata de un pequeño fulgurante que, como todos los comandantes de ksill, tenía derecho a llevar. Este gesto no escapó a los Sinzúes, quienes se detuvieron.

— Tenía entendido que los Hiss, los sabios y prudentes Hiss, habían renunciado a la guerra desde hace siglos…

— Sí, a la guerra sí, pero no a proteger a sus huéspedes — replicó Souilik —. Si vuestras intenciones son rectas, ¿a qué vienen estas armas bajo vuestras túnicas? ¿Acaso habíais creído que no sabemos detectar el metal a través de la tela?

La situación era tensa. Fue en vano que Essine y yo de una parte, y Ulna y el anciano Sinzu de la otra, tratásemos de interponernos. Souilik estaba poseído por la terrible rabia fría de los Hiss y los Sinzúes parecían animados de un incomprensible orgullo.

Entonces, como un deus ex machine, apareció un oficial de la guardia seguido de otros cuatro Hiss.

— El Consejo de los Diecinueve ruega a sus huéspedes Sinzúes que se dirijan a su alojamiento

Y les recuerda que en Ela, sólo los oficiales en servicio pueden ir armados.

Iba provisto de un potente casco amplificador y por tanto su frase sonó fuerte y claramente dentro de mi cabeza; parecía un ultimátum. Los Sinzúes así lo debieron entender, pues les vi palidecer y salieron. Antes de abandonar la sala, Ulna se volvió y nos miró.