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— ¿Cuántos volverán del primer vuelo de reconocimiento hacia Kalvenault? — dijo Assza —. Ignoramos en qué planeta se han instalado los Misliks y si estarán en alguna parte del espacio interplanetario. Para los que los descubran, primero, no hay probabilidad de retorno. Se quedó un instante silencioso. — Souilik se va a poner furioso. El era quien tenía que mandar esta escuadra.

— ¿Cuál va a ser mi papel? — pregunté. — Tú saldrás con la segunda escuadra, en un ksill montado por una tripulación mixta, formada por Hiss y Sinzúes.

Cuando aterrizamos al lado de la astronave, vi que la escalerilla había sido retirada así como todas las banderas del exterior. Aquella monstruosa nave se había vestido para la guerra.

Entramos directamente en la sala del Consejo. Había sesión plenaria. Los Diecinueve estaban en primera fila y los demás detrás. Se me designó un sitio en la segunda fila con los representantes de los Sinzúes. Se habló poco: no había que decidir guerra o paz. Los Hiss no podían elegir. Lo primero que tenían que hacer era echar a los Misliks del primer universo.

Luego ya intentarían llevar la guerra a las «galaxias malditas».

Por ahora no debíamos pensar en utilizar la astronave Sinzu. Kavenault estaba demasiado lejos para dirigirse allí por el espacio y demasiado cerca para el dispositivo de ahun de los Sinzúes.

Una parte de su tripulación montaría en ksills, mientras que la otra volvería a Arbor en busca de refuerzos.

La astronave partió al amanecer, dejando en Ela a Ulna y Akeion y a otros cincuenta Sinzúes. A mediodía llegaron Souilik y Essine y salimos para la isla de Aniasz, punto de concentración de la segunda escuadra. Llegamos al cabo de nueve horas, ya que la isla se encuentra al otro lado de Ela.

La segunda escuadra estaba formada por 172 ksills de tipos varios, desde el ksill ligero, como el que me había traído de la Tierra, hasta los más pesados, enormes moles de más de ciento cincuenta metros de diámetro, con una tripulación de sesenta Hiss perfectamente armados.

Anduvimos por entre estas máquinas hasta que Souilik nos señaló un ksill.

— Ahí está el nuestro. La «nave almirante» —, dijo, mitad sonriente mitad orgulloso.

Curiosa nave y curiosa tripulación; ésta estaba formada por Souilik, jefe de la escuadra, Suezin, jefe de a bordo, diez Hiss, Ulna Akeion, Herang, joven físico Sinzu, y yo, estos cuatro últimos formábamos la «Compañía de desembarco» y con gran sorpresa vimos también a Beichitiiisiantoerpanse-roset, la joven Hr'ben y otro Hr'ben, Seferantosina-seroset, que tenía que probar una nueva arma que habían preparado en los laboratorios de Ressan. Nos pusimos todos de acuerdo, y para abreviar sus nombres interminables les llamamos Beichit y Sefer.

Durante los días siguientes nos instruimos en el manejo de las armas y de los ksills dirigidos por los Hiss.

Herang, Ulna y Akeion, acostumbrados a pasar por el ahun siguiendo el método sinzu, asimilaron muy pronto las maniobras y me aventajaron en seguida. También eran superiores a mí en el manejo de las armas sinzúes, pero yo les superé en el de las armas hiss. En cuanto al arma inventada por los Hr'ben, no la probamos, ya que sólo podía ser útil contra los Misliks.

Por la mañana del sexto día fuimos llamados a la «Casa de los Sabios»… Nos dirigimos allí en ksill, a velocidad prodigiosa. Los exploradores acababan de regresar. Sólo 24 ksills de los 102 que habían salido.

Tal como lo previo Assza las pérdidas habían sido sensibles. Kalvenault estaba casi apagado aunque su luz nos llegase aún fuerte, apenas enrojecida, al cabo de cinco años. Souilik tuvo un escalofrío retrospectivo cuando comprendió que, al realizar su viaje sobre Rissman, los Misliks estaban ya trabajando desde hacía dos años en los planetas Seis y Siete.

Actualmente su superficie helada estaba llena de Misliks que, como en el caso del sol Skiln, habían construido unas formidables fortalezas metálicas. No cabía soñar en sorprenderles, ya que grupos de nueve Misliks patrullaban continuamente por el vacío interplanetario.

Los ksills de reconocimiento habían podido bombardear las fortalezas del Seis, pero ni siquiera habían podido acercarse al Siete.

Nuestra misión consistiría en destruir las defensas del Siete y desembarcar, los Sinzúes y yo, para intentar destruir las misteriosas fortalezas y volver… si podíamos. Dispondríamos para ello de vehículos blindados, que nos protegerían más o menos del ataque de los Misliks.

Decir que este programa me entusiasmó sería mentir. La idea de desembarcar en este mundo desconocido para afrontar lo inimaginable teniendo por compañeros a gentes que apenas conocía, me aterrorizaba. Pero no podía volverme atrás: era huésped de los Hiss, había sido aceptado como uno de los suyos, y me habían confiado muchos de sus secretos. En fin, yo era insensible a los rayos Misliks, y en cambio, Souilik y Essine, por ejemplo, para quienes estos rayos eran mortales, no dudaron ni un momento. Además, defendiendo lalthar defendía nuestro so] y por lo tanto la supervivencia de nuestra humanidad. Acepté, pues.

Salimos a la mañana siguiente. El paso en el ahun fue muy breve y emergimos en el Espacio, cerca de la órbita de Rissman, el planeta Tres del sistema de Kalvenault.

No vayas a deducir por lo que te he contado de los sistemas planetarios que cada estrella tiene su cortejo de planetas; en realidad son relativamente raros. Una estrella de cada 190, según los Hiss, tiene planetas. Y sólo dos planetas de cada diez son habitables y un planeta de cada mil de estos calificados como habitables contiene seres que se pueden considerar humanos.

El planeta Rissman entraba en la categoría de los habitables, pero no era habitado, a excepción de algunas formas primitivas de vida como las que florecieron en la Tierra en el período Cámbrico.

La concentración de fuerzas tuvo lugar en Rissman. Era un mundo de un tamaño intermedio entre la Tierra y Marte. Antes de la invasión de los Misliks lo alumbraba un magnífico sol azul, uno de los más bellos del primer universo, según Souilik. Pero ahora Kalvenault brillaba en el cielo como un ojo sangriento rojo y oscuro. El suelo está cubierto de nieve y de gas carbónico licuado. La temperatura era ya de 100° bajo cero; toda forma de vida había desaparecido salvo tal vez en lo más profundo de los océanos helados.

No sabría describir la desolación de nuestro campamento. Imagina una enorme llanura pelada extendiéndose en el infinito y bañada en una semi-oscuridad rojiza. De trecho en trecho algunas montones de nieve acumulada, indefinidos y blandos. Entre ellos las lentes chatas de los ksills, manchas brillantes y oscuras a la vez, entre las que circulaban unas minúsculas siluetas enfundadas en escafandras.

A medida que Kalvenault bajaba hacia el horizonte llano, su luz se extendía en reflejos de púrpura sobre el hielo, formando como unos dedos sangrientos que nos señalaban. Me sentía lejos de la Tierra, un ser insignificante perdido en el inmenso Universo a millares de kilómetros de mi planeta natal. Tenia la impresión de mundo agonizante y de Apocalipsis, de exilio en el tiempo.

Incluso los Hiss me resultaban extranjeros, hijos de un mundo sin un lazo común con el mío. Ulna debía tener unas impresiones parecidas a las mías, pues la vi palidecer y temblar.

Akeion y el otro Sinzu se quedaban inmóviles ante la pantalla; la cara impasible, silenciosos.

En la sala de mando, el «Seall», vi a Souilik radiando sus órdenes. Su voz era serena y fría, pero podía distinguirse en ella una ligera vibración que en los Hiss denota exaltación. Era su primer mando importante y sin hacerse muchas ilusiones de volver a Ela, estaba satisfecho de mandar la primera ola de asalto él, el joven descubridor de planetas. Me senté en un sillón pensando en todo lo que habían aprendido aquellos días respecto al manejo de las armas que pronto utilizaríamos, y en la conducción del «sahien», la máquina blindada que tenía que protegernos contra los Misliks. Una mano tocó mi espalda; era Ulna.